Siento decirte
que a mi no me has engañado, por más que trataras de esconderte bajo el
anonimato de la homogeneidad de los de tu especie.
Quizá unos ojos
menos entrenados habrían pasado por alto esos gestos que te iban delatando a
medida que pasaban los días, pero, ¡ah!, llámame avispada… Llámame sagaz o listilla,
incluso. Yo sabía todo el rato que eras tú pero no quería darte el gusto de descubrirte
y me di al deleite de la observación disimulada de tus acercamientos. La
cazadora cazada has sido. Já.
Aunque fue todo
un proceso, claro. No ha sido nada fácil.
Admito que la primera vez que te vi para mí
eras una más. Quizá un poco más bonita y más clara que otras que ya había visto
antes, pero es que todo en esa isla se refina y adecenta. También las gaviotas.
Te hice esta foto por puro graciosa que me pareciste, con esos temerosos
acercamientos, mirando de reojo lo que me parecía, ingenua de mí, la búsqueda
de alguna migaja de los bocadillos que no llevábamos. Pero ahí seguías tú, estampando
huellas de patitas alrededor, mientras que nosotras nos poníamos al día con más
facilidad de la esperada para el que espera que varios años de por medio pueden
hacer que dos personas sean ajenas.
Cuando nos
despedimos de la arena y del primer contacto con las aguas de cristal cometiste
el error que me mantuvo en guardia: tu susto repentino cuando sacudimos las
toallas. Probablemente te habías despistado hincándole el pico a algún
suculento manjar macro-gaviótico y te pilló desprevenida nuestro levantamiento.
Te azoraste un poco y levantaste el vuelo, pero vi como volvías un poco la
cabeza desde el cielo.
No dije nada por
si acaso; por no parecer una loca y también para que la paz que se iba
depositando despacito en los pocos huecos que entonces dejaba la masa informe de
nuestros asuntos cotidianos, fuera aclarando emociones e ideas. Además, aún
tenía que confirmar lo que hasta entonces sólo era una pequeña sospecha.
Reconozco que tu trabajo ha estado muy bien
hecho, que conste, porque si nos has seguido mientras rodábamos con las bicis
en busca de una playa más bonita que la del día anterior, o cuando casi cada
tarde degustábamos nuestra porción de tarta y cafetito, yo no me he enterado.
Confieso que era en esos momentos cuando me parecía todo esto una locura, lo de
la sospecha que te decía. Pero fue entonces cuando llegamos aquí:
Y mientras que
nos restregábamos los ojos por si acaso este paisaje fuera producto del photoshop,
nos mandaste a uno de tus compinches bajo la apariencia de turista uruguayo.
Muy hábil, sí señor. Te aplaudo la estrategia. Me lo creí al principio porque
mi costumbre inicial no es desconfiar y más cuando alguien se ofrece
amablemente a hacerte una fotografía, pero chica, elige mejor la próxima vez.
Elige a alguien que hable menos o que disimule mejor… porque cuando se le
escapó su cambio de profesión de bombero a policía, nosotras, maldita sea, ya
habíamos desvelado nuestros lugares de procedencia, pero ese dato suyo fue la clave para buscarte
con disimulo y hallarte ahí, a pocos metros de donde estábamos, preparando tu
vuelo. O tu escapada.
Un poco
bruscamente, despaché al sujeto con la excusa de la hora de comer y fuimos a
ocultarnos a la parte rocosa de la playa. Allí animé al resto a que se untara
los barros de la isla para mimetizarse con el terreno mientras yo me quedaba
vigilando. Jugaría al despiste porque sabía que tus ojos, menos desarrollados
que los míos, buscarían a tres personas y sólo se toparían con una de esas tantas
solitarias que van allí para encontrarse a si mismas.
Aunque no te
preocupes, que seguí guardándote el secreto. Y el resto de los días que allí
estuvimos, también. Pero el objetivo de mi viaje cambió y entonces, en nuestras
salidas, lo único que quería era cazarte. Escribiría un informe y se lo pasaría
al único organismo administrativo gaviotil que conozco. Por desagravio, por
acecho, por espía. Por cotilla.
Pero eres rápida. Mucho. Jamás imaginé que un
animal que no destaca por su grácil vuelo fuera tan esquivo. Te disparé muchas
veces aparentando la búsqueda de la horizontalidad que últimamente nos
obsesiona a mí y a mi cámara, pero cuando escudriñaba las pocas pulgadas de
pantalla sólo encontraba vacío de ti en mis imágenes.
Entonces fue ahí
cuando entendí tu trabajo.
Analizando las fotos
que iba tomando comprendí que era imposible no enamorarse de tantos tonos de azul.
Que por más que ya conociera tu territorio, no dejaba de maravillarme ese
horizonte tan limpio, esa naturaleza modesta que sin grandes alharacas le deja todo
el protagonismo al mar; ese silencio en los caminos apenas roto por el ruido de
la cadena de nuestras bicis y de algún motor ocasional.
Y comprendí que cada
nueva visita a la isla debe ser vigilada en pos del mantenimiento de su encanto
y que tú y otros como tú sois los responsables de aquella cosa que decimos los
que llegamos: “es que la isla a mi me trata muy bien” o “si la isla no te
quiere, te echa”.
Comprendí, si.
Rompí la idea del informe y el malestar abandonó mi estómago dejando paso a un
sentimiento parecido a la humildad, a la sumisión incluso. Porque de repente no
me sentí digna de aquel lugar; no al menos de invadirlo, de modificarlo, de
llenarlo de mi personaje.
Y sí de
escucharlo, de sentirlo, de no perturbarlo más que con la risa. De volverme
transparente con él.
Es así como al
otro lado de la isla devolví la piedra en forma de corazón que usurpé hace unos
meses para llevarme un recuerdo. Porque no era mía. No quería contribuir al
desgaste de ese paisaje tan puro.
Me calmé y volví
a sentir, no a ver, no a almacenar paisajes, no a tachar de la lista los
lugares visitados. Y solté. Y la isla o tú misma, o quienquiera que se ocupe de
eso me lo devolvió en forma de más risas, de viento a favor, de cobijo los días
en que el fresco era algo más que eso, de abrazos, de acogida, de
complicidades, de gente buena… de sentirme parte de aquel lugar.
Al dejar de perseguirte, volviste a
mostrarte y esta vez ya dudo de si fue porque yo me relajé o porque pasamos tu
prueba. El caso es que ya no era difícil que aparecieras en mis fotos y que te
pusieras a tiro una y otra vez, posando o quizá alardeando de tu libertad
mientras que nosotras sólo podíamos rozarla si nos acercábamos hasta el borde
de las rocas.
Ya he vuelto al
lugar al que llamo “mi casa” y esta vez tampoco me ha hecho falta construir la
torre de piedras con la que casi todos los turistas siembran los acantilados
como promesa de vuelta. Porque sé que voy a volver. E intentaré de nuevo que mi
visita perturbe lo menos posible vuestra armonía.
La próxima vez que vaya hazme saber si no está siendo así, Detective Gaviota.
Cada vez me dejas con la bocaza más abierta...por como escribes; y por imaginarme lo bonica que tiene que ser "la isla esa tuya"!!! Yo quiero ir jooooo...nos vemos prontico, besos.
ResponderEliminarMuchísimas gracias!!!. Prontico, prontico.
EliminarBesazos!