Me invitas
a que mire por la ventana y te cuente lo que veo. Seré objetiva: a mi izquierda
hay una persiana bajada tras el cristal. Casi siempre escribo de noche. Un bajo
de noche con la persiana subida es lo más parecido a un escaparate, y a mí me
puede el pudor. Pero mira, este simple gesto me ha servido para darme cuenta
que estoy calcando una escena en la que también me sentaba, como ahora, bajo
las faldas de una mesa camilla y me giraba hacia la izquierda para mirar por la
ventana, pero entonces estudiaba y la mesa ocupaba una esquina de mi cuarto en casa
de mis padres. De todas, mi habitación es la que más me gusta de la casa y no
porque sea mía, sino por su luz y sobre todo, por la terraza. Todavía hoy, cada
vez que voy, me encanta sentarme allí y secarme en pelo al sol.
Hacia mi
terraza, las casas aledañas descubren las entrañas de sus patios. Desde ella,
he sido la cirujana que explora sus resquicios. Vista generosa, ningún edificio
se la nubla y quedan enteros para mí los contornos de la sierra. Mi terraza es
silencio, estrellas y grillos en verano, tejados helados en invierno, un toldo
que rebota con las ventiscas. El invernadero de mi madre.
Pero
también fue melancolía. Cuando en aquellos años me cansaba de estudiar miraba
por la ventana y me quedaba absorta mascando el paso del tiempo marcado por mis
Eneros, mis Junios y mis Septiembres. A mis ojos, la vida pasaba y allí
permanecíamos estáticos los tejados, los patios traseros, la sierra y yo. Sólo demostraba
movimiento la llegada cada primavera de los aguiluchos* que anidaban en los
tejados rotos de las casas viejas. Acudían siempre puntuales, siempre por
sorpresa. Los encontraba de repente justo antes de los exámenes de verano.
Entre ecuaciones descubría las grietas donde asomaban sus cabezas los polluelos
nuevos, primero tímidamente y después con mucha más algarabía compitiendo por
ser destinatarios de la carga que acarreaba su madre en el pico. Encontrar por
fin la resolución de uno de mis problemas no era tan emocionante como ser
testigo de sus primeras tentativas de vuelo.
Me
preguntaba cómo sería mi terraza, la sierra o los patios desde su punto de
vista. ¿Y de dónde vendrían? Apoyada en la baranda les imaginaba un origen más
exótico, África quizá, que el del pueblo en donde ahora criaban, y era para mí
un misterio mucho más complejo que el de la estructura atómica el mecanismo por
el que cada año regresaban a esas mismas tejas… La cuestión se me planteaba
irresoluble bajo la hipótesis de que los polluelos de hoy fueran los adultos
que regresarían la próxima primavera.
Tras el
descanso volvía a la silla y repasaba un poco los apuntes para ver dónde me
había quedado. La noche se echaba sobre aquella ventana que, por ser alta, no
era escaparate. La sierra se vestía de azul oscuro bajo la luz de las lunas de Junio, mientras que los aguiluchos desaparecían lentamente entre los
tejados. En Septiembre ya no estaban. Tan discretos como a su llegada, partían
sin avisar cuando el vuelo de las crías ya no era tan torpe y de repente un día
ya no los encontraba practicando giros sin batir las alas a la altura de la
terraza. Coincidía con los primeros frios. Entonces, mis descansos ya no eran
tan largos y los tímidos vientos del nuevo otoño me devolvían pronto bajo las
faldas de la mesa camilla. Desde allí, los días cada vez más cortos me
recordaban que aún quedaban meses para que volvieran a traerme
noticias de África.
Esto también pasa en mi terraza |
Postdata: De lo de tener una mesa camilla en pleno siglo XXI ya, si quieres, lo hablamos otro día.
(*) Para mí son aguiluchos. Vete tú a saber cuál es su verdadero nombre común.
(*) Para mí son aguiluchos. Vete tú a saber cuál es su verdadero nombre común.
Con la venia del Laboratorio Clandestino de Un Cuarto Propio.
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