Nacimos señaladas por el propósito.
Peinábamos los pelos falsos de nuestras
muñecas al tiempo que las instrucciones se colaban a través de la rendija de la
puerta de la habitación de los juguetes. Apenas unos susurros.
Al poco, nos dejaron participar
de sus encuentros y, mientras nosotras mecíamos descuidadas nuestros calcetines
calados sentadas en sus regazos, los ecos cristalizaban en la voz grave de nuestras
madres. - La hermana de ésta, la tía de aquélla, la amiga de nosequién-,
decían en medio de un sinfín de historias. Después, sacudían la cabeza
lamentando. O sospechando. De súbito, nos advertían, - niña, a ver a quién vas
a traer a casa-, y explotaban en risas. Nosotras nos juramos, porque éramos
nosotras, que esos caminos nos serían ajenos y que la buena senda se abriría
ante nuestros zapatos de charol.
El designio se entretejía con las
estrofas de las cancioncillas del colegio mientras saltábamos y corríamos entonando
como un mantra la edad de nuestros casamientos, o el ser las más bonitas, o las
que esperaban en cada puerto. Y era romántico. Y sutil.
Crecimos, arremolinadas y
expuestas, mostrando nuestras más espectaculares plumas sabedoras de que éramos
reclamo. La respiración en suspenso ante sus acercamientos y luego, la
decepción o la dicha. Muchas de nosotras, complacidas, fuimos tocadas por el
capricho de ser elegidas y, aunque la fantasía se materializaba torpemente, descansábamos
aliviadas pues éramos fieles cumplidoras del objetivo, libres del abismo de la
soledad; del ostracismo en el que deambulaban aquéllas que no habían tenido
tanta suerte.
Adquirido el estatus, celebramos
los fastos envueltas en tules, satenes y brillo. Pero no era suficiente por eso
abrimos las piernas ávidas de que el fruto creciera en nuestros vientres.
Cuando llegaron los hijos, pudimos por fin contemplar la obra desde nuestra
atalaya.
Hecha la vida, el triunfo era el
nuestro; el error, de quien quedó en el camino, de quien se cuestionaba, de quien
no encajaba. Por eso dimos de lado a la sospecha y cerramos los ojos para no
ver resquebrajarse el suelo bajo nuestras faldas, sosteniendo a ciegas los pedazos
resbaladizos del castillo que habíamos perpetuado.
Y aún hoy, desmadejado el cuento,
seguimos posando para ellos sin saber muy bien por qué. Sonriendo y engolando
la voz desde nuestro escaparate. Deseando que acudan a este cebo de escotes
arrugados y colmar así el ansia de nuestra carne resentida. Solo, para por un
instante, olvidarnos de nosotras y volver a ser Nosotras, las Ungidas.