martes, 23 de febrero de 2016

Ocho céntimos

Porque siempre nos queda algo de cada historia



En lo externo este día no se diferencia mucho de cualquier otro, pero para mí es especial. Por eso, y a pesar de que mi atuendo va a pasar desapercibido bajo la bata blanca, saco del armario el vestido verde de punto. Empieza así mi íntimo ritual de celebración.
Aunque amenaza lluvia me arriesgo y cojo la bici para ir al trabajo. Por si acaso, ato al transportín el paraguas transparente, practicidad y elegancia en un mismo artilugio.
Lo tengo todo planeado: ayer dejé las muestras preparadas para hoy sólo tener que lanzar el análisis. Las circunstancias se van poniendo de mi parte regalándome una jornada sin incidencias y así, casi sin enterarme, llega la hora. Me retoco el pintalabios en el baño, cambio bata por abrigo, agarro mi elegante paraguas y me dirijo con paso firme al centro de la ciudad. Mi objetivo, la sucursal de Liberbank, antigua Caja Castilla - La Mancha.
De camino reflexiono inspirada por las miradas furtivas de unos obreros que están agujereando la calle: ¿Nos paramos a pensar adónde se dirigen las personas con las que nos cruzamos a diario? ¿Se podrán imaginar estos hombres lo que me traigo entre manos? ¿Adónde va esta mujer que me adelanta y qué lleva en esa extraña maleta? De repente siento curiosidad y respeto por mis congéneres. ¿Qué historias extraordinarias guardarán bajo el abrigo?
Pero no me quiero despistar, el tiempo apremia. Aprieto un poco el paso y el bolso. Ahí llevo todo lo que necesito: la libreta de ahorro, mis tarjetas y el móvil, mi señor.
Mi cómplice, Luis, trabaja en la oficina a la que me dirijo. Hace unas semanas ya hicimos la prueba de la operación y todo pintaba que saldría bien, así que nada tiene por qué fallar. Desde aquel intento ha sido un tiempo de espera, de confirmación de noticias, de toma de decisiones, de más espera si cabe… y es que, si algo hemos amasado con esta experiencia ha sido sin lugar a dudas la paciencia. Hemos, claro. Aquí hay más gente y no se trata de Luis, él es sólo un secundario necesario en la escena final pero si alguien ha estado conmigo en todos y cada uno de los pasos de éste recorrido, ése ha sido mi compañero de aventuras. Y con nosotros, los que nos empujaron sin pretenderlo. Y también nuestros contactos asiáticos, por supuesto.
Justo en la puerta de la sucursal se interpone en mi camino la escalera de unos electricistas que están arreglando el cableado de la calle. Emoción hasta el último momento, me río por dentro, pero sin titubear paso con garbo por debajo desafiando así el mal fario. Irónicamente, unos cascotes caen desde lo alto y no me dan por un pelo. Lo tomo como un buen presagio. O como la permanente vena cómica que gasta el universo cuando te pilla tan lúcida como para darte cuenta.
Entro y sólo hay un cliente que ya se está yendo. Apura una animada charla con Luis acerca de la corrupción. - Siéntate, siéntate, que yo ya he terminado-, me dice el paisano. Lo hago y ya delante de la ventanilla digo que vengo a terminar con lo mío. Él ya sabe a lo que me refiero. - Ah si, lo de la transferencia. Ya lo hicimos la otra vez, ¿no?-  No- , le corrijo comprensiva, pues por allí han pasado muchos días y mucha gente, - lo otro fue sólo un intento-.
Saco el teléfono y la cartilla mientras Luis busca la pantalla de las transferencias internacionales. - A ver, pásame los datos-, me dice. En mi móvil tengo escrita una nota con todo lo necesario para facilitar en lo posible la operación. Teclea. - ¿Cuánto vas a mandar?- Todo-, respondo con tono de corredor de bolsa.
Mientras sigue atento a la pantalla, pasan por mi cabeza a velocidad de vértigo algunos de los momentos ocurridos desde que abrí esta cuenta en Mayo pasado. Recuerdo que aquel día hacía una mañana espléndida y me invadía la premura por poner aparte todo ese dinero que goteaba sin cesar desde que unas semanas antes Nepal y nosotros fuéramos sacudidos en un terremoto del que aún sentimos sus réplicas. Casualmente, a la salida de la oficina me llamó mi compañero de aventuras, como una de tantas señales que nos han ido animando en todos estos meses. Le conté que acababa de poner el dinero a salvo y él me explicó el argumento de la novela que quería escribir. Es curioso cómo ha quedado impresa esa conversación en la esquina de la sucursal.
Luis cabecea preocupado pues la aplicación le juega malas pasadas con los datos que introduce. Yo sigo tranquila porque sé que al final todo saldrá bien. Mantengo esa certeza como también lo hice en el momento en que decidimos ir a Nepal o cuando sacamos los billetes del vuelo. Esa confianza latía hasta en los momentos más inciertos y me permitió presenciar la magia de verme transportada a través de una aventura insólita que me iba envolviendo más allá de mi propia voluntad. Nos volvimos de allí con el compromiso de seguir ayudando a los monjes con los que finalmente nos enrolamos, y por eso estoy hoy aquí: para enviarles la recaudación que nos quedó pendiente. En las montañas hay familias que necesitan sustento, educación y la rehabilitación de sus casas y colegio.
- Mira, ya está-, de nuevo Luis me saca de mí misma, - Pero no había caído en que el banco cobra también por la transferencia. Tenemos que ajustar el dinero que mandas para que incluya esa comisión-. Bueno-, suspiro resignada. Si hubiéramos sido una ONG de verdad y no una improvisada quizá el banco habría tenido más detalles con nosotros. La cola de clientes va creciendo a mi espalda por eso Luis se afana en encontrar rápido la cifra. Tras varios intentos me muestra una con la que sobran ocho céntimos en la cuenta. - Vale, déjalo así-. Él se desespera porque el programa no le hace caso cuando trata de ejecutar el proceso. Habría que empezar de nuevo a introducir datos así que quedamos en que se hará cargo más tarde, cuando se vuelva a despejar la oficina. Yo volveré a mi trabajo y me llamará cuando haya realizado el envío.
Ocho céntimos, pienso sonriendo mientras me levanto de la silla. No hay manera de desprenderse totalmente de Nepal. Ocho céntimos que representan el temblor latente de un nuevo comienzo. La semilla de lo que vendrá a continuación, pues cada historia que se construye mama de lo vivido anteriormente.
En el camino que me lleva de vuelta al laboratorio me entran ganas de celebrarlo. La ocasión lo merece. A pocos metros del banco hay una churrería y aún es buena hora para el desayuno del funcionario. Qué mejor que un chocolate con churros para festejarlo. Entro y allí un vendedor de la ONCE me ofrece un cupón. Se lo compro imbuida de la magia del momento. Que me tocara hoy la lotería sería un bonito final para esta historia de película.

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Mira que he estado tentada a dejar el escrito así con ese final tan épico, tan chim-pón… pero me apetece confesar que la celebración en la churrería me dejó un halo a fritanga del que no pude desprenderme en todo el día; que el chocolate estaba tan caliente que me quemé el esófago y la lengua; que, por supuesto, no me tocó la lotería y que cuando al día siguiente volví al banco a liquidar los ocho céntimos de la cuenta para evitar futuras comisiones, me cobraron otros cuarenta y cinco por el cierre. ¿Quién quiere, pues, finales de película si la vida nos ofrece una continua trama con mucho más sentido del humor?
Como el humor que gasta un viaje de una hora en el techo de un autobús nepalí


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