martes, 13 de junio de 2017

La duda

Elisa, ¿me amaste alguna vez?
Elisa se quedó inmóvil con la mano que sujetaba el mechero a medio camino entre las velas y su propio cuerpo. En el silencio que acababan de engendrar fue capaz de escuchar el sonido del resorte que ya se preparaba para soltar un resuelto claro-por-qué-me-dices-eso-ahora-Federico. Fue entonces cuando se fijó por primera vez en mucho tiempo en los ojos de su marido, que ahora le inquirían pacientes tras la tarta de su sesenta cumpleaños. Desde luego, aquello no era un deseo de cumpleaños al uso.
La suya tuvo la magia de cualquier otra historia si se pasa por alto que sus mundos hasta entonces habían estado separados por un océano. Elisa volaba en la nube del éxito inesperado de su primer libro, un ensayo que proponía un nuevo paradigma en las relaciones afectivas y que, por lo novedoso de la propuesta, pronto se extendió con el favor de las redes sociales primero y con el olfato de un sagaz editor, después. La ola cruzó el Atlántico y la editorial pronto le animó a participar en un encuentro de escritores noveles en el Ateneo, un antiguo teatro de corte clásico transformado en enorme y atractiva librería a mitad de la calle Santa Fe de Buenos Aires.
La oferta fue irrechazable y, aunque sentía que el traje de escritora le quedaba un poco ancho, Elisa atravesaba sin dudas todas las puertas que el destino tenía a bien abrirle. Al tiempo se despedía de los años de soledad tras su ruptura con Jorge y su agotadora sensación de querer avanzar sin saber muy bien adónde. Tenía gracia que todas aquellas anotaciones surgidas para tratar de entender su separación la hubieran conducido hasta ese estado tan pleno del que ahora disfrutaba. Quizá se tratara de una particular y cósmica revancha a la tristeza.
Fede Martínez era el empleado que la editorial había asignado a Elisa Llop para atenderla en sus primeras horas en Argentina. El encargo era muy simple: recoger a la escritora valenciana que llegaba de madrugada, acercarla hasta su hotel y acompañarla hasta el Ateneo. Allí se reunirían con todos los invitados, el resto de escritores, periodistas y editores. Sencillo, si no fuera porque a última hora Karina, su ex y traumatóloga de guardia en el hospital Cecilia Grierson, tuvo que acudir urgentemente a su puesto por un choque múltiple de varios vehículos en la salida hacia Mar del Plata. No tenía más remedio que quedarse con Alejandra. Andaba por eso un poco azorado en el hall del aeropuerto de Ezeiza, sosteniendo con una mano el letrero donde se leía el nombre de la escritora y con la otra agarrando la de su hija que, lejos de rendirse al madrugón, daba saltitos a su lado y preguntaba una y otra vez que dónde estaba España, que si su amiga Julia le había dicho que toda la gente del hemisferio norte era rubia, que cuántos son diez mil kilómetros… Elisa apareció trastabillando con su enorme maleta azul. No necesitó ningún gesto suyo para saber que era ella a quien buscaba.
De pronto recordó cuando se vieron por primera vez. Él la esperaba en el aeropuerto con Alejandra de la mano. Para ser honesta, entre turbulencias y cortas cabezadas, sobrevoló el océano ideando y desechando argumentos propios de una novela de Danielle Steel con el que sería su acompañante. Quizá lo dejo para el segundo libro, reía para sí. Por eso al verlo con la niña se rindió a la insistente ironía de la realidad, mucho más ocurrente que sus limitados y ñoños pensamientos. En cualquier caso aquello la relajó y, espabilada como estaba por el cambio de hora, le pidió a Fede que, si era posible, no la dejara en el hotel. Tampoco quería obligarle a que se quedara con ella si tenía que atender a la niña, sólo le pidió que le recomendara una buena cafetería al lado de algún parque en el que pudiera descansar, leer o estirar las piernas.
A Federico le sorprendió encontrarse con todo lo contrario a una diva y por supuesto le dijo que no la dejaría sola. Alejandra tampoco quería irse, fascinada con el acento de aquella mujer que saciaba todas sus cuestiones sobre los europeos, así que le propuso dejar el equipaje en el hotel y después caminar por las calles adoquinadas de San Telmo y perderse entre los colores del barrio de Boca y Caminito…
… No era justo responderle con frases hechas. Elisa supo enseguida que su marido le hablaba del amor que ella perfiló en las páginas de su ensayo... Se dio cuenta que tampoco con Fede estuvo a la altura de sus reflexiones o que tal vez hubiera idealizado el sentimiento mientras se curaba de las heridas que se hizo al lado de Jorge. Sólo aquel día fue capaz de admitirse que no fue tan inocente como proclamaba en su tratado sobre relaciones. Iba predispuesta a amar, sí, pero también a escapar del tedio y a darle un portazo en las narices a su desamor y a su pasado. Y justo apareció Fede, con su niña tan linda de la mano, menudo, tímido al principio, risueño y atrevido después; contándole del tiempo tan difícil que atravesaban desde la llegada del nuevo presidente, el descontento de casi todos los estratos sociales, de la nueva revolución que ya se fraguaba en aquella Argentina dividida. Pero también, mientras comían empanadas en la orilla del río Matanza, compartieron sus amores, rieron de la tibieza de sus ilusiones, ahora que ambos rondaban los cuarenta y discutieron si Sabina o Serrat podían compararse a Soda Stereo y los Fabulosos Cadillacs.
Fue difícil no querer más, seguir hurgando en los secretos y la belleza de aquel enorme país; traducir los silencios de Fede, la historia detrás de sus ojos; eludir lo que vibraba en ella cuando algún acordeón le susurraba al oído las letras de Gardel. Como difícil fue admitir que cada día que pasaban juntos incumplía algún precepto de  su único libro. Su relación soñada se fundía entre los cojines del sofá donde al anochecer miraban silenciosos la televisión y suspiraban por noticias de Alejandra. No compartieron grandes proyectos ni se revelaron todos los misterios del cosmos con su unión. Sólo fueron dos más. Dos como tantos, con la particularidad de que hasta entonces les había separado un océano. Pero le gustaba estar con Fede y seguir imaginando un mundo distinto a través de la melodía de su verbo. Predispuesta o no, inocente o no, tenía la certeza de que ni San Telmo, ni Caminito ni Soda Stereo habrían sido lo mismo sin él.
Suspiró, encendió las últimas velas y abrió el corazón para responder a su marido.
Adoquines pintados por los alumnos de la Escuela Pedro de Mendoza
Barrio de Boca

Planeé un viaje lleno de actores secundarios que se transformaron en protagonistas cuando encarnaron en mi historia. Estoy aprendiendo que hay guiones que al materializarse son infinitamente mejores que la idea que los concibió.
Este relato está dedicado a Mariana, a Walter, a Fede, a Alejandra, a Fede-2, a Mari, a Julia, a Pepe, a Jorge y a Karina que me acogieron, agasajaron y trataron suavemente en todas las transiciones de una aventura que me llenó de caricias y mate el corazón.


2 comentarios:

  1. Ciertas preguntas son peores que un disparo a quemarropas...

    Saludos,

    J.

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    Respuestas
    1. Y, ¿verdad que no tendría porqué serlo si siempre fuésemos sinceros?

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