A estas alturas
estoy tan sobrecargada de estímulos que no me queda otra que dejar caer mi
cuerpo en este batiente frente al templo de Changu Narayan, el más antiguo de
Nepal, que me contempla con bastantes más cagadas de paloma que años tiene.
Estímulos, por ponerle un nombre a la
lección de generosidad recibida de una familia de campesinos que ha permitido
que seis occidentales invadan su casa, dándonos de comer sin pedir nada a
cambio, no consintiendo que les ayudáramos ni tan siquiera a fregar nuestro plato;
pidiéndonos permiso para también ellos ponerse a comer una vez que nos habían
servido. Estímulo como el de perturbar con nuestro caminar el momento del baño
de unas muchachas en esa especie de bañera-piscina cavada en el suelo delante
de sus casas, y cómo se han reído pudorosas. Cómo ese bebé que no tenía un año
observaba tranquilo y quizá un poco asustado que dos extraños le hicieran una
foto dentro de su capacho colgado en el porche.
De nuevo, una entrada editada. No me resisto a poner esa carita.
El contraste entre lo humilde de la forma de vida de esta gente y su alegría me tiene desconcertada y le da un manotazo a la idea de pobreza que guardaba en algún recoveco entre mis neuronas. Me pregunto ahora qué será eso de la pobreza. Si es que sólo tiene que ver con lo material o se trata de otra cosa. Termino por ofrecerle a mi mente la distinción entre miseria y pobreza, por si eso fuera el remedio para poder encajar lo que mis ojos y mi corazón se van encontrando.
Y así me encuentro
ahora, cuestionándome qué bien le hará al mundo la actividad a la que le dedico
más tiempo a la semana y mostrándole mi impotencia a este templo de vigas
talladas. Apabullada por el grito silencioso del secreto que se esconde detrás
de todos estos animales de cuerpo de madera y ojos redondos. Y sin ápice de
voluntad para consultarlo y satisfacer esta curiosidad apagada.
Sólo puedo
contemplar rendida y sentir que el mundo no me necesita.
Así que me
abandono ante el vuelo súbito de estos cientos de palomas que, azuzadas por el
ofrecimiento de un puñado de migas, invade mi espacio vital. Su alteración me
abanica la cara. Me revuelve un poco el pelo.
Me dejo hacer
por este perro de pelaje parcheado que acerca su hocico a mis pantalones de
ropa técnica. Sólo le interesa el calor que emite mi piel. Ni siquiera me
resisto y el ruido de las advertencias que desde mi interior tamborilean prudencia,
bacterias y sarna suena tan lejano…
La pobreza. El
cariño… Éso es de lo que realmente carecemos y lo que constantemente
reclamamos. Humanos y animales. Sobre todo los primeros…
Y ahora vienes
tú con tu amiga llamándome la atención. Y poco puedo hacer con mi cuerpo de
plomo. Los grititos de tu risa y tus pies descalzos se suman a mi lista de
contrastes a digerir. La luz de tus ojos grandes y negros eclipsa tu pelo
sucio, tu ropa ajada y tus mocos. No sé cuántos años tienes porque con los
niños de aquí no acierto. Todos parecéis más pequeños.
Perdona porque a
estas alturas, como decía, tengo tantos estímulos descolocados que sólo se me
ocurre jugar a echaros en las manos este líquido desinfectante con el que los
visitantes pretendemos protegernos de vuestros virus, no vaya a ser que nos
contagiemos con vuestra alegría.
Vuelvo a
sentarme, un poco avergonzada por responder de esta forma tan tibia a tus
juegos. Alargo cansada mi mano a la mochila buscando un pañuelo para
interrumpir tu risa al limpiarte la nariz, como tratando así de hacerle una
gracia a la existencia.
Me giro para
cerrar la cremallera. Sólo son un par de segundos los que te pierdo de vista. Al
mirarte de nuevo tus manitas están partiendo en dos el pañuelo para darle la
mitad a tu amiga.
Y me rindo del todo.
Son ya demasiados estímulos.
Qué cierta esa diferenciación entre probreza y miseria, en tantos sentidos, además...
ResponderEliminarEl resto de tu relato es igual de invasivo: la alegría de la sencillez, el secreto de lo primitivo, de cómo se pierden unas cosas por ganar otras, de cómo hemos llegado los occidentales a ser lo que somos a cambio de perder la sonrisa y cambiarla por la ironía...
En fin. A los que estamos a este lado de la inocencia ya solo nos queda seguir aldelante.
Siempre me gustan mucho los comentarios que haces, Paseante, pero éste, especialmente. Muchas gracias.
EliminarY es que siempre me sorprenden las reflexiones que lo que podamos escribir por aquí, genera en los demás. Y se pone uno a sentir aquello que dicen los profesionales, que luego los textos pasan a ser de quien los lee. Pues aquí, a pequeña escala, lo mismo.
Tu última frase encaja perfectamente en el sentimiento de impotencia y pequeñez que me acompañó en aquel momento.
Gracias de nuevo.
Qué vivo está todo esto, amiga querida. Aunque sea casi subterránea yo percibe que esa falta de necesidad del mundo hacia nosotros de alguna forma nos salva, si tienes el coraje para, como tú, rendirte.
ResponderEliminarQué buena aportación, Sila! Así es. Así también lo creo yo: soltar el empeño pulsar todos los días al botón del ON del mundo. Y, si se me permite, cuando eso pasa algo me dice que todo se hace un poco más mágico. Más sorprendente.
EliminarLa fortuna me sonríe: Este post tiene los comentarios más hermosos de toda la blogosfera. Gracias!!