En esta
atracción no hay que pagar para entrar. Tampoco hay que esperar a que se
enciendan las luces de colores. Aquí no huele a palomitas, ni a gofres, ni a
churros. No hay perritos pilotos ahorcados en el techo del furgón de la
tómbola, ni puestos de escopetas de plomillos. Por no haber, no hay ni que
pedir permiso a papá y a mamá para montar. Es gratis la diversión y quienquiera
que haya abandonado este amasijo de alambres no será consciente de que ha
traído la feria a este lugar al que apenas llega la luz por obra y gracia del
gigantismo de las montañas que lo circundan.
Yo observo desde
la lejanía que me permite el zoom prodigioso de mi cámara. Amortiguados por la
estridencia de las aguas del Gungur Khola me llegan los gritos y las
risas de los chavales que, a pesar de la distancia, me han pillado y quieren
mostrarse ante el objetivo. Saltan y miran. Se agarran del cartelón y miran. Se
empujan y miran… Yo también soy para ellos un especimen digno de observar.
Me recuerdan a
mí y a la pandilla de mi calle. Creo que me he visto en esa misma tesitura
alguna vez, saltando como loca sobre algún colchón abandonado. Aprovechando
como si fueran de oro los instantes previos a la segura reprimenda de algún
adulto. En mi barrio también había pequeños vertederos incontrolados, pero eso
ya pasó. Es cosa de otro tiempo. El estado de bienestar barrió casi todo
vestigio de suciedad, al menos la de la superficie. Dónde se ha visto eso de
mostrar las vergüenzas a estas alturas…
No se cansan,
míralos. Yo tampoco: dispararía todo el rato hasta que pudiera captar como
quiero este festival. Quiero atraparlos en pleno vuelo pero aún no me manejo
con los ajustes y todas las fotos o están movidas o parecen estáticas. No
muestran la velocidad ni altura reales de los saltos. Tampoco mi impulso de
gritarles algo parecido a: ¡Niño, que te
vas a hacer daño!, o ¡mira que con esas
sandalias desgastadas te vas a enganchar bien con los alambres!, o ¡ten cuidado con la niña y cógela de la mano!
¿Es que no ves que es más pequeña que tú?… Pero quién soy para inocularles
el miedo, esa cosa tan occidental.
Prefiero mantenerme semiescondida tras esta cámara que apenas sé usar, contemplando algo
sutil que también burla mis fotos. Eso tan reconocible que tienen en común los niños
de todo tiempo. Esa osadía, esas ganas de probarse y explorar. Esa obediencia al
instinto de diversión. Esa libertad del que aún es ajeno a la definición que el
mundo le tiene preparada.
"Instinto de diversión", ese es el término exacto. La prueba, la exploración, es una parte del asunto, pero por encima de todo está aquel "Niño, deja ya de joder con la pelota", que decía Serrat. La diversión, por cierto, puede seguir presente en el humano hata su muerte. Otra cosa es que la mayoría del personal se vuelve muy aburrido con los años, pero de eso solo tienen la culpa ellos.
ResponderEliminarQuizá sea porque pensamos que hay cosas más importantes que ese instinto... No estaría mal recuperarlo hoy mismo, por ejemplo.
EliminarQué bonita esa canción de Serrat.