miércoles, 1 de abril de 2015

Diego (o devaneos con el presente en un rato cualquiera)

No lo tenía previsto pero al final me ha convenido quedarme a trabajar esta tarde para completar el horario semanal. Eso trastoca un poco el plan inicial de irme a casa a comer y dedicarme a mis cosas el resto de la tarde. No me importa mucho: el día está para no desperdiciarlo así que comeré en el parque que hay detrás de mi trabajo.
No sé si se debe al mediodía o que precisamente coincide con que mucha gente ya estará de vacaciones, pero se respira una calma nítida en el camino a pie hasta el bar del centro comercial donde voy a pedirme un bocadillo. Tal vez el que hayan cambiado la hora también hace que esta luz y este cielo no sean los que acostumbro a ver en la transición de mi jornada partida. Tiene este momento una dosis de extrañeza suficiente como para que los sentidos se alineen con el silencio que se esconde entre el ruido de los coches esporádicos y mis propios pasos.
Llego al centro comercial y a mi mente le da por inspirarse en dos extraños con los que me cruzo para volcarme una idea: mira esos cuerpos, nuestros cuerpos, son el habitáculo temporal de un trozo de la vida. Y de repente sus risas compartidas carecen de sentido y yo sólo veo materia amontonada y móvil por la gracia de esa chispa que es la nos lleva y nos trae, nos mueve y juega colocándonos ante situaciones más o menos difíciles. Un juego para ella, claro. Pequeños-grandes dramas para nosotros.
Me siento lúcida y en el trayecto que me queda hasta la barra del bar los artículos expuestos en las tiendas aledañas palpitan queriéndome decir algo muy grande. Me siento, maldita sea, casi a punto de fundirme con el todo. Pero no es momento para experimentar la vacuidad y si tengo que iluminarme quiero que sea en un lugar más íntimo.
Llego al bar y dudo un rato ante la oferta de bocatas. Al final, aun a riesgo de tener que beberme toda el agua que hay pendiente de analizar esta tarde, elijo anchoas con tomate. Para llevar, por favor.
La suerte de estar a la afueras es que hay despilfarro de espacio y todo es ancho. El parque al que me dirijo, también. Llego un poco acalorada y me siento en un banco. Enfrente hay unos árboles sin bautizar para mí, como casi todos salvo el olivo, la encina y el ciprés. Lo que sé de éstos es que ahora, en la primavera, huelen igual que dos muñecas que mis tíos de Madrid me regalaron de pequeña. En ésta época le salen una especie de pimientos de los de secar y colgar debajo de unos ramilletes de flores blancas. Así que así los denomino en mi interior: los árboles de los pimientos que huelen a mis muñecas. Me vale.

Si alguien sabe su nombre, que lo diga

El bocadillo va menguando entre mis manos y yo me recreo en este silencio. No tengo nada más que hacer y me maravillo con permitirlo, tan acostumbrada como estoy a que mis espacios estén completos. O yo a completarlos.
Al lado del parque hay una residencia de ancianos. Desde ahí se va acercando uno de ellos, un hombre, con su andador. Viene despacito. Sé que su trayectoria va a pasar muy cerca del banco en el que estoy… no me hace falta la física para inferirlo: estoy sola hasta donde veo del parque y suelo ser carne de cañón para interpretar el papel de interlocutora con la gente ajena de la tercera edad. Así es. Cuando me ve comiendo me dice: - Ahí, haciendo por la vida, ¿eh?- Me lo tiene que repetir tres veces porque el hombre no vocaliza muy bien y yo no sé qué me quiere decir. – Ah, claro-, miro el bocadillo. -Haciendo por la vida, sí-. Me río. Dice adiós con un gesto y se aleja.
Observo el habitáculo de su cuerpo aún poseída por la revelación de hace quince minutos. ¿Qué hacemos con el cuerpo que nos toca? Puede ser nuestra cruz o nuestro templo. Mira el de ese hombre: al final se le ha torcido la columna. Quizá sus esfínteres ya no retengan lo que hace unos años. Desde luego que somos responsables de hacer que la inevitable degeneración del cuerpo sea lo más digna posible. Sigo observando su espalda, que se aleja lentamente y la idea de la separación cuerpo-vida-o alma me ayuda para quitarle hierro a los sufrimientos que nos asignamos. Total, es temporal. Total, pertenecen a este tiempo efímero en que vamos a habitar este cuerpo. Están asociados a él, a las células que lo componen y como él, degeneran, se van pudriendo poco a poco. Y su hedor se propaga. Nos atormentan. Y luego, se esfuman.
Respiro y vuelvo la vista a los árboles de pimientos colgantes. Pienso engañosamente en el presente. Qué bien se está en el presente. ¿Estoy en el presente? Que va, ilusa. Desde el momento en que estás viendo la realidad que te rodea en forma de escrito, ya no estás en el presente. Y es que llevo todo este rato observando a través de las frases con que me gustaría describir este trozo de tiempo, ésa es la verdad. Y eso ya no es el presente. Escríbelo si quieres pero luego no aparentes lo que no es. A veces soy muy dura conmigo, sobre todo cuando me pongo un poco chulita.
Fin del bocadillo de anchoas. Echo el primero de muchos tragos de agua. Me quedaré un rato más aquí, aún me sobra tiempo antes del volver al trabajo. Experimento la temperatura perfecta, me adormece el canto de los pájaros; todos los tópicos de la primavera se concentran en este espacio y gracias a que no tengo alergia puedo disfrutarlos. Se lo tengo que agradecer a este cuerpo que me ha tocado, vaya que sí. O quizá a la gestión que llevo a cabo con él me vanaglorio, muy absurda.
El abuelo vuelve por mi derecha y ya sé las intenciones que trae. Sólo pido que no sea demasiado cansino. En efecto, se sienta conmigo en el banco. Espero a que comience con una perorata sobre su vida, pero no. Se queda callado a mi lado. Le saco un poco la conversación de qué buena tarde hace y otras generalidades de ascensor. Utilizo un tono que me exaspera a mi misma, como si le hablara a un niño. Después, frente a la máquina de café pienso que si llego a vieja y me encuentro lúcida, voy a escribir un manual cargado de ironía y mala baba que se llame “Cómo hablarle a un viejo” para cantarles las cuarenta a esos soberbios en la edad adulto-productiva que se creen los reyes del mambo.
Tras otro silencio un poco incómodo para mí a tenor de que no sé qué hacer con mis manos ni con mis piernas, le pregunto el nombre. – Diego-, me responde. - Anda, como un primo mío-, le replico aún con ese tonillo infantiloide. Su respuesta es una mirada callada directa a mis ojos. Se la mantengo un poco de tiempo, no sé por qué. Ahora es él el que pregunta y las suyas son más directas que mis frases hechas. Que qué hago aquí; que donde trabajo. Que si soy joven. – Bueno-, le confieso mi edad sin miramientos, -éso ya depende de quién lo vea-. - Ah, ya vas p´alante-, responde. Me río. - Pues sí-. - ¿Estás casada?- Sin paliativos. Me encanta la gente mayor. - No, no estoy casada-. Y le voy con otra generalidad: que eso ya no se lleva. - Pues claro-, me responde. - A ver para qué te quieres casar-… y farfulla algo más pero no le entiendo.
- Bueno, Diego, pues me tengo que ir, que el deber me llama-. Al levantarme noto que la bota me ha rozado un poco. Será el calor. - Adiós guapa. Mañana será otro día-. Esta obviedad me suena a invitación.
Conforme me separo sé con certeza que hoy me va a apetecer escribir sobre estos escasos cuarenta y cinco minutos. Ya completamente fuera del presente trato de imaginarme un final tipo chim-pun, como me suele gustar que terminen los post: una idea cierra y da sentido a todo lo anterior. Le daré más boato a la frase final de Diego; me haré un poco la mojigata como preguntándome si no me habrá pedido una cita a su modo.
Pero qué pereza me da hoy terminar así. Las historias, como los cuerpos, sólo empiezan y terminan para nosotros. El tiempo que las contiene y soporta, como la vida, son eternos. Sólo que nosotros aún no lo hemos terminado de comprender.



4 comentarios:

  1. Me resulta muy curioso esto que consigue la escritura, o por lo menos la buena escritura: que ese presente que a ti no te lo parecía del todo porque lo estabas viviendo en diferido a través del lenguaje, gracias a ese mismo lenguaje a mí se me hace presente cuando ya es tu pasado. Un trabalenguas, lo sé, pero ¿ a que me entiendes? Viene muy a cuento de lo que dices de la vida dentro del cuerpo: el tuyo estará en otra parte, durmiendo, desayunando o estirando cada uno de sus miembros, pero esa chispa de vida se ha quedado en tus palabras y ahora también está aquí, en Granada.

    Dicho lo cual, ¿ anchoas? Qué hardcore eres bajo tu apariencia de dulzura.

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    1. Anchoas, ya ves... ese momento presente descrito paró justo antes de que empezaran los ardores, jajaja.
      Sí que es un trabalenguas, pero también me parece una hermosura tal y como lo cuentas. Trocitos de presente vagando atemporalmente por todos los tiempos, siempre que haya unos ojos que quieran posarse en ellos y fijarlos una vez más.
      Gracias Silvia!

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  2. Muy bueno eso de "la gestión del cuerpo". Una gestión que a veces se tuerce, tanto en los que buscan exclusivamente los placeres como en los que buscan exclusivamente la mortificación: deportistas, y ese tipo de gente. Por desgracia, la cosa suele depender de cómo viene uno de fábrica, más que de cualquier otra cosa.

    Pero en fin, supongo que un saludable equilibrio entre placeres y deportes será lo más aconsejable. De todos modos, estoy seguro de que los venerables Diegos que por el mundo pululan -y a cuyo mundo todos perteneceremos, si no cascamos antes- saben, en su sabiduría, que la salud mental es mucho más importante; y que en esa salud se incluye un axioma para mí fundamental: lo real no es vivir mucho, sino vivir bien. Vamos, que hay que llegar al otro lado con un buen expediente, denso antes que extenso. De lo contrario, en la próxima vida no habremos avanzado mucho.

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    1. Me gusta eso del expediente denso antes que extenso, es verdad. Pero sin caer en el ansia, con el matiz del "vivir bien" que has apuntado. ¿Y qué es vivir bien? Ahí ya el arte de cada cual, la sinceridad, la coherencia, el atrevimiento, el no-miedo... Uf, esto da para otro post (y muchos más).
      Gracias, Paseante!

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