domingo, 28 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Cuatro y Conclusiones

Cuando me despierto siento la resaca típica de una noche casi en vela, aderezada en mi caso con la sensación amarga de mis emociones recurrentes.
Me incorporo propulsada por las ganas de irme ya de aquí pero en medio del salto que me saca de la cama, admito que me voy en lo mejor aunque parezca lo peor, es decir, que me voy justo cuando han llegado las emociones a las que yo buscaba enfrentarme a porta gayola. Pero este Miura es duro y cuando llega, a una sólo le entran ganas de refugiarse tras la barrera por más que cuando estoy ahí a salvo crea que a la siguiente lo voy a poder torear.
Ay la vida… la vida, ya lo decía Jesulín, es como un toro.
Por el pasillo, camino de la cocina, soy la media aritmética entre una adolescente que me agarra y tira de un brazo, cabreada por haber elegido quedarme aquí en lugar de haber ido a la playa, y una señora muy sabia en la que soy yo la que me apoyo, que me susurra sonriente que está todo bien.
La mañana transcurre entre dos mundos: el tangible, justo a continuación de donde termina la barrera de mi piel, que paradójicamente en estos momentos es el más volátil, pues se desarrolla tras una nebulosa provocada por el otro mundo: el de mis pensamientos, al que siento más consistente que el real.
Tras la nebulosa observo estas dos extensiones que son mis brazos, muy afanados en recoger toda seña de experimento personal a ritmo del tamborileo de mis pensamientos que, cual si se tratara de la canción del Chiki-Chiki, van repasando insistentemente las opciones que ya me he contado millones de veces acerca de qué hacer con este piso:
  1. Que me toque la lotería o me llegue de la forma que sea (no quiero ponerle puertas a las posibilidades del cosmos) la cantidad suficiente para pagar lo que queda de hipoteca. Si esto ocurriera pondría a la venta el piso al precio que me costó la entrada, para resarcir a mi yo de 2009.
  2. Permutarlo por una casita al borde del mar.
  3. Tirar el tabique que separa el salón del dormitorio y montar ahí una buena sala de yoga. Habría que insonorizar toda la vivienda para no molestar a los vecinos cuando nos pusiéramos a cantar mantras.
  4. Vivir en él. La opción que de momento, menos me apetece.

Cuando le he dado cerca de diez vueltas a la retahíla bajo la influencia de la adolescente cabreada, llega la señora sabia para darme un poco de calma. Me dice que cuando las cosas dependen de terceros, cuando nada se puede hacer por una misma, lo mejor es precisamente no hacer nada y dedicarte a lo que te dedicas cada día. Quizá es que no ha llegado el momento y por eso hay que tener paciencia. Éso y aceptar las cosas como son, sin pataletas. Cuando dice esto último me hace un guiño mirando de reojo a la adolescente rabiosa, que se ha sentado muy enfadada en un rincón de la terraza.
Entonces es cuando yo suspiro, me calmo y vuelvo de nuevo mi atención a lo que ahora estoy haciendo ya sin nebulosa de por medio. En el dormitorio, doblo y guardo todo. Envuelvo el colchón en su funda y así, poquito a poco, voy devolviendo su nada a la que ha sido mi casa durante casi cuatro días.
Cargo el coche con todo salvo el pallet; voy a comer, hoy sí, con mi familia y por la tarde emprendo camino a Ciudad Real.
Mientras conduzco reconozco que no era necesario haber montado todo esto para llegar a las conclusiones a las que he llegado, pero no me arrepiento del experimento. Me gusta, vete tú a saber porqué, enfrentarme directamente a las cosas que me inquietan.
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En aquel trayecto decidí que dejaría pasar un tiempo antes de escribir este post, el más en diferido de toda la serie, no fuera a ser que, tras el experimento, mi ser evolucionase espiritualmente hasta un punto tal que pasadas unas semanas, y fruto de sucesivas epifanías, todas mis cuestiones hubiesen tornado a respuestas.
Pero no funciona esto así. Tras algunas semanas todo sigue igual pero he sido consciente de lo difícil que es llevar a la práctica lo que la señora sabia me decía: el dejar que las cosas pasen por sí mismas cuando uno no tiene directamente nada que hacer. El no dejarse llevar por la prisa ni por el deseo. El volver la vista a tu presente en cada momento... En definitiva, que un anhelo o cualquier otra inquietud que proyectas en tu futuro no te impida disfrutar de todas las cosas que suceden cada día.


martes, 23 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Tres

Segunda noche consecutiva durmiendo como una lirona. Definitivamente podría dormir en cualquier lugar. Ni miedos, ni reparos, ni extrañezas de colchón.
Hago mi yoga diario, desayuno y recojo la casa. Me pongo la radio pero no se oye, no sé por qué, y pienso que ¿no querías Nada?, pues aquí tienes dos tazas. Tampoco me importa demasiado: tengo la aceptación cerca de su cota más alta. Estoy de un flexible que da grima.
Lavar platos aplicando la ingeniería del ahorro de recursos hace que la acción sea más lenta pero más consciente. Me hace ser más cuidadosa ante el hecho de que la más mínima gota se pierda para siempre por el desagüe y cada gesto se convierte practicamente en una meditación.
Una vez ordenado todo sin música ni nada, enciendo el ordenador, fiel compañero. Sylvain tenía a sus perros y yo tengo este artilugio y unas ganas terribles de escribir aunque sea tonterías, para poder disfrutar de este teclado tan rápido.

 Mobiliario del salón - área de descanso - escritorio

Quedo con mis amigas por el whatsapp para merendar. Este retiro empieza a ser un verdadero cach[…]deo. Por la noche, además, veré el fútbol con mi padre. En realidad voy a echar el rato con él; el fútbol en sí mismo ha perdido para mí toda la gracia desde hace mucho tiempo.
Tendría que salir a comprar algo de fruta así que me visto y maqueo un poco. Es difícil sin espejo pero las ventanas dan reflejo suficiente como para que la raya del ojo salga medio bien.
Compro la fruta y unas galletas. De camino a casa de mis padres veo a lo lejos a uno de sus (mis) vecinos. Me pregunto qué edad tendrá pues, aunque es muy mayor, lleva un ritmo extremadamente ágil. Llego a la puerta y mientras busco las llaves me abre desde dentro. Me saluda como siempre muy cordial y yo le pregunto que qué tal está. Me dice que bien y añade: -¿a que no sabes cuántos años cumpliré el seis de Diciembre?-. -No sé…, noventa-, le digo. -¡Sí!, ¿es que lo sabías?- Qué va-, le replico, y es verdad.
Nos despedimos y yo me quedo perpleja ante la eficacia de la ley metafísica de la atracción: pide y se te dará, dice más o menos. Un minuto antes me preguntaba por su edad. Medio minuto después me la dice él mismo. Lo agradezco, claro, pero me fastidia que la Magia de la Vida se me presente con aconteceres tan intrascendentes y que, sin embargo, no opere en cuestiones que tienen más interés para mí. Pero, quién soy yo para juzgar lo que la Magia de la Vida quiera mostrarme, reflexiono, sumisa ante la vasteza del Misterio.
Tras breve parada en casa paterna, vuelvo al piso y me dispongo a comerme el tabuleh. Al abrirlo observo que el moho se ha empezado a cebar con él. ¡Qué rapidez! Dudo un poco, le quito la capa más superficial pero me da cosica. El riesgo de sufrir diarrea en un lugar sin agua corriente me persuade lo suficiente como para saltarme a la torera uno de mis pilares al respecto de la comida: no tirar nada. Así que lo mando todo a la basura y me como la empanada que nos sobró anoche, un plátano que compré esta mañana y además, me doy al deleite del café con leche gourmet y medio paquete de galletas.
Friego los platos y me echo un rato a la siesta. Al despertarme escribo un poco y comparo mis escritos con los de Sylvain. Mis días sin sal en medio de un pueblo manchego están dando más páginas que los que pasó Sylvain en Siberia viéndoselas con el Baikal. Llámalo sacarle jugo a la vida, llámalo cansinismo.
Preparo la clase de yoga y, mientras lo hago, en el whatsapp se termina de concretar el plan para quedar con mis amigas. Por primera vez desde mi estancia en el piso empiezo a experimentar mi ya familiar sensación de desasosiego y ganas de rellenar los huecos. Una huída de esta soledad. Aquí estabas, emoción pendeja, pero como coincide con la práctica del yoga, quedan amortiguados a tiempo sus efectos.
Rato muy agradable con mis amigas. Momentos de humor muy absurdo y risa floja, como nos sigue gustando después de tantos años y aunque ya haya bebés en el grupo. La velada se alarga y sólo puedo ver con mi padre el momento en que el Barcelona recoge la copa de la Champions. No diré si me alegré o no para no ganarme o, acaso perder, el afecto de quien quiera leer este diario.
Vuelvo al piso y entro de nuevo como una ladrona con mi linterna. Me acuesto y leo un rato. Trato de dormir pero esta vez, la primera vez, no soy capaz de hacerlo. De repente los sonidos de la calle se han amplificado. Tengo calor y, si me desarropo, frío. Me llega el rumor de la conversación de mis vecinos pero a mi me parece que están hablando por megáfonos. Me entra hambre: malo, señal de que llevo demasiado tiempo tratando de dormir. Bajo la luz de la linterna, me tomo un vaso de leche con galletas sintiéndome muy absurda por estar aquí. Vuelvo a la cama. Nada. Me incorporo en el colchón y revivo con arrepentimiento una y otra vez el momento en que decidí comprarme este piso. Respiro, pero el estómago se me empieza a contraer. Sé que son las emociones. Habéis tardado en llegar pero, finalmente, estáis aquí.


domingo, 21 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Dos

Primera vez que amanezco en mi piso. He dormido muy bien. Me levanto temprano y hago un poco de yoga. Desayuno, friego con cuidado para no gastar mucha agua. El truco está en echar primero el agua en la taza e ir mojando ahí el estropajo. Además es conveniente no utilizar mucho lavaplatos para que después el aclarado sea más liviano. Ingeniería del fregoteo. Me aplicaré estos principios cuando vuelva a la civilización.
Mientras ordeno el dormitorio recibo llamada paterna. Están de limpieza en las cocheras y se me requiere para ver qué hacer con el ingente número de cajas con libros que allí almacenamos mis hermanos y yo. Recibo de mala gana la noticia pues soy una ermitaña que ya está saliendo demasiado de su ermita, pero rápidamente cambio el talante y me decanto por la flexibilidad. Al fin y al cabo retirarse no es empecinarse, sino adaptarse a las cosas tal cual vengan1.
Cuando me planto delante de la primera caja de apuntes que guarda cientos de folios con mi letra de hace quince años (o más), el primer impulso es el de posponer la masacre. Pero sólo tardo dos respiraciones en darme cuenta de que se trata de un nuevo reto que me plantea mi ansia de Nada. Si aspiro a Ella, esta es una oportunidad más para crear espacios vacíos, en este caso, físicos. Es el reconocimiento de que hay cosas que ya no tiene sentido conservar. Es así como de nuevo pongo en práctica en el mundo material aquello para lo que me entreno en lo intangible y sin ápice de misericordia voy volcando en el maletero del coche kilos y kilos de sabiduría ingenieril; horas y más horas de culo sentado en la silla de mi habitación, en la de la residencia, las de las salas de estudio, las de las aulas de la facultad… y no me tiembla el pulso. Sólo salvo el proyecto fin de carrera y poco más.
Descargamos la mercancía en el punto limpio. Allí se encuentran los bomberos sofocando un pequeño incendio en uno de los contenedores. No siendo esto el colmo de lo raro, observo con divertimento la situación con algo de perspectiva: yo llevando a la práctica un experimento poco común y viviendo igualmente situaciones nada rutinarias como ésta. Debido al humo no podemos acceder al contenedor que nos toca y yo no puedo controlar la risa ante el cabreo momentáneo de mi padre.
A la vuelta, más ligeros, más ligera, me vuelvo a mi retiro donde me doy a la escritura sin miramientos.
Paro para comerme la ensalada de lombarda y un poco de tabuleh. Pongo de nuevo en práctica la ingeniería del fregoteo que va perfeccionándose en cada nueva tentativa y me tumbo a sestear con Walden bajo el brazo.

No leo: picoteo

Confieso que me da pudor publicar sobre mí por eso prefiero referirme a mis pensamientos o reflexiones pero Thoureau, en la primera página de Walden, escribe lo siguiente: […] empezaré disculpándome con los lectores que no estén particularmente interesados en mí […] en la mayoría de los libros el Yo o la primera persona se omite; en éste se conservará […] en general olvidamos que, al fin y al cabo, es siempre la primera persona la que habla. No hablaría tanto sobre mi mismo si hubiera otra persona a quien conociera tan bien.
Me siento, pues, legitimada en la distancia física y temporal por este pensador acerca de la redacción de mi experimento y de sacar a la luz estas cosas que yo considero tan íntimas. Es en este momento cuando decido que voy a publicar en el blog esta serie, aunque sea en diferido.
Me descabezo un poco tras la friolera de dos o tres páginas de Walden, haciendo así gala de mi poca avidez lectora. Al levantarme persisten mis ganas de escribir así que me doy a las teclas. Por la noche he quedado a cenar con mi hermana. Definitivamente la adaptación a los hechos que me rodean ha vencido al empecinamiento del encierro. No soy yo, son las circunstancias las que comienzan a marcar la diferencia entre este retiro y su concepción inicial como semi-enclaustramiento.
Ya que nuevamente tengo que salir del piso, me dirijo, empanada bajo el brazo, a darme una ducha a casa de mis padres. De ahí, la empanada y yo emprendemos rumbo a casa de mi hermana. Cena agradable y opípara pero sin carne esta vez.
Al regreso entro en mi casa, cual ladrona, con una linterna que me ha dejado mi padre. Me da por pensar que quizá los vecinos del bloque de enfrente se mosqueen al ver la luz móvil a través de las ventanas por eso trato de ser discreta. Lo mismo me pasa, lo que son las cosas, cada vez que voy al baño con la garrafa de agua. ¿Se asustarán mis vecinos? ¿Me llamaría mi vecina en plan: Oye Laura, algo pasa en tu piso, se oyen ruidos? Yo, claro está, contestaría bajito para no delatarme a través de las paredes… Qué poco dicen estos gestos de mi libertad interior. Qué lejos estoy aun de haber salvado la opinión de los otros, reflexiono antes de irme a la cama.
Leo un rato bajo la luz de la linterna, que apoyo en mi hombro como si estuviera fisgando entre mis páginas. Pero observo que ser ermitaña es agotador y me vence el sueño enseguida.

1 Adaptación no es sumisión, pero no estamos aquí para hablar de eso.


viernes, 19 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Uno

Me levanto temprano en Ciudad Real y en lugar de hacer mi yoga diario, me preparo la comida que me quedó ayer pendiente. Desayuno y ya que estoy en la cocina recopilo de ahí todas las cosas que creo necesarias para llevarme al piso.
Voy al dormitorio, hago la cama y recojo. De ahí, lo mismo: la ropa y los cuadernos y libros que vendrán conmigo. A tenor de lo que me llevo, ya sé que los días no van a tener horas suficientes para leer y escribir tanto.
El pallet, aún no sé para qué, la alfombra, la esterilla…
Doy varios viajes al coche para cargarlo todo y emprendo el camino hacia mi Siberia particular.
En el trayecto me confieso que hoy el día no será muy de recogimiento: Amigos Queridos me han invitado a comer a su casa. Tienen piscina y me han dicho que me lleve el bikini así que el plan es llegar al pueblo, colocarlo todo en su sitio y después irme a pasar la tarde con ellos.
Mi parte más pureta y radical con el experimento está un poco molesta: menudo retiro te estás planteando, tía. Por otro lado, ¿acaso Sylvain Tesson no recibía de vez en cuando la visita de Volodia y el resto de forestales del Baikal? Pues así soy yo, fiel a Sylvain en todo salvo en la ingesta de vodka. Además, me tomo esta invitación como una fiesta de bienvenida al retiro.
Al llegar encuentro el piso tan limpio como lo dejé hace dos semanas. La limpieza previa: uno de los preparativos no mencionados de este experimento. Inaudito sacar tanta suciedad de un lugar que no tiene nada.
En el salón tiendo la esterilla de yoga: mi sofá; a un lado, la alfombra de trapillo que me tejió mi prima. Un par de velas, los libros, el retrato enmarcado que me ha regalado una amiga, porque una casa sin fotos no es una casa, el ordenador y el zafu. Ya tengo el salón.
En el dormitorio ya descansa en el suelo el colchón que mi padre me ayudó a bajar desde el trastero. Se me ocurre que el pallet me puede venir bien como armario, así que lo sitúo al lado de la puerta. Sobre él, mi ropa, el pijama y una manta. Observo que también me vale como zapatero. Ahora entiendo a los de la Bioguía.


En el baño, las dos bolsas de aseo: la de la ortodoncia y la normal.
Reparto un farolillo y más velas por todo el pasillo. Como no hay Nada, no hay riesgo de incendio.
En el otro baño dejo un estropajo, el lavaplatos, una bayeta y un paño de cocina. Quien eligiera los lavabos de este bloque debió confundirlos con la bañera. Qué hermosura. Ahí fregaré.
Finalmente llevo a la cocina la mesa y la silla que mi hermana dejó aquí tras sus meses de estudio. Sobre ella dispongo un mantel, las comidas que he preparado, la leche, los cubiertos… En menos de una hora mi hogar temporal ha quedado listo para entrar a vivir.
Sólo queda ir a casa de mi familia donde dejo las garrafas vacías de agua para que mis padres, en su complicidad con este absurdo asunto, me las rellenen.
Puesto que la comida en casa de mis amigos no se enmarca dentro de la experiencia ermitáñica al cien por cien, no daré muchos detalles de tan agradable y siempre agradecido encuentro. A pesar de aun conservar algo del resfriado que me tuvo en cama la pasada semana, me doy el primer baño de este verano tempranero y para comer ingerimos la quiche y carne asada, comportándome de esta manera como la carnívora social o cuasi-vegetariana en que me he convertido.
A la vuelta, con el sol cayendo, recojo de casa de mis padres el agua y una lamparita a pilas y me voy, ahora ya sí, a mi casa para aprovechar las últimas dos horas de luz solar, que invierto en terminar de ubicarme. Pienso en lo que se tarda en que cualquier estancia termine sintiéndose como un hogar y me acuerdo de lo mucho que me ha costado sentirme así en el piso de Ciudad Real. Quién fuera gato y se dejara llevar por el instinto desde el principio para dar en seguida con el lugar más placentero. Sin ese instinto, me siento en mi sofá-alfombra de yoga y enciendo el ordenador para ver que tal funciona. Mis manos se adaptan rápidamente a las teclas alcanzando velocidad supersónica. Hay teclados más agradecidos que otros y este lo es bastante.
Ceno quiche que nos ha sobrado a mediodía. Desde el rincón en el que estoy se ve la luz del atardecer que pasa por la puerta de la terraza que da a la calle. Me gustan los colores que se cuelan en el salón. No me resisto y salgo afuera. No me había dado cuenta de que desde aquí también se ve la sierra y bastante trozo de cielo. No es la misma intimidad que la del patio del piso de Ciudad Real pero tampoco está mal. Aún en el balcón pienso cómo sería vivir aquí de verdad. Desde hace unas semanas he empezado a desprenderme de varias actividades y la próxima será del yoga. Las ganas de Nada son intensas y esta Nada se practicaría mejor en un pueblo que en una ciudad aunque sea pequeña. Pero no sé...
No me sorprende esto que me está pasando. Lo de comparar un sitio y otro. Parece que será la temática principal de mis pensamientos en este experimento personal.
Ya se hace de noche, he vuelto al ordenador pero la luz de las velas y de la pantalla no son suficientes como para que me equivoque una y otra vez. El reloj marca las diez y diez. Muy temprano para que cualquier adulto vaya a la cama. La hora ideal para una ermitaña en medio de su pueblo.

miércoles, 17 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Los preparativos inmateriales

Confieso que el reto no es tal para mí. Me refiero a lo de vivir con poco o a lo de vivir sola. Por no hablar de lo evidente: la ermitañez en el centro de un pueblo tampoco puede considerarse un retiro cien por cien. Me recuerdo que no estoy aquí para enfrentar el reto de la soledad o la austeridad sino para comprobar en mis propias carnes que no se cumplen los vaticinios que mis miedos y mis bloqueos me han querido inocular en lo que respecta a este piso, como por ejemplo, que sus paredes se volvieran móviles y achicaran los espacios angustiándome, ahogándome…, como ocurre en muchas películas de terror psicológico; o que viviendo en él el ambiente solitario sería sórdido y carente de color y esperanza; o que aquí experimentaría una vida toda ella igual y previsible… Lo normal, vamos.
Pero sí: si hablamos de vivir sola o con poco, vengo entrenada.
Me fui a vivir sola porque coincidió el final de mi etapa de compartir piso con la preparación de una oposición que después no siguió convocándose. Había empezado a hacer yoga y en lugar de seguir estudiando la constitución, leyes de aguas, directivas y otras tantas temáticas de similar atractivo, me dio por ahondar en los temas yóguicos y en otras ciencias circundantes. Al principio vivir sola era una tristura, la verdad. Me empeñaba en rellenar mi tiempo como fuera, llenaba mi casa de ruidos de radio, de música, me buscaba planes siempre que podía; pero con el paso del tiempo la prisa se acabó yendo y ahora disfruto de una apacible vida de la que además en estos momentos me empeño en quedarme a cero de actividades extraescolares. Y tan ricamente. Ganas de experimentar la NADA consciente, por si no lo he comentado antes. Como decimos en clase de yoga a los alumnos: exhala todo para dejar paso a lo nuevo. A una nueva actividad en este caso o simplemente a experimentar lo que venga sin buscar nada. Y en el poco tiempo que llevo con esta intención no buscada sino encontrada, experimento lo difícil que es. El ansia de llenar por llenar es difícil de contrarrestar. La NADA consciente es todo un arte de vivir.
En cuanto a la austeridad podría hablar de tres situaciones preparatorias muy concretas.
En primer lugar, los festivales de yoga en Francia. La experiencia fue rica en todos sus aspectos: convivencia con gente de varios países; acostumbrarme al desorden constante de una tienda de campaña compartida; comer todos los días lo mismo y sencillo (pero más que suficiente) y experimentar los baños secos: váteres sin agua. Sin ahondar en detalles, agujeros en la tierra pero en bonito: con su puerta o cortina. Y a generar abono. Y qué quieres que te diga, tampoco me supuso un drama. En esa primera experiencia austera me di cuenta de que me adapto bastante bien a las circunstancias.
La segunda situación se ha dado repetidas veces pues me aficioné a un lugar de una isla muy, muy azul. Ese lugar es como ir a la casa de campo de una tía-abuela tuya. Cuando me enteré de su existencia en una conversación casual con una amiga, me dio tal pálpito que supe que tenía que ir. Y fui y repetí.
Aunque está situada geográficamente en un lugar privilegiado, el lugar no tiene luz eléctrica y el agua es la de un pozo con lo cual, por todos los rincones hay recomendaciones para ahorrar agua, para ducharte pensando en no gastar demasiado, para que laves tu ropa a mano... Pero eso tampoco me costó y es que desde los años de la sequía a principios de los noventa, soy una talibana del ahorro del agua. En cuanto a la ausencia de electricidad, la cosa es tan complicada como adaptarte a los ritmos de la luz natural aunque las velas nocturnas y una linterna, ayudan. Vivir allí en tales condiciones te obliga a ser consciente de un montón de actos rutinarios que normalmente tienes automatizados: lavarte, tirar de la cadena, comprar comida (pues no dispones de nevera), fregar los platos aprovechando el agua que gastas para después regar las plantas... En fin, lo que podríamos denominar un hogar más sostenible que cualquier otro lugar. Y descubrí que me gustaba esa forma de vida. La conciencia en cada acto también implica el bajar las revoluciones de tu forma de vida; sacrificar la prisa, dejar paso al sosiego y a que cada acto cotidiano sea un fin en si mismo. Luego, obviamente, se agradece volver a tus comodidades pero durante un tiempo, a tu vuelta, mantienes la consciencia de que eso que disfrutas a diario son precisamente comodidades, incluso privilegios, y no cosas que hay que dar por hechas.
Por último, viajar a Nepal me dispuso en situaciones ya experimentadas en los dos casos anteriores pero además, con el plus de la realidad. En ese caso ya sí había que ahorrar agua y no se trataba de un juego o de un reto para valorar lo que teníamos. Allí había que ahorrar porque no había. También con la electricidad, pues los cortes de luz por la noche eran habituales y no por mero capricho. Los baños eran sencillos porque no eran de otra manera. Ducharse a jarrazos de agua fría casi a la intemperie y de noche fue un hecho que me tocó vivir.
Así que en austeridad también ando entrenada. Es por eso que quizá este experimento personal ha llegado ahora y no en otro momento y he aceptado vivirlo ahora cuando quizá hace unos meses o unos años la sola idea me habría dado terror o, peor aún, me habría hecho dudar de mi cordura y sentido común. Pero mira tú que el concepto de mi misma, mi autoimagen, es otra de las ideas que también se está desgajando de un tiempo a esta parte.

martes, 16 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Los preparativos materiales

En las primeras páginas de La Vida Simple, Sylvain Tesson describe todo lo que él considera necesario para su retiro en Siberia y enumera los alimentos, utensilios, libros, que va a llevarse. Una vez hecho se da cuenta de la cantidad de cosas que son imprescindibles para un occidental como él.
Para qué innovar en mi experimento pudiendo copiar vilmente lo que hizo este hombre. Aquí, una lista de aquello que voy a llevarme para vivir cuatro días retirada en mi piso sin NADA.
Alimentación
Copiar, copiar, lo que se dice copiar, no voy a copiar todo lo que hizo Sylvain. No me veo saliendo a pescar en el caudaloso Tirteafuera. Me proveeré, pues, de los víveres desde la ciudad y luego si necesito algo más, seguro que una de las fuentes venga de la mano de mi familia que ya me ha preguntado que qué necesito, que no me lleve nada, que vaya a comer con ellos… Va a ser realmente difícil ser una ermitaña de verdad.
Reflexionado lo anterior, me preparo lo siguiente:
Una empanada
Tabuleh
Quiche de lombarda, brócoli y zanahoria.
Ensalada de lombarda (la lombarda es que es muy grande para una persona sola) con tomate.
Un bizcocho de chocolate con pepitas de chocolate… por si la estancia tornase a inhóspita de más.
Una caja de leche gourmet (que así denomino a la leche de arroz y coco, cara como ella sola, pero que me compro de vez en cuando para darme homenajes gastronómicos. Pruébese con un poco de café y miel y a disfrutar) y otra de leche de arroz, miel, fruta, pan.
Y además, dos platos pequeños, un juego de cubiertos, un par de trapos de cocina y una taza de las que diseñó Forges para El País… me doy cuenta cuando llego que he elegido la del marido que, con una cortina en la cabeza, le dice a su mujer “Me Aburro”, espero que no sea vaticinio de nada.

Aseo Personal
Poca cosa. Creo que nunca haré rico al señor Biotherm ni a ninguno de sus colegas:
Mi bolsa de aseo. Imprescindible el lápiz de ojos, eso sí.
La bolsa con los utensilios de la ortodoncia que me adorna desde hace casi año y medio.
Toalla, pastilla de jabón… Para ducharme, la casa de mis padres está cerca y además, insisto, me han dicho que si necesito algo que vaya. Eso y que me vaya a comer con ellos, pero no, que estoy de ermitaña.
Ropa
Poca cosa también. La típica bolsa de fin de semana.
Lecturas - Ocio
Dos manuales de yoga para preparar la clase de la próxima semana.
Cuatro cuadernos de diferentes tamaños. No aspiro a rellenarlos, obviamente, pero es que tengo muchos. A veces me gusta escribir en uno y al rato siguiente, en otro. Pensamientos que me asaltan o tontunas, tanto da.
La Vida Simple, obviamente.
El último libro de Murakami, a ver si lo termino. Lo compré porque eran relatos cortos pero menudo tostonazo1 me parece. Sólo le dí un empujón en un viaje a primeros de Abril, en el tren.
Walden, de Thoreau, en el culmen del postureo por mi parte. Este libro se lo llevó también Sylvain a su retiro y me lo he traído por puro culo veo, culo quiero. Lo compré hace dos años y es que creo que ya he dicho que llevo bastante tiempo con la idea en la cabeza de los beneficios de vivir con poco. Lo tengo desde antes de La Vida Simple y me sorprendió gratamente que Sylvain Tesson llevara un libro que yo tenía. Me hizo sentir intelectual aunque ni siquiera me hubiera leído más de cinco páginas de la tal obra.
Un mini-ordenador de segunda mano pero buenísimo que compré el otro día. Lo tengo a prueba pero ya sé que va a ser mío.
El móvil con internet. Sylvain tenía radio y dos perros. Yo no tengo seres vivos conmigo más allá de los insectos que me quieran acompañar. Me planteé retirarme sin móvil pero tampoco era para tanto.
Otras cosas importantes para la vida de ermitaña
En el piso ya había una mesa y una silla. Restos de los meses de estudio de mi hermana.
Un colchón de cama de matrimonio que tenía en el trastero. Sábanas, una mantita, un edredón por si me ataca mi crónico friolerismo nocturno.
Un pallet que encontré en mi trabajo. Observo en la página de la Bioguía que con un pallet puedes hacer cualquier cosa así que me lo traigo por si acaso. 
La esterilla de yoga que además será mi sofá. El zafu (cojín de yoga) y la alfombra que me tejió mi prima, que hará las veces de mesa-camilla.
Agua, el asunto más complejo. Me proveo de seis garrafas de cinco litros. Válidas para beber, para el aseo y para el váter. Dios nos asista.
Por último, echaré a la bolsa un poco de voluntad para tratar de resistirme al vente a comer a casa y similares.

1 Pero seguramente no sea él, soy yo.


domingo, 14 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Los antecedentes


Todo comenzó en una conversación tomando café hace menos de dos meses. Hablábamos de un sentimiento que nos embargaba a algunos de los que rodeábamos la mesa: dejar de hacer cosas, parar… añadiendo además el subtítulo de disfrutar con lo que tenemos y ya está.
De forma casual comenté que no trabajaba la primera semana de Junio. Otros años en estas circunstancias ya tendría preparado el plan y era el momento ideal para irme por tercera temporada consecutiva a mi isla azul. Pero en esta ocasión y con el parar adherido al ánimo: -Estoy incluso por irme a mi pueblo y no hacer nada, a lo sumo, escribir-.
Interlocutor-Persona-Inspiradora-Siempre, conocedor de mi historia con mi piso, replica: -Ya está, ¿y cómo no te vas a vivir a tu casa esos días?-. Algo en mi ser se encoje de miedo y otro algo muy osado y creciente en los últimos años da pequeños botes de alegría. Me entra un poco de nervio, señal inequívoca de que lo voy a hacer. Aun así, refunfuño un poco: -Pero si ahí no hay nada. Ni agua, ni luz, ni cocina… NADA-. -Pues mejor, te llevas un hornillo, haces tu propia comida… así no podrás decir nunca que no has vivido allí. Para eso te lo compraste, ¿no?
Principios de 2008. Tengo la Cuenta-Vivienda a punto de expirar. La burbuja inmobiliaria está en todo su apogeo. Llevo muchos meses con el cuello cuasi-luxado de tanto mirar a los balcones en busca de carteles de SE VENDE.  Mi trabajo parece que se consolida y por tanto el siguiente paso es comprarse un piso. Todo el mundo lo hace, eso es así. Es la compra más importante que vas a hacer en toda tu vida, me dicen. Estoy cagada pero… Es lo que toca, ¿no?, trato de convencerme desde mi inmadurez. Además, ya tengo este dinero ahorrado, no voy a perder los intereses ¿no? ¿NO? No te vas a permitir hacer eso, ¿no?, ¿NO?
Me está costando madurar, esa es la verdad. Ser coherente con los pensamientos de una no es fácil y más cuando vas comprobando que esos mismos pensamientos rebotan en muchos aspectos con la corriente mainstream de la vida. Si eso es ahora, hace siete años mucho peor que además no conocía el yoga ni los beneficios de la coherencia y la sinceridad propia.
La desesperación se apoderaba de mí. Comprarme un piso quizá me acercaría a la normalidad de la gente de mi edad, que ya se iban casando y, los más adelantados, teniendo hijos. Habrase visto pensamiento más iluso. Pero, qué precios. Yo sola no me puedo permitir comprarme un piso en Ciudad Real y mis honorarios y ahorros sólo me dan para un zulo o para viviendas a punto de llevar al desgüace. Las casitas con jardín ni me las planteo. De los tres dormitorios que pensaba en un principio iba reduciendo la idea a medida que consultaba en inmobiliarias y particulares hasta prácticamente quedarme en… asumir que la cosa me daba para aproximadamente un pallet de ladrillos. Definitivamente en Ciudad Real era imposible.
Pero en mi pueblo, a media hora de allí, la burbuja era más moderada. Se estaban construyendo pisos y oye, eran accesibles. El final de la cuenta vivienda me apremiaba así que, sin pensármelo mucho y más hastiada que convencida, decidí llamar a una promotora. Al día siguiente ya tenía apalabrado el piso. El cuerpo me temblaba pero se suponía que había hecho lo correcto, ¿no? ¿NO? Además todo el mundo me decía que al final me iba a alegrar. Al final… ¿Qué final? Si, claro, imagino que al morir a todos nos entrará alivio.
Hasta que me dan las llaves tomo la determinación de no hacer mucho caso al proceso, como si no fuera conmigo. Soy plenamente consciente de que tengo ninguna ilusión en este proyecto. A medida que pasan los meses más convencida estoy que no quiero vivir ahí pero no puedo parar ni retractarme. Dejo que todo siga su curso. Firmo la hipoteca con Caja Castilla-La Mancha justo un día después de que el estado la intervenga… Quién dijo miedo.
No sé si tardé más de una semana en colgarle el cartel de Se Vende a ese piso tan poco querido. Desde entonces, me he limitado a ir de vez en cuando a limpiarlo un poco. He pasado de odiarlo mucho a la indiferencia y a pensar de forma medio positiva que mientras tenga trabajo me puedo permitir sostenerlo y pagar el alquiler del lugar donde sí vivo. No se me ocurre qué hacer con él aparte de ponerlo en venta: no me apetece alquilarlo porque eso supone hacer una inversión inicial que no me merece la pena por el momento. He colgado el anuncio en páginas de venta de pisos. Al principio tuve posibles compradores pero ahora, nada. Asumo que si lo vendo perderé mucho dinero pero eso ya tampoco me importa.
Aplicando un principio medio espiritual, medio metafísico, mi piso puede representar la constatación física y evidente de otros posibles estancamientos vitales míos más sutiles e invisibles y puesto que yo, que no tengo otra cosa que hacer, aspiro a sentir la libertad plena o, al menos, a deshacer mis nudos, comprendo que para reconciliarme con lo invisible primero tengo que hacer lo propio con lo tangible.
Por esa línea iba la propuesta de mi Interlocutor-Inspirador mientras tomábamos café hace dos meses. Por eso mismo yo asumí el reto: para limar asperezas con este espacio físico mío que he desdeñado desde sus inicios y por ende, para quizá desbloquear los otros espacios más sutiles. Esta es la razón por la cual he decidido venirme a vivir aquí, aunque sea cuatro días, aunque no tenga ni luz, ni agua ni sofá ni cocina, a esta zona cero de mi desasosiego.
Consciente soy que no cambiará mi vida tras estos días pero la aventura, por raruna, me tienta. Y además está lo tentador de la NADA: el no tener NADA que hacer en un lugar que no tiene NADA. Sólo estar;  a lo sumo, escribir, casi apenas leer. Descansar, vaciarme o, vete tú a saber, lo que la vida me traiga… que muy probablemente sea NADA.

viernes, 12 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Un experimento personal

Fue hace algo más de un año, en un escenario inundado de azul y hablando de libros y gastronomía que Silvia me recomendó La Vida Simple de Sylvain Tesson entre otros títulos que me anoté en el cuaderno de viaje. Éste me hizo especial tilín, quizá porque estábamos constatando eso de la austeridad, de vivir cada vez con menos cosas.


Tardé casi tres meses en hacerme con él a tenor de la fecha que le coloqué en la primera página. También anoté ahí la historia de su compra: Recomendado por Silvia. Al librero, David, le llama la atención. Nos hacemos algunas recomendaciones. También me cuenta que acaba de dejar la construcción después de catorce años. Lloró de alegría cuando hace dos semanas le hicieron fijo en la librería.
Me pareció valiente el atrevimiento que supone el dejar lo seguro y aventurarse con un cambio de vida que en principio puede dar vértigo. Si escribí su historia con final feliz fue porque una parte de mi llevaba instalada mucho tiempo en el sentimiento de cambio y, aunque me alegré mucho por él, me dio envidia la osadía y el resultado de su decisión. Mi drama al respecto del mi sentimiento de cambio es que nunca me dirige a ningún lado y se queda ahí, como un ansia latente. Unos meses después me di cuenta de lo perjudicial que es hacerle caso a un impulso tan indefinido que sólo me empuja a escapar, a salir corriendo, a, como suele decirse, emprender huidas hacia adelante.
La Vida Simple comienza así: “Me había prometido vivir como ermitaño en el fondo de los bosques antes de cumplir los cuarenta años. Me instalé durante seis meses en una cabaña siberiana a orillas del lago Baikal […]. En el fondo de la taiga, sufrí una metamorfosis. La inmovilidad me dio lo que ya no me daba el viaje. Mi retiro se volvió el laboratorio de esas transformaciones. Todos los días consigné mis pensamientos en un cuaderno. Ese diario de ermitaño es lo que tenéis entre las manos”.
El protagonista de la experiencia vivió seis meses en Siberia y yo tardé un par de meses más en leerme el libro. Vergüenza me da admitirlo en redes sociales como esta en las que la gente que escribe lee muchísimo. Yo llevo muchos meses sin engancharme a una novela y ya dejé también hace tiempo los libros de crecimiento personal.
En su estancia a orillas del Baikal, Sylvain tuvo de vérselas con el invierno más crudo de la Tierra, pescó su propia comida, taló madera para calentar su cabaña, se enfrentó con los osos cuando entró la primavera, dio largas caminatas acompañado de sus perros, bebió como un cosaco casi cada noche, fue abandonado por su novia… y se enamoró de los matices que hacían que el escenario que se colaba a través de su ventana nunca fuera igual al del día anterior.
Confieso que me aburrí mortalmente con el libro1 pero por vergüenza torera quise terminármelo y gracias a eso me topé con un pasaje bellísimo al final que hizo que tantos meses de lectura hubieran merecido la pena. Es muy largo para reproducirlo aquí pero en él Sylvain habla de la felicidad que se esconde en la simpleza, en la no pretensión, en el silencio.
Si tan poco me apasionó el libro, ¿por qué hablo de él? Estos días lo tengo muy presente y es que yo también me he animado a retirarme. No me voy a la Taiga, no guardaré un rifle por si vienen los osos a atacarme, no veré pasar las estaciones del año pues serán apenas cuatro días. Pero tampoco tengo ni agua corriente ni electricidad y se trata del sitio más inhóspito que conozco, aquel del que llevo huyendo desde que llegó a mí. Es el espacio físico que más me ha angustiado, con el que más he dudado, el que siempre martillea mi cabeza y yo sin poder concluir qué hacer con él. No traigo rifle, no, pero vengo con la determinación de suavizar hostilidades. Ya no quiero sombras en mi ánimo.
Así pues, inspirada por Sylvain Tesson y su Vida Simple, me dispongo yo también a reflejar en un pequeño diario los pensamientos que me aborden aquí, en mi piso del pueblo. Ése que compré por error hace ya seis años.

1 Pero no es por él, soy yo.

miércoles, 10 de junio de 2015

Delirio febril


Ningún estado es definitivo. Si estoy sometida a los ciclos lunares y a mis ciclos hormonales; si soy producto de una educación, de un entorno, de una tierra; si mi actividad me modela y soy así de aleatoria; si la gente me condiciona… entonces ¿quién soy yo? 
La teoría que más me convence me dice que soy ese fragmento de pulso creativo que viaja más allá de mí pero que se impregna de mi experiencia y, como la mía, de otras miles de millones de experiencias para, a su vez, comprenderse, saberse, experimentar toda posibilidad.
En estos días febriles y alérgicos quiero, más que nunca, pararme. O quizá esa Fuerza que viaja a través de mí sea la que quiere pararse, experimentarse así. 
Y, ¿qué te aporto?, le pregunto. ¿Qué extraes de mi viaje?
Soy sólo un instrumento de la misma Vida; un quantum de conciencia formando parte, a su vez, de vete tú a saber qué entidad mayor. ¿De un Tejido Humano? Si así fuera, Vida, Fuerza, déjame que te diga que experimentas la enfermedad. Míranos si no: peleando entre nosotros. Somos nuestra propia enfermedad autoinmune. Invertimos nuestro mayor don, la creatividad, en autodestruirnos. Maquinamos, retorcidos, la forma con la que mejor matar y más rápido. O en su versión más ligera, de vencer, de llegar antes que el otro, que es lo mismo.
Experimentas a través de nosotros el cáncer y así, nos acumulamos y aglomeramos en asociaciones insanas, en familias insanas, en ciudades insanas. O será que quizá quieres experimentar el cómo nos sobreponemos a todo esto, el cómo nos superamos, nos retractamos y cambiamos.
¿Y conmigo? Quizá conmigo lo que querías era experimentar la duda, el miedo, la sensación de intrusismo… Si así fuera, Vida o Fuerza, me regodearé en ellas cuando lleguen. Sólo te pido que me ayudes a no resistirme.


Escribiendo "delirio" en google salen imágenes como ésta que ilustra el post. La escogida pertenece a esta página http://depsicologia.com/delirio-compartido-folie-a-deux/

lunes, 8 de junio de 2015

Nada


El cuerpo me pide NADA y la Vida, en su obediencia, se hace cómplice de mi deseo y me va regalando pequeños detalles para no privarme de experimentarla.
Me regala un virus, que no es que sea nada, sino que es algo aunque es tan pequeño que la ciencia lo tiene asimilado únicamente a unas pocas hebras de ADN, que casi es nada. Paradójicamente, esa casi-nada provoca reacciones en cadena en una entidad superior, que soy yo, creándole algo, el malestar, la fiebre, la congestión que, de nuevo paradójicamente (no sé si dos paradojas seguidas se convierten en algo o quizá ya no es nada), me crean un sentimiento de nada: los sonidos habituales se amortiguan y pasan a ser casi nada pero es que además apenas se escuchan los ruidos de dentro, los pensamientos, generando un placentero vacío que se aproxima, claro, a la nada.
En este estado tampoco tengo ganas de nada y, si me pongo purista, realmente no hay nada que hacer. Sucumbo a la nada legítima que me corresponde y paso, desde hace ya no sé cuánto tiempo, una tarde en la cama, en el vacío, en la Nada.
Se suma la ausencia de mi ordenador y con él casi toda posibilidad de escritura pues, a su vez, está afectado por otro virus, informático el suyo. Y así estamos los dos, convalecientes, pero él recibiendo su tratamiento en la tienda a la que lo llevé ayer mientras que para mí decido que mi cuerpo se cure solo. No me trato. Me dejo. No me doy nada. ¿Y si esta fiebre sirviera, cual hoguera de San Juan, para quemar lo inservible? ¿Y si este estado solo fuese un aliado más del plan de no hacer nada? En este delirio así lo creo y unas décimas no son suficientes como para romper la racha de muchos meses sin medicamentos. Dejo a mi cuerpo, pues, que se defienda sólo y yo me limitaré a vaciar el campo de su batalla con infusiones de jengibre, miel, limón… para que no interfiera nada en mis defensas naturales.
Mi mente se llenó de palabras, por eso ya casi tampoco leo. Las ganas de escribir, sin embargo, persisten. Aunque sean incoherencias como esta; aunque no hable de nada. Imagino que la escritura se convierte así en un canal para también dejarme vacía.
Nada. Crear espacios para que toda posibilidad encuentre su hueco. No hacer planes, no huir. Quedarme quieta, inmóvil, pero con los brazos abiertos para que no se me escape nada de lo que la vida me quiera traer. Pero no correr, no buscar. Al menos por un tiempo. Eso para mí es ahora la Nada.
Aun así la tentación es grande. Arrastro la inercia de un ansia de búsqueda que no ha parado de moverme pero que ahora me hastía, en parte. La otra parte sigue con su prisa por seguir llenando el hueco que yo quiero construir. Desconfiada ella.
Qué lucha. La batalla vírica también se libra a nivel emocional pero sólo se alimenta si yo quiero porque mi fuerza ahora, ya digo, se orienta hacia este agujero negro en el que quiero convertirme. ¿Pero lo practico realmente? No mucho. No: nada. Máxime si ahí en el fondo y si soy sincera, una sombra de expectativa corrompe esta intención de vacío. Es difícil, por tanto, practicar la Nada. La duda se cuela por las rendijas de este propósito tan primerizo y le inocula, como un virus, adjetivos que lo acercan a la pasividad, al pasotismo, a la desgana.

Y es que la Nada tal vez no sea tal pues lleva implícito el Todo, me retuerzo en el culmen del desvarío, pero algo me dice que al menos por ahora, si me pongo de su parte, estas ganas de nada me ayudarán a ordenarme, a limpiarme, a ver más claro. Ya vendrán tiempos de búsqueda activa y de nuevos emprendimientos. Tiempos en los que el Todo volverá para reemplazar a la Nada.