Fue hermoso ver
cómo surgió el cuadro.
Lo digo sin
vanidad pues, aunque detrás está escrito mi nombre al lado de una fecha que
remite a otro septiembre, te aseguro que sólo fui una espectadora del baile que
mis manos, ataviadas de pinturas pastel, representaron sobre aquel papel en
blanco.
No estaba sola,
había una voz suave que me guiaba y una melodía que acompañaba la danza.
Primero fueron los carboncillos. Cuatro en cada mano, entre los dedos. - Agárralos
todos y déjate llevar por la música- me dijo la voz, y la cartulina fue virando
al negro porque mis manos se encapricharon de rellenarla con garabatos. Yo,
respetando el ritmo, anhelaba que se cubriera entera pero no pudo ser pues fuimos
invitadas a tiempo, mis manos y yo, a apartarnos de la pared y contemplar la
maraña. Me encontraba exhausta, como habiendo salido de un trance.
Nunca había
utilizado las pinturas pastel aunque todos los veranos de mi infancia me moría
de envidia cuando observaba a los dibujantes de la playa retratando con esas
barritas al turista de turno que se sentaba enfrente. Pero no era el motivo de mi
envidia el saber dibujar: era el placer de tener entre mis dedos esa tiza y
sentir cómo se agotaba sobre el papel rugoso. Un placer pequeño, tipo Amélie. Yo,
con este cuadro, me estaba dando el gusto de experimentarlo.
La voz
continuaba, -ahora vas a volver al papel, ¿qué puedes hacer con lo que has
dibujado?- Miré incrédula mi amasijo de curvas y me quedé parada unos instantes
sin saber por dónde empezar. Menos mal que mis manos enseguida tomaron la
iniciativa: primero se dedicaron a repasar las líneas del contorno, y después,
más resueltas, se atrevieron con el interior. Con esa misma técnica, repasando
líneas al azar, me iba dando cuenta que me descubrían imágenes escondidas. Así,
vi surgir al patito desvalido; después al otro, más gordo, separándose
desdeñoso. A su lado, algo parecido a una bellota. Lo siguiente fue la extraña
flor con su pétalo caído en forma de corazón. Los últimos, el astronauta y el
río… Al final ya estaba cansada y aunque la voz me animaba a seguir difuminando
y coloreando, sólo pude repasar en verde las ramas enredadas sobre las que
camina el pato orgulloso.
Satisfecha y
curiosa, pues seguro que el cuadro escondía más imágenes, me fui a casa con el
papel enrollado bajo el brazo y con la sensación de haber vuelto de una ensoñación.
De hecho, siempre me pareció que el dibujo tenía tintes oníricos. ¿Sería éste,
como los sueños, un cuadro revelador? En cualquier caso, me gustó cómo había
quedado la combinación de colores así que lo clavé en la pared para que me
acompañara durante mis comidas y mis cenas.
Hace unos días
me topé con él, justo en el lugar donde siempre se encuentra. Distraída,
recogía la mesa y al levantar la mirada lo vi. No era la primera vez que el
cuadro me hablaba: siempre, de una forma extraña, me he sentido identifica con
el pequeño pato desvalido. Cuando me lo encontré esta vez, nos vi a ti y a mi
con nuestras patitas flotando sobre ese río que mana del astronauta; con la
amargura de sentirnos rechazados y abandonados por ese otro pato más grande y
poderoso que se lleva nuestra alegría en forma de bellota; arrastrando tras de
sí un corazón, el nuestro, que se desprende lánguido de una flor rara.
Pero, ¿sabes? No
era eso lo que el cuatro quería decirme esta vez. Esta vez me dijo que tú y yo pisamos
sobre agua y que el agua representa las emociones, pero también la vida. Yo me
acordé de los dos, con los pies sumergidos en el agua fresca de una cascada
auspiciosa. Sobre nuestras cabezas, millones de abejas salvajes transformaban
el néctar en miel. ¿Representarían mis garabatos su revoloteo? Si hoy miro la flor
extraña puedo ver ahí panales muy raros de encontrar.
El cuadro me
sigue contando que mis desdichas, y acaso también las tuyas, tienen la poca solidez
de los sueños. ¿O no ves que el pato grande, el que abandona, el que rechaza… no
es real? Sólo tienes que fijarte en que su ala no es un ala: está al revés. Si eso
no te vale, observa que frente a la fuente de vida que a ti y a mí nos
sustenta, él pisa un suelo muy poco consistente. Ni siquiera es suelo: sus
patas se enredan en la maraña de un matorral estéril. En la trayectoria
invisible que pintan millones de abejas en el aire…
Todo eso es lo
que esta vez, tras un par de años, muchas experiencias y crecimiento, me ha
revelado mi cuadro. Aún no me lo ha contado todo, estoy segura. Sé que harán
falta más años, más crecimiento, más experiencias…, dar quizá una nueva vuelta
en mi samsara para poder llegar a
entender qué pinta un astronauta en todo esto.
Si a esa mezcla de imágenes se le suma un astronauta, el género de la obra está claro: surrealismo. Y entonces todo es posible. En el sueño no hay leyes físicas, ni de ningún otro tipo. Por eso hay tanta gente que quiere vivir en sueños.
ResponderEliminar¿Y si fuera el astronauta lo único real que tiene el dibujo?... Por rizar el rizo. Estoy de acuerdo con lo de vivir en los sueños. Quizá todos vivamos el nuestro. Espero que el suyo sea agradable.
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