viernes, 18 de marzo de 2016

El atajo que me llevó a un cielo como el de los Simpsons

La semana pasada a la salida del trabajo había nubes de los Simpsons: pequeñas, compactas, mullidas, salpicando uniformemente un cielo azul sin matices. Cuando el cielo se pone así, como el de los Simpsons, siempre me acuerdo de algo que me pasó hace tiempo y que nunca antes había contado.

Más o menos así

Era un día de primavera y yo salía del trabajo encarando la rampa del aparcamiento a golpe de pedalada a medida que reducía las velocidades de la bici: cinco, cuatro, tres, dos, uno… como un cohete espacial pero propulsado por mis piernas. Siempre es lo mismo: ascenso con curva a la izquierda y en el tramo final, un último empujón porque ahí el desnivel aumenta. Igual que en el Tourmalet. Una vez que el suelo se aplana devuelvo la cadena al piñón en el que estaba: dos, tres, cuatro, cinco… Es justo en ese momento cuando mi atención por fin se mueve desde el esfuerzo hacia el entorno.
Aquel día me recibieron al final de la rampa la intensa luz de las tres de la tarde de un Junio novato, el campo inmenso lleno ya de gramíneas y más arriba, un cielo sin matices sembrado de nubes pequeñas, compactas y mullidas distribuidas uniformemente hasta donde me alcanzaba la vista. Era lo que me faltaba: por aquella época yo vivía bajo la resaca de un amor fugaz, inesperado y sorprendente. Un Himalaya en mi cardiograma vital que rompía con sus habituales valles y mesetas. Ese escenario a la salida del trabajo sólo venía a refrendar los saltos mortales que algo parecido a la felicidad provocaba en todas mis vísceras, principalmente el corazón. En ese estado, ya sabes, toda impresión es una certeza y todo pensamiento se convierte en una máxima. De repente el universo se muestra ante ti sin tapujos y yo, en ese momento, era una con las gramíneas, con las nubes y con aquella luz deslumbrante.
Fundida con el Todo como estaba, no me había dado cuenta del ímpetu con el que pedaleaba ni tampoco de lo que pasaba por debajo de mis ruedas. Sólo cuando noté que circulaba a la altura de las copas de los árboles, bajé la vista para comprobar que el suelo había quedado tres metros por debajo de mí. Me asusté un poco, titubeé, pero mi instinto me decía que no dejara de pedalear por aquello de que el equilibrio sólo se consigue en movimiento. ¿Cómo era posible? ¡Estaba volando! La última vez que vi algo parecido yo tenía cinco o seis años, estaba en el cine de verano de mi pueblo y en la pantalla, Eliot transportaba a E.T. con un solazo recortado al fondo. Pero claro, yo no era Eliot, ni eso era el cine y en la cesta, mi bolso difícilmente podía pasar por un extraterrestre arrugado color patata.
Lo que más apuro me dio al principio fue que alguien me viera en el aire, ¿cómo podría explicarlo si ni yo misma sabía por qué estaba ahí? Pero para mi sorpresa, los pocos transeúntes con los que me crucé no parecían percatarse de mi vuelo rasante. Traté de acordarme desde las alturas de si en el periódico local habían mencionado algo acerca de la proliferación de ciclistas voladores y si no sería yo la única en toda la ciudad que aún no se había enterado de esta nueva forma de transporte, todo para explicarme la indiferencia de la gente con la que me encontraba. Pero no, no podía recordar nada parecido. ¿Sería que aparte de volar me había vuelto invisible? A tenor de mi sombra proyectada en el suelo no parecía ser esa la respuesta.
¿Y qué más da? Me relajé entonces, la oportunidad estaba para disfrutarla. Poco a poco me fui manejando por la baja atmósfera y me puse a copiar el arte de los pájaros, a distinguir la sutileza de las corrientes, a colocarme a su favor, a ser más aerodinámica. Me atreví incluso a dar unas cuantas volteretas, que sólo abandoné cuando empezó el mareo. Me sentí libre por primera vez en mucho tiempo y mi corazón… ¿era esto un corazón henchido?
Qué fácil es todo, me dije abandonando las cabriolas y retomando la mesura en mi pilotaje. En realidad todo lo que necesitamos está al alcance de nuestra mano pero no siempre tenemos el corazón dispuesto a verlo así de claro. Comenzaba a darme cuenta que muy probablemente esa apertura de corazón y esa lucidez podían tener como causa común cierta historia reciente de amor fugaz, inesperado y sorprendente. Un atajo, concluí. Y me dí la razón pues si el enamoramiento nos lleva a acceder a estados más plenos pero que ya existen, los objetos de ese amor son precisamente los atajos que nos permiten llegar a ellos. Pero ellos, esos estados más plenos, siempre están ahí, al alcance de nuestra mano, estemos o no enamorados. Es cuestión de dejar libre al corazón.
Ensimismada como iba en mis razonamientos, tampoco esta vez noté que había ido perdiendo altura hasta que trastabillé contra el suelo y me vi obligada a aplicarme de nuevo con los pedales para competir con el rozamiento del asfalto. Al principio me dio pena, ¡se estaba tan bien ahí arriba! y tuve un par de arranques rabiosos de pedaleo fuerte para provocar otro ascenso, pero al cabo de un rato desistí porque comprendí que mi legítimo camino estaba en el suelo y que podría ser muy peligroso pretender mantenerme siempre entre las nubes. Entendí que mi camino, a veces costoso, necesitaba de cada uno de mis pasos, experiencias e incluso de los atajos, que bienvenidos sean todas las veces. Pero un atajo es sólo un atajo: un by-pass en medio del trayecto, una senda que alivia y recuerda lo que podría ser caminar siempre con el corazón abierto.
Así que en ese momento decidí que no tendría miedo a tomar atajos, aceptar ese vértigo, esa curva con peralte, saborear de vez en cuando lo que es volar en medio de nubes de los Simpsons, pero que mientras tanto no olvidaría mirar de reojo a mi propio sendero para no perderme.
Unos años después admito que casi nunca lo consigo. ¡Se está tan bien ahí arriba!


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