Si soy sincera aquel
día tampoco tenía yo muy claro dónde íbamos.
A pesar de
contar con el programa desde el principio, llevé muy a gala durante el viaje, y
en grado sumo, aquello de dejarme llevar y confiar. Por eso cada mañana la más
común de las preguntas solía ser qué
íbamos a hacer.
Estábamos en Katmandú y tocaba ir a
Pashupatinath caminando en silencio, ejercicio que practicábamos casi a diario
y que todos agradecíamos pues nos permitía tomar plena consciencia de los
lugares que atravesábamos. A mí me llamaba la atención el trasiego de la vida en
la ciudad, con ese germen de occidentalización tras los carteles rudimentarios
de coca cola. Pero sobre todo me asaltaban los colores: los que vestían las
mujeres, los de las especias expuestas en los tenderetes; los colores en los
que se reflejaba el sol de invierno…
Pero aquella
mañana íbamos a Pashupatinath y nuestra actitud se impregnó de un aire solemne.
Se trata del
templo en el que los hindúes realizan sus ritos funerarios. Aquellos en los
que, a la vista de quien quiera y al borde de un río para ellos sagrado, queman
a los muertos.
Cuando ahora lo
revivo tengo la sensación de que entre la pira ardiente y yo había un cristal. Asistía
al hecho como el que mira un documental, y consultaba las dudas en voz baja. Sí, mira, esos que van de blanco son los
hijos del muerto; aquí el blanco es el color del luto. Y, ¿ves? Los hijos también
se rapan al cero. Ah sí, es verdad, están cortándole ahí el pelo a uno… Aquel niño metido en el río hasta las
rodillas pertenece a una de las castas más bajas. Está cribando la arena
buscando los objetos de valor que hayan podido caer de la hoguera… A-ha,
a-ha... iba yo asintiendo y, una y otra vez, contrastando. En este caso confrontaba
la normalidad, el no-drama con que allí se vivía el proceso de la muerte respecto
a cómo se vive en nuestra cultura. En aquel espacio se mezclaban los dolientes
con los visitantes sin desavenencia alguna. No sobraba nadie. Y los niños
correteaban sorteando a los adultos y a ese final ahora tan ajeno.
Aquel día,
irremediablemente, todos pensamos en la muerte. En la propia, en las que nos
habían tocado de cerca. En las que nos tocarían en el futuro.
Pero, conviviendo
con el de la muerte y fiel al juego de los continuos contrastes que me
persiguieron en Nepal, hay otro recuerdo que guardo de nuestra visita a Pashupatinath.
Antes de llegar
al río donde se practicaban las cremaciones, estuvimos paseando por el recinto.
El ajetreo era notable. Varios guardias de seguridad controlaban los accesos e
instaban a los hindúes a que se quitaran los zapatos para entrar a una zona
sólo accesible para ellos. Nosotros resguardábamos con celo las mochilas y
tratábamos de no despistarnos. Decidimos salir poco a poco de aquel tumulto,
con paso lento, casi pesado, hasta que llegamos a un asilo de ancianos de las
Misioneras de la Caridad :
la orden de la Madre
Teresa de Calcuta. Un remanso de paz en medio de todo el movimiento
una vez que traspasabas su puerta. Era mediodía y el sol apretaba.
La entrada se
abría a un gran patio interior de planta cuadrada donde hombres y mujeres
charlaban formando corrillos o simplemente permanecían sentados con esa mirada
lejana que comparten los abuelos de todas las latitudes cuando están callados. Con
ojos de espera sin esperanza, me dio por pensar, parafraseando a Sabina.
Fuimos rodeando
el patio en torno a un edificio central con escalinatas. Uno de los abuelos nos
había salido al paso ofreciéndose de guía por unas cuantas rupias, por lo que
ahora nuestro paseo se aderezaba de las historias que aquel hombre nos contaba
sobre el templo, su historia y su simbología, sin que nuestros pasos perturbaran
en lo más mínimo el reposo al sol de los habitantes del asilo.
La ropa ya
empezaba a sobrar cuando subimos las escaleras que nos llevaban a lo alto del
edificio de en medio. La sensación de sala de espera de lo que estaba
sucediendo en el río era cada vez más palpable. Allí arriba también había gente
reposando. Estando. Esperando.
Y de repente,
algo rompió aquel tiempo suspendido.
Sumida en
pensamientos y un poco adormecida por el calor, ni siquiera me di cuenta del
momento en el que se fracturó la calma; sólo sé que unos metros a mi derecha Elena
estaba bailando con uno de los abuelos, que sostenía una radio con un mp3
incrustado. Insólita escena en la antesala de la muerte. En el templo de los
ritos funerarios.
Pero así era: a ritmo
de bhangra se fueron acercando hasta donde estábamos, perplejos, el resto. Y
yo, que tengo cierta querencia por mover el esqueleto, dejé que la música se
apoderara de mis huesos y me uní a aquel exótico cuerpo de baile. Fue así como
en aquella improvisada discoteca al sol, la alegría alentada por ese hombre que
no quería que paráramos de bailar, también tuvo cabida en Pashupatinath.
Combo de fotos de Elena
Eso sí, no duró
demasiado. Con la misma prisa con la que vino se despidió con paso
sorprendentemente ágil, dejándonos ahí a medio bailar, con el volumen de la música disminuyendo medida que se alejaba de nosotros.
Resultó que alguien
les llamaba con alguna señal a la que fuimos ajenos.
En cuestión de
pocos minutos el patio quedó desierto.
La hora de comer. Eso era lo que los abuelos estaban esperando.
¡guau! que experiencia ese ratico de baile ¿no?.
ResponderEliminarPashpatinah impresiona. A mí me dejó patidifusa, la verdad.
Abrazos!!
La verdad que sí que impresiona.
EliminarY ya has visto que a mí, lo que más, el contraste que hace cuestionarte cómo vives tú propia vida. En este caso, tu propio concepto o entendimiento de la muerte.
Abrazos de vuelta!
El baile, un signo de vida. Tal vez debiera haber más bailes en los "velorios", puesto que la tristeza o el dolor, cuando son señoriales, no necesitan ser mostrados. Solo en culturas con un alto grado de fingimiento como es la nuestra se sigue recurriendo a esa afición actualizada por las plañideras romanas. Somos un asco.
ResponderEliminar¿Cuántos hay de verdad que sientan la pérdida del ser al que despedimos en un entierro? Mejor no saberlo: nos horrorizaríamos, seguramente. Mejor lo que hacen los indúes o mejor aún, lo que hacían las tribus antiguas del Norte: fiesta, baile, borrachera. Una versión digna y altiva de catarsis, de decirle a la muerte: no me impresionas.
Lo que allí se respiraba era normalidad, ante todo. Ni siquiera la necesidad de plantarle cara a la muerte. Estaba integrada, formaba parte de la vida. Todo eso me sugería.
EliminarY bueno, como vivamos aquí las cosas, allá cada cual. Habrá quien se empeñe en aprender de ella; otros lo vivirán como un compromiso; otros con miedo o respeto... También hay que aceptarlo.
Es que no creo que se pueda ver la muerte de otra manera que no sea a través de un cristal. El mero hecho de mirar, de estar a esta orilla del río, es el cristal.
ResponderEliminarTe quiero triple por recordar ese temazo (¿soy yo sola,o se oyen acordes de la inmortal sintonía de "El coche fantástico". El banghra y el baile me hacen obtusamente feliz.
Un verdadero temazo, gracias por reconocerlo!! Pues ese temazo habrás de saber que suena from time to time en ciertas clases de yoga...
EliminarEl otro día por la calle un coche pasó a mi lado con esta canción a todo volumen y las reglamentarias ventanas bajadas. A punto estuve de protagonizar la escena final de las pelis de bollywood en pleno centro de Ciudad Real.