No era la
primera vez que me tocaba vérmelas con Debería pero nunca antes habíamos
hablado a solas, pues acostumbra a acompañarse de personajes como su inseparable
Presión Social. Suerte la mía porque juntos son unos gamberros... Sospecho que
Debería es el cabecilla de una panda de entidades emocionales que
lo consideran su guía, un Moisés de lo inconsciente con su tabla de Los Diez
Mandatos grabadas a fuego en las paredes donde deben estar escritas mis
creencias.
Mientras Debería
recorría el arduo camino hacia el consciente, yo esperaba
más cabreada que una mona, no sólo porque me había fastidiado las primeras
horas de retiro, también porque a estas alturas seguía dejándome llevar por sus
insinuaciones. Sus constantes órdenes continuaban activando la falsa creencia de
que nunca hago nada bien, y cuando mis obras se desvían de sus preceptos es
mucho peor pues la perorata sigue siendo tan repetitiva y el cacareo de su
pandilla de acólitos tan estridente, que sólo el puño firme de la consciencia y
la voz suave del corazón pueden hacerle frente.
Pero en ese lapso también me
dio tiempo a reconocer que sólo se trata un ente obsoleto que trabaja en
automático. Como un viejo juguete de cuerda que sólo hace una cosa. El malote
de la pandilla siempre alza la voz para esconder su enorme vulnerabilidad... Así, despacito volví
a enfundar las armas que había preparado para la contienda, sabedora que Debería
y todos los demás también aportan a la construcción de todo esto que soy; a su
manera sólo quieren protegerme. Por mi parte admito que muchas veces me valgo
de ellos para refugiarme y desoír las llamadas de una libertad tan anhelada
como insondable y abismal.
- Ya estoy aquí, ¿qué
quieres?- Muy cerca de mi cara, una
entidad de asustados ojos grandes y bracitos en jarras se mostraba con una
actitud de infantil desafío.
- Hola Debería,
¿cómo estás?- Traía un tic en el ojo, estaba incómodo. Él esperaba pelea y el
saludo le pilló a contrapié. Aún así, con la boca chica, activó su disco
rallado:
- Yo bien… pero tú,
¿qué haces, ejem, aquí sola?
- Debería,
gracias por querer ayudarme.
- Esto… ¿no crees
que… mmm… deberías estar haciendo… otras cosas?
- Tranquilo que
no tienes que seguir por ahí.
- ¿Qué quieres de
mí entonces?
- Pues ya, nada.
En este enorme silencio tu voz ha sonado más fuerte que nunca y me he dado
cuenta de que tan absurdo es que no me dejes leer tranquila como que me
sugieras que no vivo como tú crees que tendría que hacerlo.
Contrariado, se
desencaramó de mi pecho y se sentó cabizbajo en el sofá. Puesto que no tiene
como atributo el razonamiento ni la lógica sino la repetición mecánica de
preceptos socioculturales, estaba confuso y, sorprendentemente, un poco
avergonzado mientras relataba cual beata: date prisa si no quieres que se te pase el arroz…, adecenta
tu piso de una vez…, alquilar es tirar el dinero… Pero yo ya lo
miraba con ternura y aunque supe que siempre estaría dentro de mí, verlo así
fue como atarle unas pesas en sus piernecitas invisibles: seguiría
irremediablemente tratando de armar bulla por mi psique pero mucho más despacio
que antes.
Entonces, ya sí,
el día siguiente amaneció luminoso y yo me fui a pasear sin el peso de su
presencia mientras él se quedaba rezagado, caminando con las manos enlazadas en
su espalda y mirándome con una mezcla de pena, resignación y enfado. Aliviada, en
los días que siguieron fui familiarizándome con mi instinto, y la curiosidad y
el afán de aventura salieron de su letargo. No quería dejarme nada sin pisar,
sin sentir, sin tocar. Quería llevarme a casa cada rincón, cada piedra, cada horizonte.
Me convertí en una ávida cazadora de colores y en mis oídos ya sólo resonaba el
canto de los pájaros y el crujir de mis pisadas.
Empaticé con los
animales y, ante el ladrido de los perros, me mostraba inofensiva; ante el
voraz apetito de las ovejas, sólo les ofrecí silencio; ante el miedo de las
vacas hacia mi especie, mantuve las distancias. Mi estrategia era el respeto
por ese juego de equilibrios engarzados que es la naturaleza y evitar al máximo
que mi presencia lo perturbara.
Y después, ya te
lo conté, la alegría se apoderó de mis huesos y ya no había música más deliciosa
que la del silencio, manjares más ricos que mis lentejas ni meditación más poderosa
que mantener la lumbre encendida. Tras más de un mes soy un poco más libre que
antes de irme a aquel pueblo. Sin duda lo más importante que allí me ocurrió
fue encontrarme Debería. Desde entonces ha vuelto varias veces pero ya no
reacciono con tanta frustración ni corro deprisa para atender sus mandatos.
Ahora, cuando su letanía comienza, mi recuerdo vuelve a aquel sofá frente al fuego
en el que prendió una luz sobre la figura de Debería.
El Debería es Satán. A mi me tiene frito y muy frustrado. Voy a bucarme ese pueblo o uno parecido.
ResponderEliminarSi quieres las señas, no tienes más que pedirlas. Pero me da que parte de la vida consiste en reconciliarse con tanto personaje interno. A por ello (oé)!
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