La vida va demasiado deprisa
para mi ritmo de escritura
L.S.
Si a mi me dicen
que alguien se va a una casita tranquilamente a pasar unos días a un entorno
idílico acompañado por sus libros y por las ganas justas de darle a
las teclas del ordenador, lanzaría un suspiro anhelante diciendo para mis
adentros ¡me lo pido! Y me pondría a
soñar con una escena en la que el ser en cuestión yacería en un sofá con manta
de cuadros encima, iluminado a medias por el resplandor de la chimenea y por la
luz bajita de una lámpara de mesa, leyendo muy concentrado mientras el canto de
los grillos compitiera afuera con el crepitar del fuego adentro…
Cuando el
transcurrir de los acontecimientos conducía de forma inexorable hacia la
materialización de esa imagen conmigo en el papel protagonista, me veía así, en
posición horizontal sobre un sofá ajeno, degustando libro, café calentito y
calor de lumbre, sin más incomodidad que la que me provocaran de vez en cuando
mis esfínteres… Pero lo que no preví fue que esa escena sólo se habría dado en
el caso hipotético de estar sola de verdad y es que, optimista de mí, por un
momento olvidé que no soy una sino
habitáculo de entidades de personalidad libre y máxima inoportunidad a las que
les encanta complicar la belleza de lo simple. He aquí la narración de los
hechos que me llevaron a descubrir al indeseable polizón que quiso perturbar
mis santos días.
Todo comenzó en ese momento, ya con el maletero cargado, en el que hice una parada
técnica en el centro comercial justo antes de enfilar la carretera. Enganché un
par de paquetes de pan, una caja de leche y vuelta al coche. Al sentarme frente
al volante algo no encajaba, me sentía incómoda. Sin ser yo la princesa del
guisante, noté que algo pasaba bajo mis nalgas, ¿se habría desajustado el
asiento? ¿Qué extraña perturbación, escurridiza a mis ojos, se había materializado
en el otrora mullido relleno? ¿Acaso tratábase de un kleenex tamaño foulard olvidado en los bolsillos del
pantalón? Una escueta palpación de mi culo fue suficiente para echar al traste
esta hipótesis con lo que archivé momentáneamente el caso y arranqué el coche.
A los pocos
minutos el paisaje tornaba casi sin transiciones a un verde brillante. Mi
corazón hizo inocentes amagos de regocijarse pero algo contundente e invisible
se lo impedía. Continué con la estrategia de hacer caso semi-omiso a este otro
raro acontecer pero, al mismo tiempo, en mi cabeza comenzaban a resonar ecos de
un disco muy antiguo, de ritmo pegadizo y letra cambiante según fase vital. El hit actual sonaba tal que así:
Vamos que irte sola en semana santa… Todo el
mundo deseando juntarse con los suyos, ¿y tú? Si al menos estuvieras haciendo
algo más acorde a tu edad…criando hijos, por ejemplo.
Maldita sea, no
puede ser. Subí la radio, que ya empezaba a dar visos de pérdida de señal, y
traté de engañarme a mi misma desviando la atención hacia pequeños regalos para
la vista que me iba ofreciendo el paisaje, como la composición de ocres de
aquellas rocas en la ladera del bajo monte, o esa otra planicie que siempre me
sobrecoge y me transporta a muchos, muchos kilómetros de aquí, o de repente,
ese río de caudal inaudito para lo que llueve por esta tierra, o las encinas
esparcidas a muy pocos metros de donde ya me tocaba aparcar.
Mi benefactora y
su marido se acercaron sonrientes cuando me vieron salir del coche. Yo tardé en
reconocerlos, aturdida como iba por las curvas y el regomello que ya llevaba encima. Me dieron las llaves, las últimas
indicaciones y se despidieron, pues ellos tampoco se quedarían en el pueblo. Es
decir que iba a estar sola, sola. O eso creía yo…
Mientras me
instalaba e intercambiaba mensajes de visita finalmente frustrada con mis
amigas, el zumbido interno continuaba, ahora ya con evidente persistencia: Cuando termines, ¿qué vas a hacer? Deberías
salir a dar un paseo un rato. No te irás a quedar aquí dentro con el día que
hace…
Claro, es
verdad, tenía que salir sin demora. Mira qué tarde tan buena. Comí las lentejas
casi sin darme cuenta, movida por la prisa del tamborileo mental y salí presto
a satisfacer sus órdenes esperando que la naturaleza ayudara a que el vacío
fuera encontrando hueco en mí. Contraída y contrariada por el inesperado
runrún, fue el miedo el que finalmente encontró la vía libre: ¿y si me sale un
perrazo de la nada y me devora? ¿Y si me pica algún bicho venenoso y me quedo
aquí tirada en el camino? No me he traído el DNI, ¿cómo van a identificarme (y
cuándo) los lugareños? ¿Se habrá desintegrado mucho mi cuerpo hasta que mi
familia pueda venir al levantamiento del cadáver? Al menos terminaré mis días
en un lugar bonito…
Pero la
principal fuente de parloteo seguía inasequible al desaliento. ¿Hasta cuándo
piensas estar andando? ¿No deberías ya estar de vuelta para ponerte a hacer un
poco de yoga?
Se jodió el paseo... |
Uy sí, el yoga…
Lo que podría haber sido un paseo placentero con margaritas, vacas y encinas
por doquier, se transformó en un ansia por llegar a la casa. A ver si con el
yoga encontraba la calma… Y me puse a ello. Y cuando más concentración
necesitaba, el ente volvió con una nueva consigna: En lugar de esta serie deberías haber hecho una buena meditación, ahora
que tienes tiempo…Y cuando me disponía a meditar…
Además de la serie, ¿también vas a
meditar? ¿No va a ser mucho tiempo ya? Deberías cenar, ¿no tienes hambre?
Parece fácil
darse cuenta que uno está poseído por algo, pero no lo es. Además, la criatura
ya había mermado mis energías lo suficiente como para ni siquiera sospechar de
su compañía. Sólo me quedaba combustible para seguir obedeciendo los mandatos
de mi verdugo: Deberías escribir un poco,
que tienes muchos escritos retrasados. Deberías tener ya tu propia familia.
Deberías acostarte, es muy tarde. Mañana deberías salir temprano a ver el mesto…
Qué pesadilla,
yo no había venido a esto. Qué lejos estaba la nada que yo buscaba. ¿Por qué
teniéndolo todo a mi favor, no me sentía libre? ¿A qué se debía esa ansia
inesperada por llenar todos los huecos? Harta, decidí aplicarme la medicina que
últimamente utilizo cuando el mal mental tiende inexorablemente a lo terminal o
a lo mortal: el bailoteo loco. Y cual yonqui, busqué entre mis carpetas la
canción necesaria, la que se cuela por mis huesos sin permiso, la que me
contorsiona sin importarle coordinación o estética motora, la que, eones atrás,
escuché por primera vez de la mano de Priscila, reina del desierto:
Mucho más
tranquila tras el frenesí, tocaba, por fín, ración de lectura. Retomaría
Walden. Me cercioré de que el decorado estuviera a punto: la chimenea encendida
y con suficientes troncos como para aguantar un buen rato, el sofá enfrente en
perfecto ángulo, la mantita suave a mis pies, la cena en el estómago, la cocina
recogida… Sólo faltaba la salida a escena de la protagonista, yo, para que
empezara a proyectarse la película que había planeado semanas antes. Me tumbé,
me tapé, abrí Walden y sin haber acabado la primera página…
- Deberías
estar leyendo los libros chinos, mira qué buen momento…
- Pero…
- …O a Thich Nhat
Hanh, a ver si te enseña cosas de la nada…
- No puede ser…
- O Un Mundo
Feliz, anda que no te quedan clásicos por leer…
- ¿Cómo no me
había percatado antes?...
- Porque el
Thoreau este te va a volver más ermitaña y lo que tú deberías hacer es ponerte
a criar hijos ya mism…
- ¡DEBERÍA!, ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO AQUÍ?
¡HAZ EL FAVOR DE SUBIR AL CONSCIENTE AHORA MISMO, QUE VAMOS A TENER UNA BUENA
CONVERSACIÓN TÚ Y YO!
- ¡Ups!
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