Me
levanto temprano en Ciudad Real y en lugar de hacer mi yoga diario, me preparo la
comida que me quedó ayer pendiente. Desayuno y ya que estoy en la cocina
recopilo de ahí todas las cosas que creo necesarias para llevarme al piso.
Voy al
dormitorio, hago la cama y recojo. De ahí, lo mismo: la ropa y los cuadernos y
libros que vendrán conmigo. A tenor de lo que me llevo, ya sé que los días no
van a tener horas suficientes para leer y escribir tanto.
El
pallet, aún no sé para qué, la alfombra, la esterilla…
Doy
varios viajes al coche para cargarlo todo y emprendo el camino hacia mi Siberia
particular.
En el
trayecto me confieso que hoy el día no será muy de recogimiento: Amigos
Queridos me han invitado a comer a su casa. Tienen piscina y me han dicho que
me lleve el bikini así que el plan es llegar al pueblo, colocarlo todo en su
sitio y después irme a pasar la tarde con ellos.
Mi
parte más pureta y radical con el
experimento está un poco molesta: menudo
retiro te estás planteando, tía. Por otro lado, ¿acaso Sylvain Tesson no
recibía de vez en cuando la visita de Volodia y el resto de forestales del
Baikal? Pues así soy yo, fiel a Sylvain en todo salvo en la ingesta de vodka.
Además, me tomo esta invitación como una fiesta de bienvenida al retiro.
Al
llegar encuentro el piso tan limpio como lo dejé hace dos semanas. La limpieza
previa: uno de los preparativos no mencionados de este experimento. Inaudito
sacar tanta suciedad de un lugar que no tiene nada.
En el
salón tiendo la esterilla de yoga: mi sofá; a un lado, la alfombra de trapillo
que me tejió mi prima. Un par de velas, los libros, el retrato enmarcado que me
ha regalado una amiga, porque una casa
sin fotos no es una casa, el ordenador y el zafu. Ya tengo el salón.
En el
dormitorio ya descansa en el suelo el colchón que mi padre me ayudó a bajar
desde el trastero. Se me ocurre que el pallet me puede venir bien como armario, así que lo sitúo al lado de la
puerta. Sobre él, mi ropa, el pijama y una manta. Observo que también me vale
como zapatero. Ahora entiendo a los de la Bioguía.
En el
baño, las dos bolsas de aseo: la de la ortodoncia y la normal.
Reparto
un farolillo y más velas por todo el pasillo. Como no hay Nada, no hay riesgo
de incendio.
En el
otro baño dejo un estropajo, el lavaplatos, una bayeta y un paño de cocina.
Quien eligiera los lavabos de este bloque debió confundirlos con la bañera. Qué
hermosura. Ahí fregaré.
Finalmente
llevo a la cocina la mesa y la silla que mi hermana dejó aquí tras sus meses de
estudio. Sobre ella dispongo un mantel, las comidas que he preparado, la leche,
los cubiertos… En menos de una hora mi hogar temporal ha quedado listo para
entrar a vivir.
Sólo
queda ir a casa de mi familia donde dejo las garrafas vacías de agua para que
mis padres, en su complicidad con este absurdo asunto, me las rellenen.
Puesto
que la comida en casa de mis amigos no se enmarca dentro de la experiencia ermitáñica al cien por cien, no daré
muchos detalles de tan agradable y siempre agradecido encuentro. A pesar de aun
conservar algo del resfriado que me tuvo en cama la pasada semana, me doy el
primer baño de este verano tempranero y para comer ingerimos la quiche y carne
asada, comportándome de esta manera como la carnívora
social o cuasi-vegetariana en que me he convertido.
A la
vuelta, con el sol cayendo, recojo de casa de mis padres el agua y una
lamparita a pilas y me voy, ahora ya sí, a mi casa para aprovechar las últimas
dos horas de luz solar, que invierto en terminar de ubicarme. Pienso en lo que
se tarda en que cualquier estancia termine sintiéndose como un hogar y me
acuerdo de lo mucho que me ha costado sentirme así en el piso de Ciudad Real.
Quién fuera gato y se dejara llevar por el instinto desde el principio para dar
en seguida con el lugar más placentero. Sin ese instinto, me siento en mi sofá-alfombra
de yoga y enciendo el ordenador para ver que tal funciona. Mis manos se adaptan
rápidamente a las teclas alcanzando velocidad supersónica. Hay teclados más
agradecidos que otros y este lo es bastante.
Ceno
quiche que nos ha sobrado a mediodía. Desde el rincón en el que estoy se ve la
luz del atardecer que pasa por la puerta de la terraza que da a la calle. Me
gustan los colores que se cuelan en el salón. No me resisto y salgo afuera. No
me había dado cuenta de que desde aquí también se ve la sierra y bastante trozo
de cielo. No es la misma intimidad que la del patio del piso de Ciudad Real
pero tampoco está mal. Aún en el balcón pienso cómo sería vivir aquí de verdad.
Desde hace unas semanas he empezado a desprenderme de varias actividades y la
próxima será del yoga. Las ganas de Nada son intensas y esta Nada se
practicaría mejor en un pueblo que en una ciudad aunque sea pequeña. Pero no
sé...
No me
sorprende esto que me está pasando. Lo de comparar un sitio y otro. Parece que
será la temática principal de mis pensamientos en este experimento personal.
Ya se
hace de noche, he vuelto al ordenador pero la luz de las velas y de la pantalla
no son suficientes como para que me equivoque una y otra vez. El reloj marca
las diez y diez. Muy temprano para que cualquier adulto vaya a la cama. La hora
ideal para una ermitaña en medio de su pueblo.
Y a mí que me encantan esos experimentos.
ResponderEliminarEs sacar a la luz el propio frikismo y ver que hay más espíritus afines de lo que una había imaginado.
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