Imagino que él
habría empezado a hacer sus cábalas mucho antes de que yo ni tan siquiera
sospechara, pero para mí la historia comenzó en el momento en que le compré
aquellas galletitas de colores que prometían resultados deslumbrantes en el
pelaje de mi Facundo. Las coloqué en su comedero, expectante ante la sorpresa
que se llevaría cuando volviera de su ruta libre por los tejados vecinos y encontrara
el primer cambio de menú en meses, pero me perdí ese momento, entretenida como
estaba en labores hogareñas acumuladas. Un rato más tarde, colada bajo el
brazo, a la hora en que Facu disfrutaba de su segunda excursión diaria, crucé hacia
la terraza por delante del rincón que representaba sus dominios y entonces fui
yo la sorprendida al encontrarme las galletitas dispuestas de forma desigual en
cinco hileras perfectas. ¿Aquello no se parecía un poco a un ábaco? Poco
recordaba del uso de tal chisme pero juraría que la disposición de las galletas
daba como resultado… ¡ciento setenta y tres! En un instante pasaron por mi
cabeza imágenes de mi misma ataviada en pieles, deslumbrada por cientos de
flashes al paso de Don Facundo y mío… - Pero ¿qué estoy pensando?- me
dije sacudiendo la cabeza. Aunque no podía negar ni dejar de enorgullecerme del
desarrollo de la psicomotricidad fina de mi gato, tampoco aquella destreza
prometía réditos del calibre que infería mi imaginación.
Olvidado aquel
episodio y viendo que a Facundo le gustó mucho su nueva comida, por no hablar de
lo brillante que lucía su lomo, seguí visitando en el súper la estantería de
mascotas gourmet, casi el único lujo que nos permitíamos. Pero las rarezas
continuaban y, aunque aún no había encontrado el hilo invisible que las unía,
no me pasaba desapercibido que a Facundo algunos días le daba por comerse sólo
las galletas rojas, otros, las azules, algunas veces sólo dejaba en el cuenco
las amarillas o de repente aparecían todas las verdes esparcidas por el suelo
de la cocina… hoy sé que aquellas eran sus prácticas con la Teoría de Conjuntos y yo,
pobre de mí, me movía en la incertidumbre del conjunto vacío.
Lo más extraño
es que nunca le pillaba perpetrando sus peculiares fechorías. Cuando estábamos
los dos en casa le miraba de reojo pero su comportamiento siempre me parecía el
de un gato basicote: de repente se lavaba sus patitas, o levantaba la cabeza con
algún ruido súbito, al cabo se entretenía jugando con una mosca o ronroneaba
como una moto vieja cuando recibía su dosis diaria de caricias… un gato de
perfil normal, vaya. Pero cada vez que salía, a la vuelta me topaba con el
resultado de sus extraños juegos con la comida: a veces las galletas se
amontonaban en grupos de diez, de cinco, de siete… otras, aparecían conformando
secuencias de progresión ascendente e incluso exponencial. El día en que no
entendí el jeroglífico que Facundo había planteado decidí que tenía que
desentrañar el misterio así que preparé un plan, nada del otro mundo, por
cierto.
Facundo
pretendía dormir en su cesto y digo pretendía
porque un rato antes le había escuchado caminando por el pasillo. Yo me coloqué
el uniforme como de costumbre, abrí la puerta de casa y cerré de golpe sin
salir. Me quité los zapatos y, todo lo sigilosamente que pude, me aproximé a la
puerta de la cocina. A través del cristal translúcido pude observar la silueta
distorsionada de mi gato saliendo de su cesta y acercándose al cacharro de las
galletas. Esperé un poco, el corazón latiendo en mis sienes, y abrí con
cuidado, muy, muy despacio, rezando para que los goznes no chillaran esta vez.
Cuando entré encontré a Facu delante de un montoncito de galletas azules
señalándose con la uña de la patita derecha cada una de las almohadillas de la
patita izquierda mientras movía la boca como una beata. No podía creerlo, ¡las estaba contando! Al descubrirme paró en seco pero lejos de amedrentarse me
miró muy serio sin que le temblaran los bigotes y, desafiante, continuó
contando con las zarpas sin romper nuestro contacto visual. Lo más
impactante de todo no fue descubrir que Facundo aprendía matemáticas por su
cuenta sino el sonido de aquella voz inclasificable y metálica que por primera
vez escuchaba salir de su boquita, reprochándome: -¿Qué quieres, Laura? Es que
eres un desastre con las cuentas-. No pude rebatirle, pues razón no le faltaba.
Hoy es él quien
lleva la contabilidad de la casa.
Y nos va mucho
mejor.
Hipotético Facundo a la caza de hipótesis |
Este escrito es el resultado de un nuevo ejercicio propuesto por Un Cuarto Propio en su Laboratorio Clandestino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comenta algo si te apetece: