La semana pasada
a la salida del trabajo había nubes de los Simpsons: pequeñas, compactas,
mullidas, salpicando uniformemente un cielo azul sin matices. Cuando el cielo
se pone así, como el de los Simpsons, siempre me acuerdo de algo que me pasó
hace tiempo y que nunca antes había contado.
Más o menos así
Era un día de primavera
y yo salía del trabajo encarando la rampa del aparcamiento a golpe de pedalada
a medida que reducía las velocidades de la bici: cinco, cuatro, tres, dos, uno…
como un cohete espacial pero propulsado por mis piernas. Siempre es lo mismo:
ascenso con curva a la izquierda y en el tramo final, un último empujón porque ahí
el desnivel aumenta. Igual que en el Tourmalet. Una vez que el suelo se aplana
devuelvo la cadena al piñón en el que estaba: dos, tres, cuatro, cinco… Es
justo en ese momento cuando mi atención por fin se mueve desde el esfuerzo
hacia el entorno.
Aquel día me
recibieron al final de la rampa la intensa luz de las tres de la tarde de un
Junio novato, el campo inmenso lleno ya de gramíneas y más arriba, un cielo sin
matices sembrado de nubes pequeñas, compactas y mullidas distribuidas
uniformemente hasta donde me alcanzaba la vista. Era lo que me faltaba: por
aquella época yo vivía bajo la resaca de un amor fugaz, inesperado y
sorprendente. Un Himalaya en mi cardiograma vital que rompía con sus habituales
valles y mesetas. Ese escenario a la salida del trabajo sólo venía a refrendar
los saltos mortales que algo parecido a la felicidad provocaba en todas mis
vísceras, principalmente el corazón. En ese estado, ya sabes, toda impresión es
una certeza y todo pensamiento se convierte en una máxima. De repente el
universo se muestra ante ti sin tapujos y yo, en ese momento, era una con las
gramíneas, con las nubes y con aquella luz deslumbrante.
Fundida con el
Todo como estaba, no me había dado cuenta del ímpetu con el que pedaleaba ni
tampoco de lo que pasaba por debajo de mis ruedas. Sólo cuando noté que
circulaba a la altura de las copas de los árboles, bajé la vista para comprobar
que el suelo había quedado tres metros por debajo de mí. Me asusté un poco, titubeé,
pero mi instinto me decía que no dejara de pedalear por aquello de que el
equilibrio sólo se consigue en movimiento. ¿Cómo era posible? ¡Estaba volando!
La última vez que vi algo parecido yo tenía cinco o seis años, estaba en el
cine de verano de mi pueblo y en la pantalla, Eliot transportaba a E.T. con un
solazo recortado al fondo. Pero claro, yo no era Eliot, ni eso era el cine y en
la cesta, mi bolso difícilmente podía pasar por un extraterrestre arrugado color patata.
Lo que más apuro
me dio al principio fue que alguien me viera en el aire, ¿cómo podría
explicarlo si ni yo misma sabía por qué estaba ahí? Pero para mi sorpresa, los
pocos transeúntes con los que me crucé no parecían percatarse de mi vuelo
rasante. Traté de acordarme desde las alturas de si en el periódico local habían
mencionado algo acerca de la proliferación de ciclistas voladores y si no sería
yo la única en toda la ciudad que aún no se había enterado de esta nueva forma
de transporte, todo para explicarme la indiferencia de la gente con la que me
encontraba. Pero no, no podía recordar nada parecido. ¿Sería que aparte de
volar me había vuelto invisible? A tenor de mi sombra proyectada en el suelo no
parecía ser esa la respuesta.
¿Y qué más da?
Me relajé entonces, la oportunidad estaba para disfrutarla. Poco a poco me fui
manejando por la baja atmósfera y me puse a copiar el arte de los pájaros, a
distinguir la sutileza de las corrientes, a colocarme a su favor, a ser más aerodinámica.
Me atreví incluso a dar unas cuantas volteretas, que sólo abandoné cuando empezó el mareo. Me sentí libre por primera vez en mucho tiempo y mi corazón…
¿era esto un corazón henchido?
Qué fácil es todo, me dije abandonando
las cabriolas y retomando la mesura en mi pilotaje. En realidad todo lo que necesitamos está al alcance de nuestra mano
pero no siempre tenemos el corazón dispuesto a verlo así de claro. Comenzaba
a darme cuenta que muy probablemente esa apertura de corazón y esa lucidez
podían tener como causa común cierta historia reciente de amor fugaz,
inesperado y sorprendente. Un atajo,
concluí. Y me dí la razón pues si el enamoramiento nos lleva a acceder a estados
más plenos pero que ya existen, los objetos de ese amor son precisamente los
atajos que nos permiten llegar a ellos. Pero ellos, esos estados más plenos,
siempre están ahí, al alcance de nuestra mano, estemos o no enamorados. Es
cuestión de dejar libre al corazón.
Ensimismada como
iba en mis razonamientos, tampoco esta vez noté que había ido perdiendo altura
hasta que trastabillé contra el suelo y me vi obligada a aplicarme de nuevo con
los pedales para competir con el rozamiento del asfalto. Al principio me dio
pena, ¡se estaba tan bien ahí arriba! y tuve un par de arranques rabiosos de
pedaleo fuerte para provocar otro ascenso, pero al cabo de un rato desistí
porque comprendí que mi legítimo camino estaba en el suelo y que podría ser muy
peligroso pretender mantenerme siempre entre las nubes. Entendí que mi camino,
a veces costoso, necesitaba de cada uno de mis pasos, experiencias e incluso de
los atajos, que bienvenidos sean todas las veces. Pero un atajo es sólo un atajo: un
by-pass en medio del trayecto, una senda que alivia y recuerda lo que podría ser
caminar siempre con el corazón abierto.
Así que en ese
momento decidí que no tendría miedo a tomar atajos, aceptar ese vértigo, esa
curva con peralte, saborear de vez en cuando lo que es volar en medio de nubes
de los Simpsons, pero que mientras tanto no olvidaría mirar de reojo a mi propio
sendero para no perderme.
Unos años después admito que casi nunca lo consigo. ¡Se está tan bien ahí
arriba!
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