lunes, 20 de febrero de 2017

Alter Ego

Harta de dar tumbos por tantos apartamentos de alquiler, decidí darle a mi vivienda un cariz más definitivo. El momento de la Laura adulta en quien hasta hace poco recaían todas las proyecciones de futuro, había llegado por fin. Tomé conciencia de ello el día en que, sobre la bici, a punto de ser arrollada por un taxi loco, imaginé el titular del periódico local durante las temblorosas pedaladas que siguieron: Mujer de treinta y dos años muere en aparatoso accidente en el cruce de Alcántara con Calatrava. De toda la hipotética noticia, una palabra resonó con más fuerza que las demás: Mujer.  –Mujer… ¿yo?-, y acto seguido, algo en mi interior replicó, -pues claro, ¿es que aún no te has dado cuenta de que ya lo eres?- Desde aquella iluminación dejé de autodenominarme chica, traté de hacerme digna depositaria de tal nombre y me dispuse con alegría a indagar qué suponía eso de ser mujer. En ausencia de referencias válidas a mis pareceres, concluí que para mí ser mujer significaba coherencia entre mis pensamientos, sentimientos y actos.
Así que empecé a materializar todo aquello que siempre había soñado y que permanecía guardado en el cajón del futuro luminoso que nunca parecía llegar. De ahí la mudanza desde mi pequeño y frío apartamento al ático por el que llevaba meses suspirando cada vez que atravesaba la urbanización de camino al trabajo. El letrero fluorescente de “se alquila” centelleaba como el sol y me sabía al dedillo sus recovecos de tantas veces como lo había visitado en idealistapuntocom… Lo quise sin muebles para que nada dentro me resultara ajeno. La mujer que ya era construía su nido desde la primera ramita. No miré precios cuando compré el sofá fucsia y la mesa de despacho de cristal; no escatimé en una buena hamaca para la terraza ni en el colchón viscoelástico con canapé, y en la cocina monté la barra color morado con taburetes altos que siempre había querido. Era un nido sin macho ni polluelos, era mi nido de maderas blancas y amplia cristalera con vistas a la sierra. Era la primera casa a la que no tuve que adaptarme. Era, por fin, mi hogar.
A la semana de instalarme volví al trabajo. Mientras me las organizaba para sacar la bici a la calle, de la casa de enfrente salía una vecina, también con una bici. La mía negra, la suya blanca. Yo morena de pelo rizado. Ella rubísima de cabellos lacios. Respondió a mis buenos días con una mirada lejana que parecía atravesarme. No me dijo nada. Abordé la calle hacia la izquierda, ella a la derecha. -No me habrá oído-, pensé. Mi día transcurrió como siempre, resolviendo incidencias y lamentándome a ratos de llevar tanto tiempo en un trabajo que no me satisfacía, ¿en qué estaba yo pensando cuando decidí estudiar empresariales si a mí lo que me gustaba era la biología? Ése fue el primero de una serie de tropiezos vitales que me convirtieron en quien ahora era. Ni la carrera elegida, ni mi novio de entonces, ni el trabajo que vino después fueron nunca de mi completo agrado. Por suerte, rompí con lo que pude y desde hace un tiempo yo, mujer, me entrenaba en dejar las pataletas para los niños y afrontar mi realidad mirándola a la cara y aprendiendo a ser feliz en ella.
De regreso a casa encarrilé la calle con mi barra de pan en la cesta de la bici. Por el otro extremo, una figura avanzaba hacia mí, también montada en bicicleta. Era la vecina, que volvía con la compra en su cesta, al parecer teníamos el mismo horario. Paramos cada una en nuestra puerta con movimientos simétricos, casi ensayados. La saludé y ella me devolvió otra vez esa mirada que no expresaba nada. -Debe tener mi edad-, calculé mientras subía las escaleras, -y si no fuera tan rubia ni su piel así de transparente, hasta diría que nos parecemos-. Las coincidencias con mi vecina se sucedieron los días siguientes, siempre en simétrica sincronía. A la ida y a la vuelta del trabajo se añadió nuestra gemela visita al gimnasio los martes y los jueves; aunque íbamos al mismo, ella prefería llegar por la ruta norte, y yo por la del sur de la ciudad. A mí me gustaban las cintas de correr orientadas hacia la ventana, a ella, hacia la pared. Por el espejo del gimnasio me daba cuenta que nuestro ritmo era el mismo, con simétricas zancadas. Intenté iniciar conversaciones muchas veces dadas las evidentes casualidades pero nunca, nunca, me miraba ni me sonreía, se limitaba a girarse hacia un lugar parecido al que yo ocupaba pero a muchas millas de mi cuerpo. Desistí y decidí variar mis movimientos para evitar encontrarme con ella, cambiar la hora de entrada y salida de mi trabajo, montar a veces en la elíptica o en la bici estática, incluso comprar diferentes tipos de pan de forma aleatoria… pero era imposible. Mi inescrutable vecina parecía leer mis pensamientos y modificaba sus rutinas al mismo tiempo que las mías con puntualidad siamesa.
No sabía qué hacer, ¿se sentiría ella igual de incómoda que yo? Si al menos me hablara podríamos reírnos de todo esto, seríamos buenas amigas incluso. El día de mi cumpleaños tomé cartas en el asunto. Preparé un bizcocho de zanahoria con la idea de presentarme en su casa para llevarle un pedazo. Era un atrevimiento tan inaudito en nuestras prácticas que no esperaba que copiara mis intenciones. Respiré tranquila cuando por primera vez en dos meses conseguí salir de mi casa sin que la calle me pareciera un enorme espejo. Estaba muy nerviosa cuando llamé a su puerta pero yo ya era una mujer y no podía evitar durante más tiempo este inquietante encuentro. Al abrir, noté que había estado llorando. Su mirada azul se dirigió a la mía cuando me presenté. -Hola, soy Laura, la vecina de enfrente. Te traigo un trozo de bizcocho, hoy cumplo años-. Para mi sorpresa, se echó a llorar con desconsuelo tapándose la cara con las manos y mostrando, por fin, alguna emoción.
Pasamos la tarde juntas. No me sorprendió del todo que también se llamara Laura y que ese día fuera su cumpleaños. Treinta y tres, por supuesto. Supe que era bióloga y que trabajaba en un laboratorio de investigación. Me contó que en la universidad conoció al hombre con quien se casó unos años más tarde, el mismo hombre que hace dos meses le engañó. –Perdona que no te hablara, te pareces demasiado a la mujer por la que Raúl me dejó. Nos separamos justo antes de que te mudaras-.
Por la noche, tumbada en mi sofá fucsia, me di cuenta que Laura era yo pero sin mácula ni tropiezos. La vida de Laura era la que siempre quise. Laura estudió una carrera que le encantaba; alumna brillante, se dedicó con éxito a la investigación genética. Se casó enamorada de su novio de toda la vida y no tuvo hijos cuando correspondía porque se encontró con su primer bache. Pensé en Laura y la compadecí por todo el camino que tenía por delante hasta que comprendiera que la vida no era una sucesión de hitos; hasta que descubriera que la felicidad no depende de aquello que poseemos o conseguimos, sino que se esconde en la coherencia entre nuestros actos, sentimientos y pensamientos. Por mi parte, me hizo gracia saber que en una vida paralela y exitosa habría llegado exactamente al mismo lugar en el que ahora me encontraba.
 
La otra (inquietante) Laura

Seguimos experimentando en el Laboratorio Clandestino de Un Cuarto Propio con Las Figuras Inquietantes.


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