No lo tenía
previsto pero al final me ha convenido quedarme a trabajar esta tarde para
completar el horario semanal. Eso trastoca un poco el plan inicial de irme a
casa a comer y dedicarme a mis cosas el resto de la tarde. No me importa mucho:
el día está para no desperdiciarlo así que comeré en el parque que hay detrás
de mi trabajo.
No sé si se debe
al mediodía o que precisamente coincide con que mucha gente ya estará de
vacaciones, pero se respira una calma nítida en el camino a pie hasta el bar del
centro comercial donde voy a pedirme un bocadillo. Tal vez el que hayan
cambiado la hora también hace que esta luz y este cielo no sean los que
acostumbro a ver en la transición de mi jornada partida. Tiene este momento una
dosis de extrañeza suficiente como para que los sentidos se alineen con el
silencio que se esconde entre el ruido de los coches esporádicos y mis propios
pasos.
Llego al centro
comercial y a mi mente le da por inspirarse en dos extraños con los que me
cruzo para volcarme una idea: mira esos
cuerpos, nuestros cuerpos, son el habitáculo temporal de un trozo de la vida.
Y de repente sus risas compartidas carecen de sentido y yo sólo veo materia
amontonada y móvil por la gracia de esa chispa que es la nos lleva y nos trae,
nos mueve y juega colocándonos ante situaciones más o menos difíciles. Un juego
para ella, claro. Pequeños-grandes dramas para nosotros.
Me siento lúcida
y en el trayecto que me queda hasta la barra del bar los artículos expuestos en
las tiendas aledañas palpitan queriéndome decir algo muy grande. Me siento,
maldita sea, casi a punto de fundirme con el todo. Pero no es momento para
experimentar la vacuidad y si tengo que iluminarme quiero que sea en un lugar
más íntimo.
Llego al bar y
dudo un rato ante la oferta de bocatas. Al final, aun a riesgo de tener que
beberme toda el agua que hay pendiente de analizar esta tarde, elijo anchoas
con tomate. Para llevar, por favor.
La suerte de
estar a la afueras es que hay despilfarro de espacio y todo es ancho. El parque
al que me dirijo, también. Llego un poco acalorada y me siento en un banco. Enfrente
hay unos árboles sin bautizar para mí, como casi todos salvo el olivo, la
encina y el ciprés. Lo que sé de éstos es que ahora, en la primavera, huelen
igual que dos muñecas que mis tíos de Madrid me regalaron de pequeña. En ésta
época le salen una especie de pimientos de los de secar y colgar debajo de unos
ramilletes de flores blancas. Así que así los denomino en mi interior: los árboles de los pimientos que huelen a mis
muñecas. Me vale.
Si alguien sabe su nombre, que lo diga
El bocadillo va
menguando entre mis manos y yo me recreo en este silencio. No tengo nada más
que hacer y me maravillo con permitirlo, tan acostumbrada como estoy a que mis
espacios estén completos. O yo a completarlos.
Al lado del
parque hay una residencia de ancianos. Desde ahí se va acercando uno de ellos,
un hombre, con su andador. Viene despacito. Sé que su trayectoria va a pasar
muy cerca del banco en el que estoy… no me hace falta la física para inferirlo:
estoy sola hasta donde veo del parque y suelo ser carne de cañón para
interpretar el papel de interlocutora con la gente ajena de la tercera edad.
Así es. Cuando me ve comiendo me dice: - Ahí, haciendo por la vida, ¿eh?- Me lo
tiene que repetir tres veces porque el hombre no vocaliza muy bien y yo no sé
qué me quiere decir. – Ah, claro-, miro el bocadillo. -Haciendo por la vida, sí-.
Me río. Dice adiós con un gesto y se aleja.
Observo el
habitáculo de su cuerpo aún poseída por la revelación de hace quince minutos. ¿Qué
hacemos con el cuerpo que nos toca? Puede ser nuestra cruz o nuestro templo.
Mira el de ese hombre: al final se le ha torcido la columna. Quizá sus
esfínteres ya no retengan lo que hace unos años. Desde luego que somos
responsables de hacer que la inevitable degeneración del cuerpo sea lo más
digna posible. Sigo observando su espalda, que se aleja lentamente y la idea de
la separación cuerpo-vida-o alma me ayuda para quitarle hierro a los
sufrimientos que nos asignamos. Total, es temporal. Total, pertenecen a este
tiempo efímero en que vamos a habitar este cuerpo. Están asociados a él, a las
células que lo componen y como él, degeneran, se van pudriendo poco a poco. Y
su hedor se propaga. Nos atormentan. Y luego, se esfuman.
Respiro y vuelvo
la vista a los árboles de pimientos colgantes. Pienso engañosamente en el
presente. Qué bien se está en el presente. ¿Estoy en el presente? Que va, ilusa. Desde el momento en que estás
viendo la realidad que te rodea en forma de escrito, ya no estás en el presente.
Y es que llevo todo este rato observando a través de las frases con que me
gustaría describir este trozo de tiempo, ésa es la verdad. Y eso ya no es el presente.
Escríbelo si quieres pero luego no
aparentes lo que no es. A veces soy muy dura conmigo, sobre todo cuando me
pongo un poco chulita.
Fin del
bocadillo de anchoas. Echo el primero de muchos tragos de agua. Me quedaré un rato más aquí, aún me sobra
tiempo antes del volver al trabajo. Experimento la temperatura perfecta, me
adormece el canto de los pájaros; todos los tópicos de la primavera se
concentran en este espacio y gracias a que no tengo alergia puedo disfrutarlos.
Se lo tengo que agradecer a este cuerpo que me ha tocado, vaya que sí. O quizá a la gestión que llevo a cabo con él
me vanaglorio, muy absurda.
El abuelo vuelve
por mi derecha y ya sé las intenciones que trae. Sólo pido que no sea demasiado
cansino. En efecto, se sienta conmigo en el banco. Espero a que comience con
una perorata sobre su vida, pero no. Se queda callado a mi lado. Le saco un
poco la conversación de qué buena tarde hace y otras generalidades de ascensor.
Utilizo un tono que me exaspera a mi misma, como si le hablara a un niño. Después, frente a la máquina de café pienso que si llego a vieja y me encuentro lúcida, voy a escribir
un manual cargado de ironía y mala baba que se llame “Cómo hablarle a un viejo” para cantarles las cuarenta a esos
soberbios en la edad adulto-productiva que se creen los reyes del mambo.
Tras otro
silencio un poco incómodo para mí a tenor de que no sé qué hacer con mis manos
ni con mis piernas, le pregunto el nombre. – Diego-, me responde. - Anda, como
un primo mío-, le replico aún con ese tonillo infantiloide. Su respuesta es una
mirada callada directa a mis ojos. Se la mantengo un poco de tiempo, no sé por
qué. Ahora es él el que pregunta y las suyas son más directas que mis frases
hechas. Que qué hago aquí; que donde
trabajo. Que si soy joven. – Bueno-, le confieso mi edad sin miramientos, -éso
ya depende de quién lo vea-. - Ah, ya vas p´alante-,
responde. Me río. - Pues sí-. - ¿Estás casada?- Sin paliativos. Me encanta la
gente mayor. - No, no estoy casada-. Y le voy con otra generalidad: que eso ya no se lleva. - Pues claro-,
me responde. - A ver para qué te quieres casar-… y farfulla algo más pero no le
entiendo.
- Bueno, Diego,
pues me tengo que ir, que el deber me llama-. Al levantarme noto que la bota me
ha rozado un poco. Será el calor. - Adiós guapa. Mañana será otro día-. Esta
obviedad me suena a invitación.
Conforme me
separo sé con certeza que hoy me va a apetecer escribir sobre estos escasos
cuarenta y cinco minutos. Ya completamente fuera del presente trato de
imaginarme un final tipo chim-pun,
como me suele gustar que terminen los post: una idea cierra y da sentido a todo
lo anterior. Le daré más boato a la frase final de Diego; me haré un poco la
mojigata como preguntándome si no me habrá pedido una cita a su modo.
Pero qué pereza
me da hoy terminar así. Las historias, como los cuerpos, sólo empiezan y
terminan para nosotros. El tiempo que las contiene y soporta, como la vida, son
eternos. Sólo que nosotros aún no lo hemos terminado de comprender.
Me resulta muy curioso esto que consigue la escritura, o por lo menos la buena escritura: que ese presente que a ti no te lo parecía del todo porque lo estabas viviendo en diferido a través del lenguaje, gracias a ese mismo lenguaje a mí se me hace presente cuando ya es tu pasado. Un trabalenguas, lo sé, pero ¿ a que me entiendes? Viene muy a cuento de lo que dices de la vida dentro del cuerpo: el tuyo estará en otra parte, durmiendo, desayunando o estirando cada uno de sus miembros, pero esa chispa de vida se ha quedado en tus palabras y ahora también está aquí, en Granada.
ResponderEliminarDicho lo cual, ¿ anchoas? Qué hardcore eres bajo tu apariencia de dulzura.
Anchoas, ya ves... ese momento presente descrito paró justo antes de que empezaran los ardores, jajaja.
EliminarSí que es un trabalenguas, pero también me parece una hermosura tal y como lo cuentas. Trocitos de presente vagando atemporalmente por todos los tiempos, siempre que haya unos ojos que quieran posarse en ellos y fijarlos una vez más.
Gracias Silvia!
Muy bueno eso de "la gestión del cuerpo". Una gestión que a veces se tuerce, tanto en los que buscan exclusivamente los placeres como en los que buscan exclusivamente la mortificación: deportistas, y ese tipo de gente. Por desgracia, la cosa suele depender de cómo viene uno de fábrica, más que de cualquier otra cosa.
ResponderEliminarPero en fin, supongo que un saludable equilibrio entre placeres y deportes será lo más aconsejable. De todos modos, estoy seguro de que los venerables Diegos que por el mundo pululan -y a cuyo mundo todos perteneceremos, si no cascamos antes- saben, en su sabiduría, que la salud mental es mucho más importante; y que en esa salud se incluye un axioma para mí fundamental: lo real no es vivir mucho, sino vivir bien. Vamos, que hay que llegar al otro lado con un buen expediente, denso antes que extenso. De lo contrario, en la próxima vida no habremos avanzado mucho.
Me gusta eso del expediente denso antes que extenso, es verdad. Pero sin caer en el ansia, con el matiz del "vivir bien" que has apuntado. ¿Y qué es vivir bien? Ahí ya el arte de cada cual, la sinceridad, la coherencia, el atrevimiento, el no-miedo... Uf, esto da para otro post (y muchos más).
EliminarGracias, Paseante!