- Cádiz, Cádiz,
que no me quiten Cádiz-, murmuraba temblorosa tratando de disimular el pánico
escénico. Desde mi pupitre, la lista de niños que me precedía se me hacía
interminable mientras observaba atenta cómo, con una resolución digna de
admirar, se iban levantando según el orden indicado por la señorita e iban
cantando provincias antes de señalar su ubicación en el mapa político.
Por cuestiones
rocambolescas cursé parte de primaria con los niños justo un año mayores que yo, y el
recuerdo de mi primer día en aquel aula llena de extraños lo tengo presente
como si fuera hoy. Ellos quizá llevaban ya días manejándose con el mapa pues
salían a la pizarra con una seguridad envidiable ante un ejercicio que a mi se
me antojaba reto jeroglífico. Así que, para resolver el asunto, eché mano de mi
recién estrenada capacidad lectora y de la agudeza visual que Dios me dio para
localizar a la altura de mis ojos ese trocito de tierra bautizado como “Cádiz”.
Algún otro que también distinguí ya había sido escogido, por eso cuando llegó
mi turno y Cádiz seguía intacta canté con fuerza y alivio su nombre y me
levanté muy ufana para, con manita temblorosa, enseñárselo a mis nuevos
compañeros. Desde entonces nunca he olvidado dónde queda Cádiz.
La presencia del
mapa físico o del político sobre la pizarra de la clase era una constante en
mis primeros años de escuela. Y yo iba aprendiendo de ambos como si se tratara
de dos entes distintos sin más puntos en común que la silueta de aquella cabeza
de mujer con cara portuguesa. Mi preferido era el mapa político por la
posibilidad de pintar de colores diferentes las distintas comunidades autónomas.
En mi inocencia, la importancia de cada región radicaba en su tamaño por eso me
sentía especialmente orgullosa de que Castilla-La Mancha fuera de las más
grandes y que Ciudad Real fuera la tercera, sí, la ter-ce-ra provincia más grande de todas las de España. Con el
tiempo me fui dando cuenta de que el otro mapa, aquel en el que venían
representados ríos y cordilleras que después había que memorizar, era el que
más se ajustaba a lo que la realidad es. Muchos años después caí en la cuenta
de cómo unas líneas ficticias y aleatorias colocadas por el capricho del hombre
para parir un mapa político separan a los pueblos con mucha más eficacia que la
cordillera más alta de cualquier mapa físico. Así que cambié de preferencia.
Si lo pienso un
poco, esa tendencia mía a cambiar mis afectos desde lo establecido por convenio
a lo natural-esencial se ha convertido en pauta a medida que me voy desarrollando
como adulta. Se da el caso, además, que tanto lo establecido como lo natural-esencial siguen conviviendo en el mismo soporte de una forma casi inevitable. Y
no sólo me refiero a territorios. Yo misma soy el compendio entre un mapa político
y uno físico. En el primer caso, sujeto a convenios inventados por el hombre y
atendiendo a mi contexto sociocultural, mi silueta sobre el plano representaría
regiones de nombres tales como clase
trabajadora, edad productiva,
raza blanca, manchega, química... En
el otro caso, esa misma silueta pero carente de fronteras daría lugar al mapa
de un ser completo y sin limitaciones que
vive gracias a la relación con sus semejantes, con otras especies y con, en
definitiva, el planeta y el universo que ocupa*. De nuevo, el mapa personal
político es más proclive a la separación, segregación, diferenciación,
distinción… mientras que el físico, natural o esencial aúna, congrega y nos
permite ser testigos de que nuestra presencia encaja perfectamente en el
engranaje del propósito universal, cualquiera que éste sea. Queda así
justificado que también en este sentido mis afinidades se inclinaran con los
años hacia la búsqueda de la parte esencial de mí misma más que a incidir en
mis definiciones convencionales-sociales.
Pero ambos
aspectos son necesarios mientras vivamos como lo hacemos y mientras que a nivel
global se le dé más importancia a nuestra definición según nivel económico,
raza, etnia u origen. Creo que, además de ser bueno para saber a quién votar,
ser consciente de tal definición y del estrato social que ocupamos en nuestro
mapa político nos va a permitir primero relativizar sobre ello y, a
continuación, poder dedicarnos a estudiar y desarrollar con tranquilidad
nuestro mapa o yo esencial.
Conceptos, ya
ves, cuajados de dualidades inseparables y complementarias contenidas en el mío
y en el resto de cuerpos humanos. La virtud por todos conocida será encontrar
el término medio y sacar buen partido de ambos mapas. Pero ojalá y yo pudiera
hallar tal punto medio pues últimamente vivo en el rechazo de lo ficticio de
una manera tal que a veces temo que alcanzaré mi plena coherencia el
día que sobreviva de los frutos que me ofrezcan las plantas silvestres, del
momento en que observe el cielo como mi único techo y de que mi vestimenta sea
la que yo misma me proporcione sin intermediarios. Una loca, ya me lo han
dicho.
Pero cómo son
las cosas... hace pocos días la naturaleza misma me mostró de una forma muy
evidente una puerta abierta al término medio, a la convivencia y equidistancia entre
lo natural y lo acordado por el hombre. Rumiando mis inclinaciones radicales
hacia lo verdadero, paseaba acompañada de mi padre por las inmediaciones del
pueblo observando la siembra de cereales que en pocas semanas virará sin
remedio hacia el amarillo, convirtiendo así esta tierra en un verdadero secarral.
En esos momentos reflexionaba yo acerca del empeño del hombre en hacer suya
cualquier parcela y manipularla a su antojo: ¿cómo sería mi tierra sin tanta
intervención humana? ¿Estaría también esta llanura cuajada de jaras, tomillo y
romero como en el monte?... Y de repente ahí, entre los tallos de avena, una pequeña
muestra de la verdad asomaba atrevida en las zonas donde no arraigó grano dando lugar a ramilletes salteados de gramíneas,
amapolas y cardos con flor morada en una secuencia casi programada. Un poco más
adelante los cardos eran sustituidos en la secuencia por otras flores, moradas
también. Amapolas, gramíneas y cardos; flores moradas, gramíneas y amapolas;
rojo, amarillo y morado; morado, amarillo y rojo… y entonces, la epifanía. El
campo que me vio crecer me estaba mostrando un ejemplo de mi tan buscada
confluencia entre los sistemas políticos adoptados por el hombre y lo esencial
de la vida; entre el mapa físico y el mapa político de este país. La naturaleza
me hablaba y me decía claramente que ¡era republicana! Y yo, a partir de ese
momento, ya no sé si me gustan más los mapas físicos o los políticos, pero lo
que sí sé es que a la naturaleza siempre hay que tenerla en cuenta.
(*) Me lo acabo de inventar.
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