Elisa, ¿me amaste alguna vez?
Elisa se quedó
inmóvil con la mano que sujetaba el mechero a medio camino entre las velas y su
propio cuerpo. En el silencio que acababan de engendrar fue capaz de escuchar el
sonido del resorte que ya se preparaba para soltar un resuelto claro-por-qué-me-dices-eso-ahora-Federico.
Fue entonces cuando se fijó por primera vez en mucho tiempo en los ojos de su
marido, que ahora le inquirían pacientes tras la tarta de su sesenta
cumpleaños. Desde luego, aquello no era un deseo de cumpleaños al uso.
La suya tuvo la
magia de cualquier otra historia si se pasa por alto que sus mundos hasta
entonces habían estado separados por un océano. Elisa volaba en la nube del
éxito inesperado de su primer libro, un ensayo que proponía un nuevo paradigma
en las relaciones afectivas y que, por lo novedoso de la propuesta, pronto se
extendió con el favor de las redes sociales primero y con el olfato de un sagaz
editor, después. La ola cruzó el Atlántico y la editorial pronto le animó a participar
en un encuentro de escritores noveles en el Ateneo, un antiguo teatro de corte
clásico transformado en enorme y atractiva librería a mitad de la calle Santa
Fe de Buenos Aires.
La oferta fue
irrechazable y, aunque sentía que el traje de escritora le quedaba un poco
ancho, Elisa atravesaba sin dudas todas las puertas que el destino tenía a bien
abrirle. Al tiempo se despedía de los años de soledad tras su ruptura con Jorge
y su agotadora sensación de querer avanzar sin saber muy bien adónde. Tenía gracia
que todas aquellas anotaciones surgidas para tratar de entender su separación
la hubieran conducido hasta ese estado tan pleno del que ahora disfrutaba. Quizá
se tratara de una particular y cósmica revancha a la tristeza.
Fede Martínez era
el empleado que la editorial había asignado a Elisa Llop para atenderla en sus
primeras horas en Argentina. El encargo era muy simple: recoger a la escritora
valenciana que llegaba de madrugada, acercarla hasta su hotel y acompañarla
hasta el Ateneo. Allí se reunirían con todos los invitados, el resto de
escritores, periodistas y editores. Sencillo, si no fuera porque a última hora Karina,
su ex y traumatóloga de guardia en el hospital Cecilia Grierson, tuvo que
acudir urgentemente a su puesto por un choque múltiple de varios vehículos en
la salida hacia Mar del Plata. No tenía más remedio que quedarse con Alejandra.
Andaba por eso un poco azorado en el hall del aeropuerto de Ezeiza, sosteniendo
con una mano el letrero donde se leía el nombre de la escritora y con la otra agarrando la de su hija que, lejos de rendirse al madrugón, daba saltitos a su
lado y preguntaba una y otra vez que dónde estaba España, que si su amiga Julia
le había dicho que toda la gente del hemisferio norte era rubia, que cuántos
son diez mil kilómetros… Elisa apareció trastabillando con su enorme maleta
azul. No necesitó ningún gesto suyo para saber que era ella a quien buscaba.
De pronto
recordó cuando se vieron por primera vez. Él la esperaba en el aeropuerto con
Alejandra de la mano. Para ser honesta, entre turbulencias y cortas cabezadas,
sobrevoló el océano ideando y desechando argumentos propios de una novela de
Danielle Steel con el que sería su acompañante. Quizá lo dejo para el segundo
libro, reía para sí. Por eso al verlo con la niña se rindió a la insistente ironía
de la realidad, mucho más ocurrente que sus limitados y ñoños pensamientos. En
cualquier caso aquello la relajó y, espabilada como estaba por el cambio de
hora, le pidió a Fede que, si era posible, no la dejara en el hotel. Tampoco
quería obligarle a que se quedara con ella si tenía que atender a la niña, sólo
le pidió que le recomendara una buena cafetería al lado de algún parque en el
que pudiera descansar, leer o estirar las piernas.
A Federico le
sorprendió encontrarse con todo lo contrario a una diva y por supuesto le dijo
que no la dejaría sola. Alejandra tampoco quería irse, fascinada con el acento
de aquella mujer que saciaba todas sus cuestiones sobre los europeos, así que le
propuso dejar el equipaje en el hotel y después caminar por las calles
adoquinadas de San Telmo y perderse entre los colores del barrio de Boca y
Caminito…
… No era justo
responderle con frases hechas. Elisa supo enseguida que su marido le hablaba
del amor que ella perfiló en las páginas de su ensayo... Se dio cuenta
que tampoco con Fede estuvo a la altura de sus reflexiones o que tal vez hubiera idealizado
el sentimiento mientras se curaba de las heridas que se hizo al lado de Jorge. Sólo
aquel día fue capaz de admitirse que no fue tan inocente como proclamaba en su
tratado sobre relaciones. Iba predispuesta a amar, sí, pero también a escapar
del tedio y a darle un portazo en las narices a su desamor y a su pasado. Y justo
apareció Fede, con su niña tan linda de la mano, menudo, tímido al principio,
risueño y atrevido después; contándole del tiempo tan difícil que atravesaban
desde la llegada del nuevo presidente, el descontento de casi todos los
estratos sociales, de la nueva revolución que ya se fraguaba en aquella
Argentina dividida. Pero también, mientras comían empanadas en la orilla del río
Matanza, compartieron sus amores, rieron de la tibieza de sus ilusiones, ahora
que ambos rondaban los cuarenta y discutieron si Sabina o Serrat podían
compararse a Soda Stereo y los Fabulosos Cadillacs.
Fue difícil no
querer más, seguir hurgando en los secretos y la belleza de aquel enorme país;
traducir los silencios de Fede, la historia detrás de sus ojos; eludir lo que
vibraba en ella cuando algún acordeón le susurraba al oído las letras de Gardel.
Como difícil fue admitir que cada día que pasaban juntos incumplía algún
precepto de su único libro. Su relación
soñada se fundía entre los cojines del sofá donde al anochecer miraban
silenciosos la televisión y suspiraban por noticias de Alejandra. No
compartieron grandes proyectos ni se revelaron todos los misterios del cosmos con
su unión. Sólo fueron dos más. Dos como tantos, con la particularidad de que
hasta entonces les había separado un océano. Pero le gustaba estar con Fede y seguir
imaginando un mundo distinto a través de la melodía de su verbo. Predispuesta o
no, inocente o no, tenía la certeza de que ni San Telmo, ni Caminito ni Soda
Stereo habrían sido lo mismo sin él.
Suspiró, encendió
las últimas velas y abrió el corazón para responder a su marido.
Planeé un viaje lleno de actores secundarios que se
transformaron en protagonistas cuando encarnaron en mi historia. Estoy
aprendiendo que hay guiones que al materializarse son infinitamente mejores que
la idea que los concibió.
Este relato está dedicado a Mariana, a Walter, a Fede,
a Alejandra, a Fede-2, a Mari, a
Julia, a Pepe, a Jorge y a Karina que me acogieron, agasajaron y trataron suavemente en todas las transiciones de una aventura que me llenó de caricias y
mate el corazón.
Ciertas preguntas son peores que un disparo a quemarropas...
ResponderEliminarSaludos,
J.
Y, ¿verdad que no tendría porqué serlo si siempre fuésemos sinceros?
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