miércoles, 22 de julio de 2015

¡¡ASÍ NO, DE SOSLAYO!!

Mi padre siempre cuenta que, en lo que a ir de aceituna se refiere, le sentaba fatal que mi abuelo le gritara la frase que titula el post.
Pongámonos en la situación de mi padre: ir de aceituna significaba que no le quedaba más remedio que levantarse muy temprano los fines de semana de enero para ir a recolectar el susodicho fruto de los olivos de mi abuelo, su suegro. En ese entorno hostil, el yerno ha de ser sumiso y acatar lo que el más longevo y experimentado de los dos tenga a bien indicarle, máxime si es el padre de su joven y flamante mujer. Máxime si es el dueño de los olivos.
Obsérvese a ese padre mío, antes de que yo fuera, tratando de agradar al suegro yendo, vara en mano, a atacar al primer olivo. Atiza el primer golpe, supongo que consciente de la mirada en su cogote de mi abuelo y, lejos de obtener aplauso, escucha desde dos direcciones, la trasera y la del eco que le devuelve la sierra, la sentencia antedicha:
¡¡¡¡ASI NO, DE SOSLAYO!!!!
Por más que la víscera me empuje a defender a mi padre que entonces no era, no tengo más remedio que darle la razón a mi abuelo.
Se entiende fácilmente: mi padre iba directo al olivo, empuñando la vara y soltándola en lo que podría definirse, una trayectoria perpendicular a la copa. Los más experimentados, como mi abuelo, bien sabían de la poca eficacia recolectora de la tal maniobra que además conllevaba un efecto dañino sobre el árbol. Por otro lado, impactando de soslayo, en una trayectoria que podría definirse como tangencial a la copa del olivo, el rendimiento en aceituna se aproximaba al cien por cien repercutiendo mínimamente en la integridad del frutal.
Sé que no hacía falta explicarlo pero me he visto obligada, pues no es la pretensión de este texto el instruir a la próxima cuadrilla de aceituneros, altivos o no, en la colecta de olivas sino la de explicarme un concepto taoísta que asocio a esta vieja y pequeña historia familiar*.
Al contrario de lo contado dos post antes acerca del Wu Wei o el arte de la no-acción, en este caso el concepto se refiere al modo correcto en que debe producirse la acción: nunca de forma directa.
Pero hay que matizar: si el asunto que nos ocupa es el de ir a por el pan, la acción ha de ser directa, es decir, voy a la panadería a comprar el pan y punto-pelota; no me voy indirectamente a la frutería de al lado porque por más que me empeñe, el chorizo lo quiero metido entre panes y no entre las dos mitades de un boniato. Cuando los textos orientales hablan de la forma indirecta en que hay que ocuparse de los asuntos, no se refieren a asuntos así de tangibles y cotidianos, sino a aquellos en los que al sujeto se le presentan deseos, anhelos, miedos y otras cuestiones más internas, universales e intangibles.
Imagina entonces ese asunto que hace que se despierten todos tus miedos y anhelos; ese asunto en el que siempre te atrancas; ese asunto que te vuelve torpe y asustadizo; ese asunto que no eres capaz de resolver.
Pongamos por caso que ese asunto es una relación tormentosa con un miembro de tu familia. Esta relación pone a prueba tu ego, te hace sentir ira, frustración, te lleva la contraria… Seguramente habrás intentado resolverlo muchas veces, esperando un resultado y obteniendo otro bien diferente; es probable que después de estos intentos el asunto se haya enrevesado aún más. ¿Cuál es la razón? Pues según el taoísmo, lo que te ha movido al atacar el asunto directamente y si eres sincero, ha sido la satisfacción que imaginabas al pretender que tu movimiento iba a obtener el resultado que querías. Seguramente tu deseo oculto era que tu familiar te diera la razón, traértelo a tu terreno… así el asunto estaría resuelto para ti de una forma directa. Acción y reacción.
Mis libros chinos, sin embargo, instan una y otra vez a la paciencia y no hablan de soluciones rápidas y directas. Invitan a que tengas en cuenta que en este tablero hay muchos más jugadores y a que ese asunto es la excusa que ha de servirte para que aprendas cuáles son tus carencias: todas ellas, dicho sea de paso, relacionadas con el mantenimiento de la autoimagen y con la satisfacción de nuestro ansioso e impaciente ego. Las resoluciones que propone el taoísmo indican que hay que avanzar con sutileza pero sin perder de vista tu objetivo, haciéndole comprender al ego que el único que sufre es él. Implican la corrección y el pulido de uno mismo lo que, indirectamente, repercutirá en el bien de todos los implicados y, por ende, en la resolución indirecta de ese asunto.
En resumen, que el asunto es la excusa para desarrollar la paciencia, el desapego, para ablandar los efectos del ego…y tu atención tiene que centrarse más en esa excusa que en el asunto en sí. Dicho de otro modo: lo que hay que hacer es abordar ese asunto de soslayo.
Volviendo a mis ancestros, mi padre pasó de varear los olivos de mala gana y de frente sólo por contentar a la familia política, cosa  que sólo provocaba daños en el árbol y en sí mismo -véase la bronca mi abuelo-, a abordar al olivo de forma indirecta, a darse cuenta que quizá tenía que modificar la forma en que agarraba la vara, a observar que su atención comenzaba a dirigirse al cuidado del árbol, a aprender a golpear de forma más eficaz, no brusca y sin importarle lo que dijera el suegro que, dicho sea de paso, comenzó a respetar de esta forma el trabajo de mi padre.
Y es así que, unas décadas más tarde, comprendo que mi abuelo, sin ser chino, nos dio a mi padre y a mí una buena lección de taoísmo aplicado.

Con un matiz: nosotros somos manchegos

En recuerdo de mi abuelo Heliodoro.

 *Es lo que ocurre si no tienes vacaciones y te pasas las siestas de este inhóspito verano leyendo las enseñanzas de la sabiduría oriental.

lunes, 20 de julio de 2015

Esa sensación a verano

Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
Seguro que sí y mucho más si dejas que las imágenes de lo que para ti es el verano se coloquen en la primera fila de tus recuerdos.
En los míos, podría decirte que esa sensación que quiero describir nació en las noches de verano de mi niñez. En la tregua que en los días de calor seco y siestas eternas, el sol nos otorga a los que habitamos en el interior. Surgió a mi lado, sentada conmigo en la acera aún caliente, quemándome las piernas por debajo de mi falda azul; mirando las estrellas bajo el run-run de la conversación de las vecinas del corrillo; en el sonido de los saltamontes al chocar contra las paredes donde las farolas nos daban luz y mosquitos: qué miedo me daban… En esas horas tardías que, por aquel entonces y sólo porque era verano, mis padres me dejaban estrenar.
Ahora sí que sabes de lo que te hablo aunque quizá tú lo asocies con una playa o un río, o con las risas de tu pandilla, o con las fiestas del pueblo, o con algún amor de verano… con cosas así. Y también sabrás que esa sensación te asalta de forma súbita en otros momentos de otros veranos aunque no estés en la playa o ya no te quemes las piernas por debajo de ninguna falda; de repente la notas, con su toque de inocencia, de frescura, de parsimonia, de no hacer, de disfrutar porque sí…
La otra noche me pasó y ni siquiera estaba en la calle respirando el único aire fresco de todo el día. Estaba dentro de una tetería en una ciudad sin alardes: la mía. Habíamos llegado sin saber muy bien qué íbamos a ver, sólo que Mariana, nuestra amiga, recitaba poemas entre las canciones de Luis, amigo suyo. Un concierto interrumpido, según ella. En el local había muy poca gente pero me doy cuenta que a la mayoría los conozco. Este tipo de detalles son los que, de un tiempo a esta parte, me van susurrando despacito que soy de aquí, a mí que, sin haber salido de la provincia, no me identifico con ninguno de los lugares en los que duermo.

Comenzó el concierto y la voz argentina de Mariana se columpiaba entre las notas de la guitarra de la que Fabián, amigo de Luis, arrancaba suavemente estándares de jazz. Sin darme cuenta fui recostándome en la silla; al cabo de un rato descubrí que sonreía mientras escuchaba… Entonces, en medio de esa parsimonia, la reconocí: era esa sensación, otra vez, asaltándome en esa noche de verano.
Los poemas de Mariana, el jazz de Fabián, la voz ondulante de Luis saltando entre graves y agudos, yendo y viniendo como olas del mar, trayendo a mi orilla los recuerdos de los que antes te hablaba: el camión de mi vecino aparcado en la puerta, los juegos de los niños del barrio hasta altas horas de la noche; el golpeteo de los saltamontes en las paredes, el sonido de los grillos, el tomate con sal que alguna de mis vecinas cenaba en el corrillo. .. Silvia, sentada a mi lado, me saca de mi pasado y me cuenta que se siente la protagonista de un anuncio de KAS* de los noventa, ¿te acuerdas?, me pregunta. Sí, parece que a ella también le envuelve esa sensación a la que no puedo ponerle nombre.
Terminaron el concierto, los poemas y los estándares de jazz pero seguía oliendo a verano y no nos entraban ganas de volver a casa por más que apremiara el madrugón que nos esperaba en unas pocas horas. Pedimos otra ronda a ritmo de rumba y ya no estábamos en la tetería sino en la verbena de las fiestas de mi pueblo. Así no había manera de despegarse el verano de la piel…
Pero la alarma de la responsabilidad nos empujó a regañadientes a casa, recordándonos que el sueño de esa noche no pasaría de una siesta larga.
El camino de vuelta lo hice acompañada de los artistas, que pararon a tomar la última en un local cerca de mi casa. Yo seguí mi camino aún envuelta en esa sensación a verano a pesar de no ser ya esa niña que se asustaba con los saltamontes o que el mar rompiera a muchos kilómetros de la calle por la que caminaba, y es que debe haber algo de imperecedero en esa sensación que me contenía, algo así como la certeza de nuevos comienzos…
En fin, sigo sin poder definirlo pero ya da igual porque sé que sabes de lo que hablo. Y además, en este caso, las palabras son lo de menos: me quedo con la frescura indescriptible que la otra noche me trajo esta ciudad sin alardes que cada vez es más mía. En esta misma ciudad que, dándole a Silvia la razón, me sentí por un rato la protagonista de un anuncio de KAS de los noventa.

* Ya me gustaría que esta entrada estuviese patrocinada, pero no.
** Foto y vídeo, de Cristina.

lunes, 13 de julio de 2015

La enseñanza que escondía mi pirindola

Pirindola es una palabra viejuna, tan viejuna como el objeto al que representa. Sencilla hasta la vergüencita si la comparamos con las tablets con las que se entretienen los niños hoy en día.

La mía era roja y blanca pero no aparece en google

De muy pequeña yo tenía una pirindola. Creo que aún no sabía ni leer. Era roja y blanca con dibujos en negro por todo el canto. Me acuerdo de su tacto, me encantaban sus bordes redondeados y suaves y aparte de la alegría por hacerla bailar, me gustaba precisamente pasar las horas muertas explorando sus contornos.
Pero mi pirindola era un poco traviesa y se me perdía con mucha facilidad. Recuerdo de forma muy viva una imagen de mi misma, arrodillada delante del cajón donde solía guardarla, poniendo patas arriba el metro de costurera de mi madre, el papel blanco y fino con el que recortaba los patrones, las tijeras, una regla grande de madera donde a mis hermanos y a mí nos gustaba dibujar… pero la pirindola caprichosa, cuando estaba por esconderse, no había manera de encontrarla. Ante mi impaciencia mi madre me propuso que dijera “ya saldrá” cada vez que se perdiera y ese ya saldrá se convirtió así en mi particular manera de invocar a la pirindola ausente.
Pronto descubrí que esas palabras eran mágicas pues funcionaban de dos maneras diferentes: si decía ya saldrá y me olvidaba de verdad de la pirindola poniéndome a jugar a otra cosa, de repente aparecía en el lugar más insospechado y cuando menos lo esperaba. La sorpresa y alegría eran mayúsculas en ese caso. Si por el contrario pronunciaba el ya saldrá con fervor, con pasión, con angustia ante la posibilidad de que no apareciera, mi pirindola, efectivamente, no aparecía. Ya saldrá me repetía revolviendo una y otra vez en el cajón; ya saldrá; mirando debajo del mueble de la salita; ya saldrá, si seguía buscando en la mesilla de mi habitación… Pero nada. Cuando en este caso volvía a recuperar la pirindola no me hacía tanta ilusión como en la situación primera, por el contrario surgía el miedo ante una nueva pérdida y la codicia me impedía prestársela a mis hermanos.
Esa historia y ese ya saldrá, ha sido una de esas anécdotas vitales que siempre he recordado con cariño e indulgencia de parte de la adulta que soy ahora a la niña que entonces era.
Pero hete aquí que últimamente leo mucho en chino y cada vez estoy más convencida de que los antiguos sabios orientales eran conocedores del arte de vivir. El Wu Wei del Taoísmo es el arte de la no acción, entendido no como quedarte tipo ameba a verlas venir, sino como el ahorro del empeño, el prescindir de la obcecación por la búsqueda de la consecución de los deseos; la práctica de la aceptación de cada acontecimiento que llega a tu vida; la humildad al reconocer que todo lo que nos pasa es necesario para el desarrollo de nuestro potencial. No caer en la tentación de recorrer el camino directo y de rápida resolución hacia el que siempre nos quiere llevar nuestra mente y permitir, como dicen mis libros en chino, que tenga lugar el movimiento zigzagueante del que Lo Creativo se sirve para resolver cada cosa que sucede. Desapegarse de esa resolución que queremos que ocurra y confiar en que lo que venga por sí mismo será lo mejor para nosotros. Todo un arte. Nada fácil para seres cuyo ego es fundamental, por definición, para la vida.
Leyendo esos pasajes yo me acuerdo de mi pirindola y de las dos posibilidades de afrontar su pérdida. La primera de ellas, confiada, desprendida, humilde… aceptando sinceramente los hechos sin permitir que el resto de mis actos y juegos estuviesen condicionados por la pérdida y el afán de búsqueda. Puro Wu Wei.
La otra posibilidad, cargada del anhelo por encontrarla, me llevaba al sufrimiento y al llanto, a revolver por revolver en los cajones, desesperada por hacer algo para que apareciera. En definitiva, a no desprenderme de su ausencia, a no disfrutar de otros juegos mientras tanto. Actitud anti Wu Wei.
Es ésta una enseñanza que me ronda desde hace un tiempo y me doy cuenta que algunas de las últimas entradas de este blog están relacionadas con ella. Debe ser que es algo que tengo que aprender ahora pero que necesito abordarlo desde múltiples perspectivas para que lo asimile cada una de mis células. Quién sabe.
Mientras la enseñanza me cala de verdad o no, yo intento jugar con lo que tengo delante y saborear las situaciones que me llegan. Y si algún anhelo entra en mi mente, si me invade el ansia por llegar pronto a una meta inexistente, respiro, confío, llamo a la paciencia y muy bajito me digo: ya saldrá.

La foto es de esta página: www.cabalitodesign.com

domingo, 28 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Cuatro y Conclusiones

Cuando me despierto siento la resaca típica de una noche casi en vela, aderezada en mi caso con la sensación amarga de mis emociones recurrentes.
Me incorporo propulsada por las ganas de irme ya de aquí pero en medio del salto que me saca de la cama, admito que me voy en lo mejor aunque parezca lo peor, es decir, que me voy justo cuando han llegado las emociones a las que yo buscaba enfrentarme a porta gayola. Pero este Miura es duro y cuando llega, a una sólo le entran ganas de refugiarse tras la barrera por más que cuando estoy ahí a salvo crea que a la siguiente lo voy a poder torear.
Ay la vida… la vida, ya lo decía Jesulín, es como un toro.
Por el pasillo, camino de la cocina, soy la media aritmética entre una adolescente que me agarra y tira de un brazo, cabreada por haber elegido quedarme aquí en lugar de haber ido a la playa, y una señora muy sabia en la que soy yo la que me apoyo, que me susurra sonriente que está todo bien.
La mañana transcurre entre dos mundos: el tangible, justo a continuación de donde termina la barrera de mi piel, que paradójicamente en estos momentos es el más volátil, pues se desarrolla tras una nebulosa provocada por el otro mundo: el de mis pensamientos, al que siento más consistente que el real.
Tras la nebulosa observo estas dos extensiones que son mis brazos, muy afanados en recoger toda seña de experimento personal a ritmo del tamborileo de mis pensamientos que, cual si se tratara de la canción del Chiki-Chiki, van repasando insistentemente las opciones que ya me he contado millones de veces acerca de qué hacer con este piso:
  1. Que me toque la lotería o me llegue de la forma que sea (no quiero ponerle puertas a las posibilidades del cosmos) la cantidad suficiente para pagar lo que queda de hipoteca. Si esto ocurriera pondría a la venta el piso al precio que me costó la entrada, para resarcir a mi yo de 2009.
  2. Permutarlo por una casita al borde del mar.
  3. Tirar el tabique que separa el salón del dormitorio y montar ahí una buena sala de yoga. Habría que insonorizar toda la vivienda para no molestar a los vecinos cuando nos pusiéramos a cantar mantras.
  4. Vivir en él. La opción que de momento, menos me apetece.

Cuando le he dado cerca de diez vueltas a la retahíla bajo la influencia de la adolescente cabreada, llega la señora sabia para darme un poco de calma. Me dice que cuando las cosas dependen de terceros, cuando nada se puede hacer por una misma, lo mejor es precisamente no hacer nada y dedicarte a lo que te dedicas cada día. Quizá es que no ha llegado el momento y por eso hay que tener paciencia. Éso y aceptar las cosas como son, sin pataletas. Cuando dice esto último me hace un guiño mirando de reojo a la adolescente rabiosa, que se ha sentado muy enfadada en un rincón de la terraza.
Entonces es cuando yo suspiro, me calmo y vuelvo de nuevo mi atención a lo que ahora estoy haciendo ya sin nebulosa de por medio. En el dormitorio, doblo y guardo todo. Envuelvo el colchón en su funda y así, poquito a poco, voy devolviendo su nada a la que ha sido mi casa durante casi cuatro días.
Cargo el coche con todo salvo el pallet; voy a comer, hoy sí, con mi familia y por la tarde emprendo camino a Ciudad Real.
Mientras conduzco reconozco que no era necesario haber montado todo esto para llegar a las conclusiones a las que he llegado, pero no me arrepiento del experimento. Me gusta, vete tú a saber porqué, enfrentarme directamente a las cosas que me inquietan.
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En aquel trayecto decidí que dejaría pasar un tiempo antes de escribir este post, el más en diferido de toda la serie, no fuera a ser que, tras el experimento, mi ser evolucionase espiritualmente hasta un punto tal que pasadas unas semanas, y fruto de sucesivas epifanías, todas mis cuestiones hubiesen tornado a respuestas.
Pero no funciona esto así. Tras algunas semanas todo sigue igual pero he sido consciente de lo difícil que es llevar a la práctica lo que la señora sabia me decía: el dejar que las cosas pasen por sí mismas cuando uno no tiene directamente nada que hacer. El no dejarse llevar por la prisa ni por el deseo. El volver la vista a tu presente en cada momento... En definitiva, que un anhelo o cualquier otra inquietud que proyectas en tu futuro no te impida disfrutar de todas las cosas que suceden cada día.


martes, 23 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Tres

Segunda noche consecutiva durmiendo como una lirona. Definitivamente podría dormir en cualquier lugar. Ni miedos, ni reparos, ni extrañezas de colchón.
Hago mi yoga diario, desayuno y recojo la casa. Me pongo la radio pero no se oye, no sé por qué, y pienso que ¿no querías Nada?, pues aquí tienes dos tazas. Tampoco me importa demasiado: tengo la aceptación cerca de su cota más alta. Estoy de un flexible que da grima.
Lavar platos aplicando la ingeniería del ahorro de recursos hace que la acción sea más lenta pero más consciente. Me hace ser más cuidadosa ante el hecho de que la más mínima gota se pierda para siempre por el desagüe y cada gesto se convierte practicamente en una meditación.
Una vez ordenado todo sin música ni nada, enciendo el ordenador, fiel compañero. Sylvain tenía a sus perros y yo tengo este artilugio y unas ganas terribles de escribir aunque sea tonterías, para poder disfrutar de este teclado tan rápido.

 Mobiliario del salón - área de descanso - escritorio

Quedo con mis amigas por el whatsapp para merendar. Este retiro empieza a ser un verdadero cach[…]deo. Por la noche, además, veré el fútbol con mi padre. En realidad voy a echar el rato con él; el fútbol en sí mismo ha perdido para mí toda la gracia desde hace mucho tiempo.
Tendría que salir a comprar algo de fruta así que me visto y maqueo un poco. Es difícil sin espejo pero las ventanas dan reflejo suficiente como para que la raya del ojo salga medio bien.
Compro la fruta y unas galletas. De camino a casa de mis padres veo a lo lejos a uno de sus (mis) vecinos. Me pregunto qué edad tendrá pues, aunque es muy mayor, lleva un ritmo extremadamente ágil. Llego a la puerta y mientras busco las llaves me abre desde dentro. Me saluda como siempre muy cordial y yo le pregunto que qué tal está. Me dice que bien y añade: -¿a que no sabes cuántos años cumpliré el seis de Diciembre?-. -No sé…, noventa-, le digo. -¡Sí!, ¿es que lo sabías?- Qué va-, le replico, y es verdad.
Nos despedimos y yo me quedo perpleja ante la eficacia de la ley metafísica de la atracción: pide y se te dará, dice más o menos. Un minuto antes me preguntaba por su edad. Medio minuto después me la dice él mismo. Lo agradezco, claro, pero me fastidia que la Magia de la Vida se me presente con aconteceres tan intrascendentes y que, sin embargo, no opere en cuestiones que tienen más interés para mí. Pero, quién soy yo para juzgar lo que la Magia de la Vida quiera mostrarme, reflexiono, sumisa ante la vasteza del Misterio.
Tras breve parada en casa paterna, vuelvo al piso y me dispongo a comerme el tabuleh. Al abrirlo observo que el moho se ha empezado a cebar con él. ¡Qué rapidez! Dudo un poco, le quito la capa más superficial pero me da cosica. El riesgo de sufrir diarrea en un lugar sin agua corriente me persuade lo suficiente como para saltarme a la torera uno de mis pilares al respecto de la comida: no tirar nada. Así que lo mando todo a la basura y me como la empanada que nos sobró anoche, un plátano que compré esta mañana y además, me doy al deleite del café con leche gourmet y medio paquete de galletas.
Friego los platos y me echo un rato a la siesta. Al despertarme escribo un poco y comparo mis escritos con los de Sylvain. Mis días sin sal en medio de un pueblo manchego están dando más páginas que los que pasó Sylvain en Siberia viéndoselas con el Baikal. Llámalo sacarle jugo a la vida, llámalo cansinismo.
Preparo la clase de yoga y, mientras lo hago, en el whatsapp se termina de concretar el plan para quedar con mis amigas. Por primera vez desde mi estancia en el piso empiezo a experimentar mi ya familiar sensación de desasosiego y ganas de rellenar los huecos. Una huída de esta soledad. Aquí estabas, emoción pendeja, pero como coincide con la práctica del yoga, quedan amortiguados a tiempo sus efectos.
Rato muy agradable con mis amigas. Momentos de humor muy absurdo y risa floja, como nos sigue gustando después de tantos años y aunque ya haya bebés en el grupo. La velada se alarga y sólo puedo ver con mi padre el momento en que el Barcelona recoge la copa de la Champions. No diré si me alegré o no para no ganarme o, acaso perder, el afecto de quien quiera leer este diario.
Vuelvo al piso y entro de nuevo como una ladrona con mi linterna. Me acuesto y leo un rato. Trato de dormir pero esta vez, la primera vez, no soy capaz de hacerlo. De repente los sonidos de la calle se han amplificado. Tengo calor y, si me desarropo, frío. Me llega el rumor de la conversación de mis vecinos pero a mi me parece que están hablando por megáfonos. Me entra hambre: malo, señal de que llevo demasiado tiempo tratando de dormir. Bajo la luz de la linterna, me tomo un vaso de leche con galletas sintiéndome muy absurda por estar aquí. Vuelvo a la cama. Nada. Me incorporo en el colchón y revivo con arrepentimiento una y otra vez el momento en que decidí comprarme este piso. Respiro, pero el estómago se me empieza a contraer. Sé que son las emociones. Habéis tardado en llegar pero, finalmente, estáis aquí.


domingo, 21 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Dos

Primera vez que amanezco en mi piso. He dormido muy bien. Me levanto temprano y hago un poco de yoga. Desayuno, friego con cuidado para no gastar mucha agua. El truco está en echar primero el agua en la taza e ir mojando ahí el estropajo. Además es conveniente no utilizar mucho lavaplatos para que después el aclarado sea más liviano. Ingeniería del fregoteo. Me aplicaré estos principios cuando vuelva a la civilización.
Mientras ordeno el dormitorio recibo llamada paterna. Están de limpieza en las cocheras y se me requiere para ver qué hacer con el ingente número de cajas con libros que allí almacenamos mis hermanos y yo. Recibo de mala gana la noticia pues soy una ermitaña que ya está saliendo demasiado de su ermita, pero rápidamente cambio el talante y me decanto por la flexibilidad. Al fin y al cabo retirarse no es empecinarse, sino adaptarse a las cosas tal cual vengan1.
Cuando me planto delante de la primera caja de apuntes que guarda cientos de folios con mi letra de hace quince años (o más), el primer impulso es el de posponer la masacre. Pero sólo tardo dos respiraciones en darme cuenta de que se trata de un nuevo reto que me plantea mi ansia de Nada. Si aspiro a Ella, esta es una oportunidad más para crear espacios vacíos, en este caso, físicos. Es el reconocimiento de que hay cosas que ya no tiene sentido conservar. Es así como de nuevo pongo en práctica en el mundo material aquello para lo que me entreno en lo intangible y sin ápice de misericordia voy volcando en el maletero del coche kilos y kilos de sabiduría ingenieril; horas y más horas de culo sentado en la silla de mi habitación, en la de la residencia, las de las salas de estudio, las de las aulas de la facultad… y no me tiembla el pulso. Sólo salvo el proyecto fin de carrera y poco más.
Descargamos la mercancía en el punto limpio. Allí se encuentran los bomberos sofocando un pequeño incendio en uno de los contenedores. No siendo esto el colmo de lo raro, observo con divertimento la situación con algo de perspectiva: yo llevando a la práctica un experimento poco común y viviendo igualmente situaciones nada rutinarias como ésta. Debido al humo no podemos acceder al contenedor que nos toca y yo no puedo controlar la risa ante el cabreo momentáneo de mi padre.
A la vuelta, más ligeros, más ligera, me vuelvo a mi retiro donde me doy a la escritura sin miramientos.
Paro para comerme la ensalada de lombarda y un poco de tabuleh. Pongo de nuevo en práctica la ingeniería del fregoteo que va perfeccionándose en cada nueva tentativa y me tumbo a sestear con Walden bajo el brazo.

No leo: picoteo

Confieso que me da pudor publicar sobre mí por eso prefiero referirme a mis pensamientos o reflexiones pero Thoureau, en la primera página de Walden, escribe lo siguiente: […] empezaré disculpándome con los lectores que no estén particularmente interesados en mí […] en la mayoría de los libros el Yo o la primera persona se omite; en éste se conservará […] en general olvidamos que, al fin y al cabo, es siempre la primera persona la que habla. No hablaría tanto sobre mi mismo si hubiera otra persona a quien conociera tan bien.
Me siento, pues, legitimada en la distancia física y temporal por este pensador acerca de la redacción de mi experimento y de sacar a la luz estas cosas que yo considero tan íntimas. Es en este momento cuando decido que voy a publicar en el blog esta serie, aunque sea en diferido.
Me descabezo un poco tras la friolera de dos o tres páginas de Walden, haciendo así gala de mi poca avidez lectora. Al levantarme persisten mis ganas de escribir así que me doy a las teclas. Por la noche he quedado a cenar con mi hermana. Definitivamente la adaptación a los hechos que me rodean ha vencido al empecinamiento del encierro. No soy yo, son las circunstancias las que comienzan a marcar la diferencia entre este retiro y su concepción inicial como semi-enclaustramiento.
Ya que nuevamente tengo que salir del piso, me dirijo, empanada bajo el brazo, a darme una ducha a casa de mis padres. De ahí, la empanada y yo emprendemos rumbo a casa de mi hermana. Cena agradable y opípara pero sin carne esta vez.
Al regreso entro en mi casa, cual ladrona, con una linterna que me ha dejado mi padre. Me da por pensar que quizá los vecinos del bloque de enfrente se mosqueen al ver la luz móvil a través de las ventanas por eso trato de ser discreta. Lo mismo me pasa, lo que son las cosas, cada vez que voy al baño con la garrafa de agua. ¿Se asustarán mis vecinos? ¿Me llamaría mi vecina en plan: Oye Laura, algo pasa en tu piso, se oyen ruidos? Yo, claro está, contestaría bajito para no delatarme a través de las paredes… Qué poco dicen estos gestos de mi libertad interior. Qué lejos estoy aun de haber salvado la opinión de los otros, reflexiono antes de irme a la cama.
Leo un rato bajo la luz de la linterna, que apoyo en mi hombro como si estuviera fisgando entre mis páginas. Pero observo que ser ermitaña es agotador y me vence el sueño enseguida.

1 Adaptación no es sumisión, pero no estamos aquí para hablar de eso.


viernes, 19 de junio de 2015

Ermitaña en el pueblo. Día Uno

Me levanto temprano en Ciudad Real y en lugar de hacer mi yoga diario, me preparo la comida que me quedó ayer pendiente. Desayuno y ya que estoy en la cocina recopilo de ahí todas las cosas que creo necesarias para llevarme al piso.
Voy al dormitorio, hago la cama y recojo. De ahí, lo mismo: la ropa y los cuadernos y libros que vendrán conmigo. A tenor de lo que me llevo, ya sé que los días no van a tener horas suficientes para leer y escribir tanto.
El pallet, aún no sé para qué, la alfombra, la esterilla…
Doy varios viajes al coche para cargarlo todo y emprendo el camino hacia mi Siberia particular.
En el trayecto me confieso que hoy el día no será muy de recogimiento: Amigos Queridos me han invitado a comer a su casa. Tienen piscina y me han dicho que me lleve el bikini así que el plan es llegar al pueblo, colocarlo todo en su sitio y después irme a pasar la tarde con ellos.
Mi parte más pureta y radical con el experimento está un poco molesta: menudo retiro te estás planteando, tía. Por otro lado, ¿acaso Sylvain Tesson no recibía de vez en cuando la visita de Volodia y el resto de forestales del Baikal? Pues así soy yo, fiel a Sylvain en todo salvo en la ingesta de vodka. Además, me tomo esta invitación como una fiesta de bienvenida al retiro.
Al llegar encuentro el piso tan limpio como lo dejé hace dos semanas. La limpieza previa: uno de los preparativos no mencionados de este experimento. Inaudito sacar tanta suciedad de un lugar que no tiene nada.
En el salón tiendo la esterilla de yoga: mi sofá; a un lado, la alfombra de trapillo que me tejió mi prima. Un par de velas, los libros, el retrato enmarcado que me ha regalado una amiga, porque una casa sin fotos no es una casa, el ordenador y el zafu. Ya tengo el salón.
En el dormitorio ya descansa en el suelo el colchón que mi padre me ayudó a bajar desde el trastero. Se me ocurre que el pallet me puede venir bien como armario, así que lo sitúo al lado de la puerta. Sobre él, mi ropa, el pijama y una manta. Observo que también me vale como zapatero. Ahora entiendo a los de la Bioguía.


En el baño, las dos bolsas de aseo: la de la ortodoncia y la normal.
Reparto un farolillo y más velas por todo el pasillo. Como no hay Nada, no hay riesgo de incendio.
En el otro baño dejo un estropajo, el lavaplatos, una bayeta y un paño de cocina. Quien eligiera los lavabos de este bloque debió confundirlos con la bañera. Qué hermosura. Ahí fregaré.
Finalmente llevo a la cocina la mesa y la silla que mi hermana dejó aquí tras sus meses de estudio. Sobre ella dispongo un mantel, las comidas que he preparado, la leche, los cubiertos… En menos de una hora mi hogar temporal ha quedado listo para entrar a vivir.
Sólo queda ir a casa de mi familia donde dejo las garrafas vacías de agua para que mis padres, en su complicidad con este absurdo asunto, me las rellenen.
Puesto que la comida en casa de mis amigos no se enmarca dentro de la experiencia ermitáñica al cien por cien, no daré muchos detalles de tan agradable y siempre agradecido encuentro. A pesar de aun conservar algo del resfriado que me tuvo en cama la pasada semana, me doy el primer baño de este verano tempranero y para comer ingerimos la quiche y carne asada, comportándome de esta manera como la carnívora social o cuasi-vegetariana en que me he convertido.
A la vuelta, con el sol cayendo, recojo de casa de mis padres el agua y una lamparita a pilas y me voy, ahora ya sí, a mi casa para aprovechar las últimas dos horas de luz solar, que invierto en terminar de ubicarme. Pienso en lo que se tarda en que cualquier estancia termine sintiéndose como un hogar y me acuerdo de lo mucho que me ha costado sentirme así en el piso de Ciudad Real. Quién fuera gato y se dejara llevar por el instinto desde el principio para dar en seguida con el lugar más placentero. Sin ese instinto, me siento en mi sofá-alfombra de yoga y enciendo el ordenador para ver que tal funciona. Mis manos se adaptan rápidamente a las teclas alcanzando velocidad supersónica. Hay teclados más agradecidos que otros y este lo es bastante.
Ceno quiche que nos ha sobrado a mediodía. Desde el rincón en el que estoy se ve la luz del atardecer que pasa por la puerta de la terraza que da a la calle. Me gustan los colores que se cuelan en el salón. No me resisto y salgo afuera. No me había dado cuenta de que desde aquí también se ve la sierra y bastante trozo de cielo. No es la misma intimidad que la del patio del piso de Ciudad Real pero tampoco está mal. Aún en el balcón pienso cómo sería vivir aquí de verdad. Desde hace unas semanas he empezado a desprenderme de varias actividades y la próxima será del yoga. Las ganas de Nada son intensas y esta Nada se practicaría mejor en un pueblo que en una ciudad aunque sea pequeña. Pero no sé...
No me sorprende esto que me está pasando. Lo de comparar un sitio y otro. Parece que será la temática principal de mis pensamientos en este experimento personal.
Ya se hace de noche, he vuelto al ordenador pero la luz de las velas y de la pantalla no son suficientes como para que me equivoque una y otra vez. El reloj marca las diez y diez. Muy temprano para que cualquier adulto vaya a la cama. La hora ideal para una ermitaña en medio de su pueblo.