El que de niña
me gustaran los caballos como lo hacían, sin razón aparente y sin haber tenido
contacto con ellos, sólo me lo explico si considero que por debajo de la línea
del tiempo en la que vivimos existiera otra más compleja en la que todas las Lauras posibles, las pasadas, las
presentes y las futuras convivieran simultáneamente en infinitos multiversos
paralelos, como ocurre en la película Interestellar.
Aplicando los
principios de esta película a mi propia experiencia, la Laura
actual estaría comunicándose con la
Laura de cinco o
seis años contándole todo lo que aprendió hace unos días de los caballos. A su
vez, fruto de esta comunicación aconsciente e interdimensional, la Laura
de cinco o seis años desarrollaría entre otras cosas una simpatía y una empatía
tal por estos animales que le haría imposible, casi como si de una profanación
se tratara, el montar en los caballitos-pony de la feria debido quizá a que
también la Laura de la actualidad le habría inculcado que
los caballos no necesitan ser domesticados por el hombre y que ellos lo único
que quieren es vivir en paz, comer, regurgitar, rumiar, orientarse hacia los
lugares que les resultan más cómodos y en definitiva, ser y estar. Sin más
pretensión.
Las Lauras que siguieron a aquella Laura de cinco o seis años conservaron
esa afinidad por lo equino de una forma lo suficientemente intensa como para
que la Laura de hace un mes se decidiera a pasar unos
días en el campo, tras semanas de atosigante trabajo dentro y fuera del plano
laboral, en compañía de caballos y de gente querida para tratar así de darle
cuerpo y entidad a aquella simpatía infantil por estos animales, cerrando y
dejando atrás con ello un ciclo de comunicación inter-Lauras que, a su vez, continúa girando de forma infinita
hasta el fin de los días en alguna dimensión paralela de la cual espero salir
pronto.
La rimbombancia
de los párrafos que acabas de leer solo puede explicarse si nos atenemos a que
gran parte de citoplasma de mis neuronas está plagado de corpúsculos de lo
absurdo y a que no sé sintetizar ni simplificar cuando abordo ciertos asuntos
muy personales y profundos. Pido disculpas por la petulancia y me dirijo a lo
concreto.
Uno de los recuerdos
más agradables y vívidos de ésta, mi reciente experiencia con caballos, está
fundido en blanco: el blanco del pelo de una de las yeguas a la que observé tan
de cerca que mis ojos parecían condenados a no fijarse más allá de su cuello.
La teoría que nos fueron explicando acerca del comportamiento de estos animales
se volvía insignificante ante la presencia de ese cuerpo tan enorme y pacífico:
son animales de presa… defienden su
espacio vital…viven en el presente pues deben estar alerta… en estado salvaje se mueven en manada y
siguiendo al que más sabe…Y todo eso es verdad pero no deja de quedarse
corto al lado de la presencia neutra del
animal, que se prestaba tranquilo a cepillados, caricias y silencio.
Parte de la manada*
(y yo sigo sin saber cómo se ponen comentarios en las fotografías)
Fuimos a experimentar
que los caballos nos sirven como espejos para observar la forma en que nos
relacionamos. Parece rebuscado
pero no lo es. Alguna vez ya he escrito por aquí que cuando uno está por
aprender o buscar algo lo encuentra en casi cualquier cosa que observe: los
posos del café, por ejemplo. Pero frente a los posos del café, el reflejo del
caballo presenta el salto cualitativo que ofrece su cuerpo vivo perfectamente
sustentado por el presente. Es como estar delante de ti mismo pero en tu
versión más pura y sincera. Frente a ese espejo, tus pensamientos rebotan
intactos hacia ti para que los escuches por una vía diferente a la que sueles
hacerlo y así, el caballo se convierte en un maestro compasivo y paciente. Es
la única forma en que puedo explicármelo, ahora que tras varios días a mi mente
le ha dado tiempo a generar las palabras que pueden aproximarse a describir la
experiencia. Mientras todo sucedía, sin embargo, me quedé muda. Algo más fuerte
que yo sabía que cualquier cosa dicha solo serviría para mancillar el momento.
El espejo
funciona. Ya sólo con aproximarte a la manada es posible que algún pensamiento
jactancioso del tipo lo van a flipar
estos caballos en cuanto llegue yo y sientan mi presencia comience a darte
pistas de la basurilla que escondes debajo de tus alfombras. En la respuesta
del caballo puedes experimentar algo que ya sabías como concepto: que no eres
el centro del universo, con lo que sólo si quieres tener contacto, y siempre
que ellos te permitan acceder a su espacio vital, serás tú el que humildemente
tendrás que acercarte y aceptar el rechazo si es que este se produce.
Aprenderás entonces, volviendo a sacarte del centro de la creación, que el que
el animal se vaya significa que: el animal se va, sin más, quizá porque estará
mejor a un metro de distancia de donde ahora se encuentra, por ejemplo. Y eso
no tiene que ver contigo, de verdad.
Dejando a un
lado los ejemplos personales expresados a modo de generalidad, los caballos me han
demostrado cosas que ya conocía: del
respeto por su espacio vital, me reafirmo en que es mejor no ser invasiva y darme
cuenta de cuando lo estoy siendo, pero también en que es importante que me
respete cada vez que quiera o no quiera hacer algo: expresarlo en el momento.
De su forma de vivir en manada verifico el hermanamiento y otra vez el respeto,
en este caso, por el que más sabe y dejarse llevar por él; de su estado de
alerta, el estar presente…
Pero, como
ellos, y quizá porque soy caballo según el horóscopo chino, también soy
rumiante y el verdadero alimento de aquellos días ha venido después, tras haber
regurgitado algo que observé en el comportamiento de uno de los caballos. Un
gesto en principio inocuo. Habíamos dejado de lado los mimos y el cepillado y
nos fuimos al paddock para caminar con él. Enganchados en una cuerda, teníamos
que guiarlo y darnos un garbeo los dos juntos. Así nos entrenábamos en el
concepto de liderazgo. Al principio no estaba muy interesada en la actividad,
aún narcotizada por el sobo que le había dado a la yegua, pero un compañero me animó y,
primero a desgana, accedí. Parecía fácil, sólo tenía que dirigirme sin dudar a
un lugar, al que sea. El caballo, confiado, me seguiría puesto que me considera
el líder; sólo hacía falta que yo le diera unos toquecitos a la cuerda que nos
unía. Al principio, bien. Paseo hacia el otro lado del paddock. El caballo para
cuando yo lo hago. Fácil. Toca dar la vuelta, me pongo frente a él, le doy los
toquecitos y el caballo se queda inmóvil. Tiro un poco más fuerte y nada. Me
doy cuenta que lo quiero forzar a mi voluntad y desisto. Entonces caigo en la
cuenta de que no he marcado ningún rumbo, que sólo estoy frente a él queriendo
que se venga conmigo, pero a ningún lugar en concreto. Vuelvo a centrarme, me
pongo a su lado, miro al frente, otra vez le doy un suave toque a la cuerda y
allí estamos los dos otra vez, caminando uno al lado del otro. Sin ninguna
resistencia.
De nuevo iniciando el camino juntos*
Ahora que lo
escribo, sin pretenderlo de antemano, me sale una nueva conclusión aplicable a
la vida en pareja o a actitudes perniciosas que pueden aparecer cuando uno se
enamora o se fija en alguien (ponle el nombre que quieras), con ganas de
atrapar al otro sólo por… ¿orgullo? Cómo son los caballos, reflejando a tope
aunque una no quiera.
En realidad lo
que he estado rumiando estos días ha sido otra cosa y tiene que ver con la
dirección, con el rumbo. En efecto, cuando consulté lo que me había pasado con
el caballo, la respuesta fue que si él no
tiene claro adónde quieres ir, mejor se queda quieto. Muy bien. Una vez en
casa, entre otras imágenes, se me repite una y otra vez la de ese caballo
quieto, mirándome y yo empeñada en traerlo hacia mí. El rumbo, mi rumbo… Y por primera vez veo que llevo
muchos años orientando mi rumbo hacia objetivos de humo y que cuando he clamado
por un sentido cuando me he sentido falta de él, en realidad todo mi ser me
reclamaba para que sintiera en suelo bajo mis zapatos. Mis ojos se abren entonces
atónitos al admitir que en muchos aspectos me he dedicado a alimentar fantasías
que me han sacado del presente. Que, fruto de eso, he vivido más intensamente
dentro que fuera de mi imaginación. Que he mirado muchas veces con desdén mi
realidad y por tanto a quien en ella habitara, dándole más peso a esa otra vida
que estaba por aparecer y que era tan cambiante como el interés que en cada
momento tuviera. Un rumbo cambiante y efímero, eso es lo que me ha tenido
revoloteando como una moscarda aturdida al final del invierno.
No trata, pues, tu compañero Anhelo de
encontrar un rumbo, lo que seguiría suponiendo una huída hacia delante, me
sigue diciendo mi maestro caballo desde su calma, sino de encontrarlo mirando a los ojos a lo que te acompaña;
agradeciendo aquello a lo que te dedicas; sentir cómo crujen las hojas que
pisas; amar a quien te rodea. Enraizarte en tu propia realidad y darle la
solidez que tú misma le has quitado. Sentir que no hay que llegar a ningún lado.
Era fácil pero cuántos niveles de comprensión hay en un mismo concepto. Esto
mismo hoy lo saboreo con otro gusto.
Ese caballo
inmóvil me sigue diciendo que sólo se puede saltar si el impulso lo tomas sobre
un suelo firme por eso ahora aprendo a cuidar con mimo mis espacios,
abrillantando las veces en que los consideré simples lugares de transición. Me
dan ganas, entonces, de pedir perdón por las veces que me he ensimismado
mientras hablaba contigo, contigo y también contigo; por las veces en que me he
quejado por nada; por haberle dejado sitio a la frustración en el banco desde
donde me siento de vez en cuando a contemplar la vida.
No es un
lamento, todo esto que hoy cuento, en realidad estoy muy contenta. Es bueno el
jugo que saqué de la experiencia y es que no todos los buenos jugos tienen que
ser dulces.
Ya es hora de ir
terminando mi escrito. Además es que siento que tengo que hacer un viaje.
Desplazarme a otra dimensión y decirle a la Laura
de cinco o seis años que no le pierda nunca el rastro a los caballos, que son
seres hermosos, que son maestros. Es la única pista que de momento puedo decirle a
esta pequeña Laura que está empezando a
pensar, vete tú a saber por qué, que la fantasía es mucho más hermosa que la
realidad.
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No me hacen falta los caballos para saber cuándo soy harto cansina por eso termino con esta canción de El Kanka, porque se os nota en la cara que estáis deseando que acabe para... para hincharos de... aplaudiiiir.
* Esta entrada ha sido editada porque después de publicar, me mandaron estas fotos.
Hija me gusta mucho tu ESRITURA Lo que mas es que tu estes FELIZ Te quiero un beso.
ResponderEliminarGracias, madre.
EliminarRumbo? Que dificil es a veces saber hacia donde dirigirnos! Menos mal que muchas veces el destino nos hace un guiño y nos orienta! Besos desde el Duero
ResponderEliminarPues sí, menos mal. Y además nos tiene que pillar espabiladas porque igual está ahí el destino, el pobre, dejándose los párpados y nosotros empeñados en vete tú a saber qué.
EliminarBesos Guadianiles.
Creo que los caballos nos lo inculcan de pequeños, luego unos mas, otros menos, siguen disfrutándolos. Los "rumbos" los tomamos nosotros, ni caballos, ni el perro del vecino, ni la chica que duerme al otro lado de la cama; aunque siempre está bien como excusa para echarle la culpa a alguien por las meteduras de pata.
ResponderEliminarLo de la canción... Bueno.
Me encanta tu comentario tan desapasionado... jajaja. Me veo en la necesidad de aclarar que espero que se entienda que soy responsable de mis rumbos, sólo faltaría. Pero a veces una imagen, vivencia, un libro, un amigo, un caballo, o un comentario te pueden hacer ver tus errores o tus cabezonerías. Eso quería decir.
EliminarA mi la canción me gusta mucho. Pero las opiniones son como los culos: cada uno tiene el suyo.
Eso suele pasarnos cuanto nos encontramos ante los animales que vienen en una libertad más ommenos relativa: que, efectivamente, nos ponen en nuestro sitio. Ya vendrán, si quieren venir. Y hasta que comprendemos eso, nos quedamos un poco mustios.
EliminarPor unas cosas y por otras, he vivido mucho tiempo con animales cerca. Y salvo los perros, que son de natural aficionados a los humanos, a los demás hay que ganárselos. Lo cual no siempre es fácil. Por suerte para ellos, tal vez: no somos precisamente una especie de fiar.
Así es. No sé ni como se siguen acercando a nosotros.
EliminarYo, por el contrario, nunca he tenido animales de más entidad que un pajarito quizá por eso me impresionan tanto ahora.
Saludos!