Harta de dar tumbos por
tantos apartamentos de alquiler, decidí darle a mi vivienda un cariz más
definitivo. El
momento de la Laura adulta en quien
hasta hace poco recaían todas las proyecciones de futuro, había llegado por fin. Tomé conciencia de
ello el día en que, sobre la bici, a punto de ser arrollada por un taxi loco,
imaginé el titular del periódico local durante las temblorosas pedaladas que siguieron: Mujer de treinta y dos años muere en aparatoso accidente en el cruce de
Alcántara con Calatrava. De toda la hipotética noticia, una palabra resonó
con más fuerza que las demás: Mujer. –Mujer… ¿yo?-, y acto seguido, algo en mi interior replicó,
-pues claro, ¿es que aún no te has dado cuenta de que ya lo eres?- Desde
aquella iluminación dejé de autodenominarme chica,
traté de hacerme digna depositaria de tal nombre y me dispuse con alegría a indagar qué
suponía eso de ser mujer. En ausencia de referencias válidas a mis
pareceres, concluí que para mí ser mujer significaba coherencia entre mis
pensamientos, sentimientos y actos.
Así que empecé a materializar todo aquello que siempre había soñado y que permanecía guardado en el cajón
del futuro luminoso que nunca parecía llegar. De ahí la mudanza desde mi
pequeño y frío apartamento al ático por el que llevaba meses suspirando cada vez que atravesaba la urbanización de camino al trabajo. El letrero fluorescente de “se alquila” centelleaba como el sol y me sabía al dedillo sus recovecos de tantas veces como lo había visitado en idealistapuntocom… Lo quise sin muebles para que nada dentro me
resultara ajeno. La mujer que ya era construía su nido desde la primera ramita.
No miré precios cuando compré el sofá fucsia y la mesa de despacho de cristal;
no escatimé en una buena hamaca para la terraza ni en el colchón viscoelástico
con canapé, y en la cocina monté la barra color morado con taburetes altos que
siempre había querido. Era un nido sin macho ni polluelos, era mi nido de
maderas blancas y amplia cristalera con vistas a la sierra. Era la primera casa
a la que no tuve que adaptarme. Era, por fin, mi hogar.
A la semana de instalarme
volví al trabajo. Mientras me las organizaba para sacar la bici a la calle, de
la casa de enfrente salía una vecina, también con una bici. La mía negra, la
suya blanca. Yo morena de pelo rizado. Ella rubísima de cabellos lacios.
Respondió a mis buenos días con una
mirada lejana que parecía atravesarme. No me dijo nada. Abordé la calle hacia
la izquierda, ella a la derecha. -No me habrá oído-, pensé. Mi día transcurrió
como siempre, resolviendo incidencias y lamentándome a ratos de llevar tanto tiempo
en un trabajo que no me satisfacía, ¿en qué estaba yo pensando cuando decidí
estudiar empresariales si a mí lo que me gustaba era la biología? Ése fue el
primero de una serie de tropiezos vitales que me convirtieron en quien ahora
era. Ni la carrera elegida, ni mi novio de entonces, ni el trabajo que vino
después fueron nunca de mi completo agrado. Por suerte, rompí con lo que pude y
desde hace un tiempo yo, mujer, me entrenaba en dejar las pataletas para los niños y afrontar mi realidad mirándola a la cara y aprendiendo a ser feliz en ella.
De regreso a casa encarrilé
la calle con mi barra de pan en la cesta de la bici. Por el otro extremo, una
figura avanzaba hacia mí, también montada en bicicleta. Era la vecina, que
volvía con la compra en su cesta, al parecer teníamos el mismo horario. Paramos
cada una en nuestra puerta con movimientos simétricos, casi ensayados. La
saludé y ella me devolvió otra vez esa mirada que no expresaba nada. -Debe
tener mi edad-, calculé mientras subía las escaleras, -y si no fuera tan rubia
ni su piel así de transparente, hasta diría que nos parecemos-. Las
coincidencias con mi vecina se sucedieron los días siguientes, siempre en
simétrica sincronía. A la ida y a la vuelta del trabajo se añadió nuestra gemela visita
al gimnasio los martes y los jueves; aunque íbamos al mismo, ella prefería
llegar por la ruta norte, y yo por la del sur de la ciudad. A mí
me gustaban las cintas de correr orientadas hacia la ventana, a ella, hacia la
pared. Por el espejo del gimnasio me daba cuenta que nuestro ritmo era el mismo, con simétricas zancadas. Intenté iniciar conversaciones muchas veces dadas
las evidentes casualidades pero nunca, nunca, me miraba ni me sonreía, se
limitaba a girarse hacia un lugar parecido al que yo ocupaba pero a muchas millas
de mi cuerpo. Desistí y decidí variar mis movimientos para evitar
encontrarme con ella, cambiar la hora de entrada y salida de mi trabajo, montar
a veces en la elíptica o en la bici estática, incluso comprar diferentes tipos
de pan de forma aleatoria… pero era imposible. Mi inescrutable vecina parecía
leer mis pensamientos y modificaba sus rutinas al mismo tiempo que las mías con
puntualidad siamesa.
No sabía qué hacer, ¿se
sentiría ella igual de incómoda que yo? Si al menos me hablara podríamos
reírnos de todo esto, seríamos buenas amigas incluso. El día de mi cumpleaños tomé cartas en el asunto. Preparé un bizcocho de zanahoria con la idea
de presentarme en su casa para llevarle un pedazo. Era un atrevimiento tan
inaudito en nuestras prácticas que no esperaba que copiara mis intenciones.
Respiré tranquila cuando por primera vez en dos meses conseguí salir de mi casa
sin que la calle me pareciera un enorme espejo. Estaba muy nerviosa cuando
llamé a su puerta pero yo ya era una mujer y no podía evitar durante más tiempo
este inquietante encuentro. Al abrir, noté que había estado llorando. Su mirada
azul se dirigió a la mía cuando me presenté. -Hola, soy Laura, la vecina de
enfrente. Te traigo un trozo de bizcocho, hoy cumplo años-. Para mi sorpresa,
se echó a llorar con desconsuelo tapándose la cara con las manos y mostrando,
por fin, alguna emoción.
Pasamos la tarde juntas. No
me sorprendió del todo que también se llamara Laura y que ese día fuera su
cumpleaños. Treinta y tres, por supuesto. Supe que era bióloga y que trabajaba
en un laboratorio de investigación. Me contó que en la universidad conoció al
hombre con quien se casó unos años más tarde, el mismo hombre que hace dos
meses le engañó. –Perdona que no te hablara, te pareces demasiado a la mujer
por la que Raúl me dejó. Nos separamos justo antes de que te mudaras-.
Por la noche, tumbada en mi
sofá fucsia, me di cuenta que Laura era yo pero sin mácula ni tropiezos. La
vida de Laura era la que siempre quise. Laura estudió una carrera que le encantaba; alumna
brillante, se dedicó con éxito a la investigación genética. Se casó enamorada
de su novio de toda la vida y no tuvo hijos cuando correspondía porque se
encontró con su primer bache. Pensé en Laura y la compadecí por todo el camino
que tenía por delante hasta que comprendiera que la vida no era una sucesión de
hitos; hasta que descubriera que la felicidad no depende de aquello que poseemos o conseguimos, sino que
se esconde en la coherencia entre nuestros actos, sentimientos y pensamientos.
Por mi parte, me hizo gracia saber que en una vida paralela y exitosa habría
llegado exactamente al mismo lugar en el que ahora me encontraba.
Seguimos experimentando en el Laboratorio Clandestino de Un Cuarto Propio con Las Figuras Inquietantes.
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