- Qué lástima-. Con
ese punto final cerraba el relato de todos sus recuerdos. Después se giraba hacia la ventana, los brazos
cruzados sobre su pecho generoso y, olvidando que yo seguía junto a ella bajo
las faldas del brasero, revivía sin drama escenas remotas con el aplomo de
quien ya descubrió que el futuro luminoso sólo escondía presente simple.
Que en sus
tiempos mi tía Dolores se atreviera a afrontar su vida sola le hizo rodearse de
un halo de misterio entre los vecinos del pueblo, pero yo nunca la oí quejarse
de su destino, todo lo contrario, ella se entregaba a sus días con la
dedicación de un orfebre, preocupándose lo justo por el mañana y por los
chismes que la tildaban de bruja. Quizá por eso su gesto siempre era amable, casi
condescendiente. Y sin embargo, yo también me encontraba entre los que a veces
dudaban de que esa calma no fuera impostada ni de que su corazón no guardara siquiera
un resquicio de dolor por la temprana pérdida de Juan.
El único novio
que se le conoció a mi tía murió trágicamente en la casa de mis abuelos el día en
que anunciaban su casamiento. Mis primos y yo trasteábamos por la casona cuando
escuchamos el golpe tremendo y después, los gritos de mi madre y sus hermanas,
la carrera de mi padre y mis tíos con el cuerpo de Juan en volandas, la mirada
impasible de mi tía Dolores… Desde entonces, un tupido silencio creció entre
nosotros como un miembro más de la familia.
- Tía, nunca te
lo he dicho, pero me acuerdo a menudo del día en que Juan se murió-. Fui la
primera sorprendida al escuchar mis propias palabras abriéndose camino entre la
espesura. Desvió su mirada desde la ventana hacia mis ojos. Ninguna señal que
indicara sobresalto. –Teresita… Teresa, Juan no se murió. A Juan le dejé
morir-. Sin recuperarme aún por haber perforado el veto silencioso, su
respuesta estalló en mi cabeza decidida a llevarse consigo el misterio que
rodeaba a mi tía Dolores. - Pero tía, ¿por qué dices eso? Todos estábamos allí.
Mi padre vio a Juan subirse a la tapia del corral. Y en la tapia había grava y
ladrillos rotos. ¿Cómo podías tú haber provocado su muerte?- Hija-, me
interrumpió- ¿y tú sabes por qué se subió?- Negué con la cabeza. -Quizá te
parezca una tontería, vistas las consecuencias, pero todo comenzó con un juego.
Por nuestro compromiso, Juan me dijo que me quería tanto que se dejaría caer de
espaldas desde lo que quedaba de la tapia confiando en que yo le sostendría.
¿Alguna vez jugaste a eso, Teresa?- Se me erizó la piel de todo el cuerpo. -Estaba
muy enamorado. Y yo… yo me quedé inmóvil, mirando desde un lado sus ojos
cerrados y su sonrisa mientras caía-.
El relato me
transportó de nuevo hacia la casa de mis abuelos, a los gritos de las mujeres,
a la mirada perdida de Dolores. - ¿Y por qué, tía?, ¿es que no lo querías?- Ella continuó, su voz grave, sin acentos. - Me
dio pena por él y su familia, eran buena gente, pero no lo sentí por mí ni por
lo que no llegó a ser-. Sobrecogida, sin reconocer a la mujer que tenía frente
a mí, trataba de acomodar su historia en el entramado de sentimientos que me
unían a ella. - Teresa, quizá lo entiendas un poco mejor si te cuento que antes
de Juan fue José, el único hombre en mi vida del que estuve enamorada-.
Nos conocimos de
casualidad, en tiempos en que el abuelo rendía cuentas a la dictadura en la
cárcel de Carabanchel. Aquel bendito día, el primero en que salí de la
provincia, me tocó acompañar a la abuela en la visita pues mis hermanas andaban
muy ocupadas preparando la boda de tu madre. José era el más joven de los funcionarios;
un saludo y su mirada azul bastaron para enamorarme. Yo, casi una niña, creí que
esa electricidad era la señal que estaba esperando y que tras esos ojos
aguardaba el resto de mi vida. A la vuelta de Madrid comenzó un año de correspondencias,
todos los días me escapaba a la oficina de correos con un ansia de noticias que
me desgarraba. Las cartas de José eran los ladrillos con los que yo construía
mi mundo.
Tiempo después
volví a acompañar a la abuela, sería la última vez pues al abuelo ya sólo le
quedaban dos meses de internamiento. Estaba nerviosa como no recuerdo haberlo
estado jamás. José ya no era el que abría las puertas, ahora ocupaba la mesa de
una pequeña oficina. Pedí permiso a mi madre para quedarme en la recepción y
así encontrarnos. Cuando lo vi aparecer por el pasillo pensé que iba a
desmayarme, aunque su imagen era algo diferente a la que yo conservaba: se
había hecho más hombre, parecía más cansado y sus ojos esquivos ya no eran tan
brillantes. Regresé al pueblo con el corazón golpeado por la duda; me hice daño
empeñándome en mantener el hilo quebradizo que nos unía. Sufrí mucho, Teresa,
mis ilusiones se desvanecían entre esperas y lágrimas.
Mientras tanto volvimos
a ser una familia completa con el regreso del abuelo, y mis hermanas, las tías,
se iban casando. Pasábamos tardes enteras hilvanando proyectos y vestidos de
novia. Yo callaba y cosía, no fuera que descubrieran mi voz quebrada, y sonreía
si alguien entonaba algún “Dolores, ¿y tú para cuándo?”. Al poco, la casa
empezó a llenarse con vuestros nacimientos, la vida seguía su orden natural,
repitiéndose de la misma manera en cada una de mis hermanas.
Cuando menos lo
esperaba, apareció Juan y, porque ya tocaba, consentí ante su insistencia;
porque era lo suyo, nos hicimos novios; porque correspondía, nos prometimos.
Pero Teresa, yo ya sabía lo que eran las esperanzas rotas y también sabía, con
todos sus recodos, cuál era el camino que me tocaría recorrer con él. En
aquellas tardes lentas de costura, secos ya mis ojos por José, entumecidas mis manos
por los bordados de cinco vestidos de novia, me pregunté si no habría otro
destino para las mujeres y si perseguirlo ciegamente no sería una parte grande del
dolor que sufríamos. Ese interrogante me acompañó en cada abrazo furtivo de
Juan, en cada paso que dábamos juntos. Decidió subirse a la tapia para
demostrarme su amor y ahí mis dudas se disiparon. La lucidez me dejó inmóvil
justo cuando Juan se dejó caer… Qué lástima.
Me costó un rato
darme cuenta que dos lágrimas me corrían por las mejillas delante de esa anciana que, con los brazos cruzados sobre su pecho, volvía de nuevo la vista
hacia la ventana de la calle. En ese perfil arrugado creí vislumbrar a una
joven Dolores dejando que naciera su nuevo futuro en aquella tapia de la casa de mis abuelos.
Dolores, un año después de la muerte de Juan |
En el Laboratorio Clandestino de Un Cuarto Propio esta vez experimentamos con El Secreto.
Muchas gracias a mi amiga y artista María por la foto de su tía, musa sin pretenderlo.
Has despertado mi más viva curiosidad en el relato. Hacía mucho que no me pasaba. Gran escritora y gran historia. ¡Cómo cambia la película dependiendo de con qué lente se vea! ¡Bravo!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, querida Anónima ;)
EliminarY tanto que cambia la peli. Siempre hay alguna razón. Y siempre creemos que tenemos la razón.
Besos!
Algunos rasgos nos persiguen aún cuando neguemos los mismos... Más aún dentro de la familia, allí sí que no hay salida.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Es nuestro caldo de cultivo, difícil escapar o encontrar otra perspectiva diferente a la de la familia. Pero no imposible.
EliminarHabía confundido su nombre con el de un amigo pero ya he comprobado que no era así. Muchas gracias por visitar mi página. Me ha agradado que provenga del país que voy a visitar en breve por vez primera.
Saludos!
Es real?
ResponderEliminarMe agrada la pregunta porque indica que el relato cumple su ilusión de "veraz". Es ficción, se lo acalaro además por si usted formara parte de las fuerzas de seguridad del estado, o algo.
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