lunes, 17 de agosto de 2015

De lo que pasó cuando me topé con aquel libro de Ortografía Hebrea

Ocurrió en una Feria de Libro Viejo de una distinguida ciudad del norte.
Yo merodeaba entre las casetas por una cuestión de mero postureo; también porque iba acompañando a mi madre y porque, qué demonios, aún mantengo la esperanza de que llegue el día en que los libros vuelvan a abalanzarse sobre mí. Me entremezclo entre ellos como el que persigue el nirvana… pero nada: los libros pasan tanto de mí como yo de ellos. Quizá se deba a que el llanto silencioso de mis libros comprados y no leídos pesa sobre mi conciencia cual menhir sobre la espalda de Obélix1,2. Quizá entre la información aún no desvelada de nuestro ADN exista, al igual que ocurre con el color de los ojos, un cupo de libros por leer y yo ya haya sobrepasado el mío. Quizá todo esto no sean más que excusas para justificar mi involución lectora.
Pero, decía, echaba yo el ojo a los puestos de la feria y ante ésa mi frustrante actual vida lectora, me imaginaba a mi misma en el mismo escenario, olisqueando curiosa como perro sabueso entre millones de páginas mohosas la presencia de libros sobre… Ortografía Hebrea, por ejemplo, que fue el título con el que se toparon mis ojos. ¡Santo cielo, sí! Ser una friki de Ortografía Hebrea, morir por encontrar un texto nuevo, soltar grititos de satisfacción cuando encontrara algún ejemplar de algún autor sólo conocido por mí… Sin embargo allí estábamos mi parsimonia, mi cuasi-indiferencia y yo esquivando la mirada de todos y cada uno de los libreros, adoptando una pose de interés cuando por dentro bostezaba con todo lo que me abarcaban las fauces, y canturreando alguna canción simplona que, básicamente, es a lo que se dedica mi mente cuando está distraída.
Bien poco me duró el lamento por mi falta de entusiasmo ante ningún tema; bastante menos que escribir la anterior parrafada, pues un impulso interno que lleva un tiempo cobrando enorme fuerza propinó tremendo puñetazo sobre la mesa de mi control mental exclamando que hombreyá, pero qué es esto, pero que si siempre vamos a estar así, queriendo ser otra cosa distinta de la que somos.

Talmente como en la película Del Revés, lo que pasa que los de Pixar se quedaron cortos de personajillos internos.

No le hizo falta insistir demasiado al tal impulso, la verdad, pues la pretensión de ser otra cosa, acaso una Laura 2.0 más dinámica, dicharachera, más a la moda, más deportista, más friki de temas poco populares en librerías de viejo…, es una tendencia que va quedando obsoleta en mi interior, pero claro, se ve que quiere morir matando.
Un día antes, precisamente, hablaba con mi hermano de lo que admiro a la gente que aplica la coherencia entre sus pensamientos y sus actos; aquella a la que no le distorsiona en lo más mínimo el hecho de que sus gustos e ideas vayan en un sentido diferente al de su entorno. Mucha gente lo verá fácil, yo no, quizá porque la presencia en mi vida de esa pretensión de ser otra cosa diferente a la que era ha hecho que siguiera mis impulsos a regañadientes. La coherencia con uno mismo es la puerta hacia la verdadera felicidad: una felicidad sin fuegos artificiales, una felicidad pachorrona que se contenta con lo que le rodea y que si no le gusta lo que le rodea, cambia el rumbo con esa misma parsimonia y sin dramas.
Y pienso que ésa es la Laura 2.0 a la que verdaderamente quisiera encaminarme si es que no me estoy encaminando ya. Una Laura 2.0 que, como reclamó ante las casetas mi impulso interno, se reivindique a sí misma; que cada vez que vea un libro de Ortografía Hebrea o sucedáneos, cada vez que se coréen las últimas tendencias en moda, cada vez que se descuide y se deje llevar por aquello que se supone que hay que hacer…, recuerde que nada de eso es comparable a las mieles que ha de saborear cuando, al alcanzar la coherencia, experimente una buena dosis de felicidad pachorra3.



1: Es que lo de “pesar como una losa” está muy visto.
2: Aunque, ahora que lo pienso a Obélix no le pesaba nada el menhir… quizá a mi me pase lo mismo, no sé.
3: Se trata de una adaptación personal de lo que mis libros chinos distinguen como felicidad amarilla: sosegada, sin grandes alardes, ligada al alma, duradera y real frente a la felicidad blanca: la entusiasta, ligada a las emociones y a la satisfacción del ego; explosiva pero puntual y efímera.



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