Confieso
que el reto no es tal para mí. Me refiero a lo de vivir con poco o a lo de
vivir sola. Por no hablar de lo evidente: la ermitañez en el centro de un pueblo tampoco puede considerarse un
retiro cien por cien. Me recuerdo que no estoy aquí para enfrentar el reto de
la soledad o la austeridad sino para comprobar en mis propias carnes que no se
cumplen los vaticinios que mis miedos y mis bloqueos me han querido inocular en
lo que respecta a este piso, como por ejemplo, que sus paredes se volvieran
móviles y achicaran los espacios angustiándome, ahogándome…, como ocurre en muchas
películas de terror psicológico; o que viviendo en él el ambiente solitario
sería sórdido y carente de color y esperanza; o que aquí experimentaría una
vida toda ella igual y previsible… Lo normal, vamos.
Pero
sí: si hablamos de vivir sola o con poco, vengo entrenada.
Me fui
a vivir sola porque coincidió el final de mi etapa de compartir piso con la
preparación de una oposición que después no siguió convocándose. Había empezado
a hacer yoga y en lugar de seguir estudiando la constitución, leyes de aguas,
directivas y otras tantas temáticas de similar atractivo, me dio por ahondar en
los temas yóguicos y en otras ciencias circundantes. Al principio vivir
sola era una tristura, la verdad. Me empeñaba en rellenar mi tiempo como fuera,
llenaba mi casa de ruidos de radio, de música, me buscaba planes siempre que
podía; pero con el paso del tiempo la prisa se acabó yendo y ahora disfruto de
una apacible vida de la que además en estos momentos me empeño en quedarme a
cero de actividades extraescolares. Y tan ricamente. Ganas de experimentar la NADA consciente, por si no lo
he comentado antes. Como decimos en clase de yoga a los alumnos: exhala todo para dejar paso a lo nuevo. A
una nueva actividad en este caso o simplemente a experimentar lo que venga sin
buscar nada. Y en el poco tiempo que llevo con esta intención no buscada sino
encontrada, experimento lo difícil que es. El ansia de llenar por llenar es
difícil de contrarrestar. La NADA
consciente es todo un arte de vivir.
En
cuanto a la austeridad podría hablar de tres situaciones preparatorias muy
concretas.
En
primer lugar, los festivales de yoga en Francia. La experiencia fue rica en todos sus aspectos: convivencia
con gente de varios países; acostumbrarme al desorden constante de una tienda
de campaña compartida; comer todos los días lo mismo y sencillo (pero más que
suficiente) y experimentar los baños secos: váteres sin agua. Sin ahondar en
detalles, agujeros en la tierra pero en bonito: con su puerta o cortina. Y a
generar abono. Y qué quieres que te diga, tampoco me supuso un drama. En esa
primera experiencia austera me di cuenta de que me adapto bastante bien a las
circunstancias.
La
segunda situación se ha dado repetidas veces pues me aficioné a un lugar de una
isla muy, muy azul. Ese lugar es como ir a la casa de campo de una tía-abuela
tuya. Cuando me enteré de su
existencia en una conversación casual con una amiga, me dio tal pálpito que
supe que tenía que ir. Y fui y repetí.
Aunque
está situada geográficamente en un lugar privilegiado, el lugar no tiene luz
eléctrica y el agua es la de un pozo con lo cual, por todos los rincones hay
recomendaciones para ahorrar agua, para ducharte pensando en no gastar
demasiado, para que laves tu ropa a mano... Pero eso tampoco me costó y es que
desde los años de la sequía a principios de los noventa, soy una talibana del
ahorro del agua. En cuanto a la ausencia de electricidad, la cosa es tan
complicada como adaptarte a los ritmos de la luz natural aunque las velas
nocturnas y una linterna, ayudan. Vivir allí en tales condiciones te obliga a
ser consciente de un montón de actos rutinarios que normalmente tienes automatizados:
lavarte, tirar de la cadena, comprar comida (pues no dispones de nevera),
fregar los platos aprovechando el agua que gastas para después regar las
plantas... En fin, lo que podríamos denominar un hogar más sostenible que
cualquier otro lugar. Y descubrí que me gustaba esa forma de vida. La
conciencia en cada acto también implica el bajar las revoluciones de tu forma
de vida; sacrificar la prisa, dejar paso al sosiego y a que cada acto
cotidiano sea un fin en si mismo. Luego, obviamente, se agradece volver a tus
comodidades pero durante un tiempo, a tu vuelta, mantienes la consciencia de
que eso que disfrutas a diario son precisamente comodidades, incluso
privilegios, y no cosas que hay que dar por hechas.
Por
último, viajar a Nepal me dispuso en situaciones ya experimentadas en los dos casos anteriores
pero además, con el plus de la realidad. En ese caso ya sí había que ahorrar
agua y no se trataba de un juego o de un reto para valorar lo que teníamos.
Allí había que ahorrar porque no había. También con la electricidad, pues los
cortes de luz por la noche eran habituales y no por mero capricho. Los baños
eran sencillos porque no eran de otra manera. Ducharse a jarrazos de agua
fría casi a la intemperie y de noche fue un hecho que me tocó vivir.
Así que
en austeridad también ando entrenada. Es por eso que quizá este experimento
personal ha llegado ahora y no en otro momento y he aceptado vivirlo ahora
cuando quizá hace unos meses o unos años la sola idea me habría dado terror o,
peor aún, me habría hecho dudar de mi cordura y sentido común. Pero mira tú que
el concepto de mi misma, mi autoimagen, es otra de las ideas que también se está desgajando de un tiempo a esta parte.
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