lunes, 21 de diciembre de 2015

Zanahorias, hormigas y el concepto Tiempo

Quizá fui un poco osada el otro día al darle categoría de teoría a esa idea extraña que me abordó por la calle: la de que las vidas son gotas que transcurren a través del tiempo. Si me ciño al método científico, debería rebajar la tal idea en el escalafón, colocarla en el peldaño de las hipótesis y mantenerla ahí hasta que supere arduas pruebas de ensayo-error-verificación. Me gusta que todas mis explicaciones vitales, ya vengan de semi-iluminaciones o no, pasen por dicho proceso. En lo que a ideas se refiere, soy ecuánime y demócrata. No admito ni privilegios ni puertas giratorias.
Mis procesos de ensayo-error-verificación suceden, al igual que los de semi-iluminación, de forma automática, espontánea y siempre durante la ejecución de actividades de índole cotidiana e insustancial, como tender la ropa o ir al supermercado.
 
 Y allá donde pareciera que estoy resolviendo las grandes cuestiones del ser, suelo estar pensando alguna tontuna

Así, durante la pela de unas zanahorias para elaborar un puré, aún afectada por el proceso semi-iluminatorio en cuestión, trataba de profundizar en el cómo, dónde y porqué de ese transcurso de las gotas de vida. Mi mente jugueteaba con una imagen en la que me mostraba que el movimiento de la vida a través del tiempo sucedía hacia arriba. ¿Hacia arriba? ¿Pero eso qué es? La mente es que es un animal de costumbres y no se aviene fácilmente a cambiar sus estructuras. Seguía ella obcecada con que el tiempo fuera algo parecido a una dirección, un camino preestablecido con principio y fin con las mismas características que el espacio. Y no, le dije con benevolencia, eso no me vale: hay que cambiar el paradigma, chica.
Una vez rehogadas las verduras y puestas a hervir, me dediqué a buscar por las redes un par de vídeos sobre dimensiones que hace unos años, sin entenderlos ni siquiera en un uno por ciento, me sulibellaron. Uno de ellos es gracioso, todo lo que puede serlo dada la temática. En él un sabio señor en dibujos animados habla con un ser plano de la segunda dimensión. Con una ficha del parchís, vamos:


Para que no te entretengas demasiado con audiovisuales, te voy a explicar a mi manera esto de los seres de la segunda dimensión. Me siento legitimada puesto que convivo todos los veranos con un sinfín de ellos. Sí, con seres que no entienden el concepto de volumen: las hormigas de mi cocina. Un día, harta de su incómoda presencia, me puse a perseguir su recorrido con el fin de encontrar el hormiguero y aniquilarlas. Fue entonces cuando me llamó la atención algo nada novedoso: en su caminar no distinguen una pared de un suelo, ni un suelo de un techo. Para ellas, todo es susceptible de ser andado. Si de repente el suelo se vuelve vertical, no hay problema y siguen caminando como si tal cosa. Si la encimera deviene en peligroso precipicio, no pasa nada: hacen un requiebro cuerpo-abajo y descienden por el mueble donde guardo los detergentes… Para mis hormigas, el mundo es una enorme planicie por recorrer. Pero, ¿por qué no se caen de las paredes ni del techo? Pues porque la naturaleza, en su infinita bondad, las ha dotado de una compleja estructura en las patitas para que su ilusión bidimensional permanezca intacta. Y es que hay que entenderlas porque, para su pequeña conciencia, sería un shock si alguien les dijera que el mundo no es como se lo imaginan, sino que también existen el volumen y espacio. Es aún muy pronto, evolutivamente hablando, para decírselo.
Mis hormigas me ayudan a entender un poco mejor el tiempo, esa dimensión a través de la cual la vida se mueve. Es por eso que, mientras apartaba del fuego el puchero y trituraba el guiso con la batidora, inferí que, del mismo modo que la providencia ha otorgado a mi hormigas bidimensionales de una estructura especial en sus extremidades para poder moverse por su mundo plano, ¿no estaremos nosotros dotados de alguna herramienta que nos sirva para caminar a través del tiempo? ¿Nuestra mente quizá? ¿No será ella la que nos ayuda a ordenar nuestras vivencias para darle una dirección con principio y fin a nuestra vida? Y por tanto, ¿no será nuestra percepción incompleta e ilusoria? ¿Es que acaso aún no estamos preparados para asimilar que el mundo en que vivimos no es como nosotros pensamos?
Complejo todo esto. De momento, pensaba mientras degustaba el tibio puré, había llegado a la conclusión de que nuestra mente es el vehículo que nos permite viajar a través del tiempo. No sé muy bien qué significa todo esto, por no hablar de su aplicación en mis asuntos cotidianos. El caso es que ya había durado demasiado la divagación, así que fui a cerrar el Youtube donde había dejado otro incomprensible video a medias y fue entonces cuando me percaté de que a la derecha de la pantalla aparecía, fastidioso, un video antiguo del programa Redes titulado “El tiempo no existe”.
Varapalo a mis reflexiones.

Menos mal que el puré había salido rico porque, lo que es la hipótesis, se acababa de caer de su incipiente carrera a través del método científico.

Por si fuera poco, Machado también rebate mi hipótesis. Maldita sea.


Continuará (la amenaza sigue vigente)

NOTA: Este escrito fue rematado durante el recuento de la noche electoral. Puede, pues, justificarse así la enajenación mental.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Otra vez el Agua (o esa extraña forma de transcurrir)

El otro día estuve a puntito de iluminarme.
Caminaba por una calle concurrida del centro, adornada con las luces prematuras de la navidad. Salía de mi compromiso semanal con la lengua inglesa: una hora destinada a devanarme los sesos de una forma diferente a la habitual. Quizá fue ese el motivo por el cual mi cerebro se encontraba cardado como un antiguo colchón de lana.
De repente los ojos se me quedaron fijos mirando a la nada y en mi campo visual la gente entraba y salía creando en su conjunto un movimiento, en apariencia, caótico. La GenteSi el conjunto humano fuese un elemento de la Tierra como lo es el agua, ¿cómo se movería? ¿Cuál sería su transcurrir? Mi cerebro recién aireado estaba receptivo a la sabiduría flotante que, estoy segura, se mezcla con el aire que respiramos y, como un fogonazo tan fugaz como la millonésima parte de un suspiro, la imagen de un río fluyendo creó esta analogía:
Estoy sentada en la orilla de un río joven de aguas claras y frescas. En un momento dado me meto dentro, pero no con mi cuerpo sino con mi mente, para poder así acceder al torrente a un nivel en el que soy capaz de diferenciar sus gotas. Ante esta imagen, mi parte química se rebela: ¡pero qué ambigua división es ésta, alma de cántaro!, ¿Gotas? ¿No habrías de distinguir moléculas? Ni siquiera en visualizaciones de millonésimas de segundos mi mente analítica es capaz de asumir algo tan poco preciso como una gota de agua. Pierdo parte del microtiempo del fogonazo lúcido en apaciguar a esta porción mental y convencerla para que espere un poco más: lo de las gotas tiene su razón de ser, ya verás, le digo. Tras este micro-lapso, me entrego a la observación, decía, del sinnúmero de gotas que componen el río joven de mi visualización para darme cuenta de que todas ellas se desplazan en la dimensión espacio: vienen de un lugar y van hacia otro lugar. Pedazo de conclusión, podrá pensar cualquiera, y con razón, si no fuera porque esta simpleza me permitió comprender de una forma más profunda una cuestión como lo es la de las interacciones humanas.
Aquí, el río Gungur, a ochomil kilómetros, mezclando gotas a discreción

Mi cuestión inicial ¿Cuál es el transcurrir de la componente humana del mundo?, se respondió a medias, de ahí que la iluminación no fuese completa. Sólo llegué a esto: El transcurrir humano sucede en el tiempo. De la misma forma que el río transcurre por el espacio que son los campos y parajes, el transcurrir de la humanidad sucede en el tiempo.
Que no, que no inventaremos hoy la rueda…
Pero si lo pienso un poco, la obviedad me abre la mente y me relaja. Necesito una vez más a mis gotas para seguir estableciendo el símil y así, tras haberles concedido ánima y personalidad por gracia y obra de mi imaginación, las observo provistas de carita y manos cuando conforman la corriente de agua. Imagina una de ellas: en su transcurrir habrá situaciones en las que le toque estar al fondo; otras, aireada en la superficie o sorteando piedras y obstáculos, pero siempre moviéndose: siempre transcurriendo en el espacio. Pienso también en su contacto con otras gotas: en los tramos de saltos y de mezcla, estoy segura que contactará con multitud y habrá otras zonas de remanso en los que, favorecido el flujo laminar, le toque compartir largos trayectos con prácticamente las mismas gotas alrededor.
Qué fácil llevar así la analogía al transcurrir temporal humano. Si comparo el Agua con la Vida y a mí con una gota, qué fácil es darse cuenta que somos pequeñas gotas de vida transcurriendo en la dimensión tiempo. Qué fácil se me hace ahora comprender por qué a veces me tocan situaciones más profundas y oscuras y otras más luminosas y oxigenadas. Qué sencillo es ahora entender que hay que sortear situaciones difíciles, las piedras de mi camino…
En cuanto a las interacciones humanas… ahora ya sí veo por qué hay gente que entra y sale de mi vida o por qué algunos se quedan conmigo largos periodos de tiempo; por qué hay encuentros efímeros; por qué con otros nos ayudamos a sortear complicados obstáculos; por qué hay gotas con las que no volvemos a coincidir nunca más… Y es que todas tenemos una misión: la de transcurrir y conformar este gran río que es la Vida.
Y ahora también observo en imágenes lo perjudicial que es el empeño en tratar de aferrarnos a otras gotas y querer transcurrir con ellas en más situaciones de las que nos corresponden: si, obcecadas, nos diésemos nuestras manitas acuáticas, crearíamos tal atasco que el flujo de la vida se volvería un peligroso remolino a nuestro alrededor. Es preciso, pues, soltarnos de las manos y, en definitiva, permitir que la Vida siga transcurriendo a través de nosotros en la dimensión tiempo.

… Continuará (amenazo)

martes, 17 de noviembre de 2015

La cama elástica

En esta atracción no hay que pagar para entrar. Tampoco hay que esperar a que se enciendan las luces de colores. Aquí no huele a palomitas, ni a gofres, ni a churros. No hay perritos pilotos ahorcados en el techo del furgón de la tómbola, ni puestos de escopetas de plomillos. Por no haber, no hay ni que pedir permiso a papá y a mamá para montar. Es gratis la diversión y quienquiera que haya abandonado este amasijo de alambres no será consciente de que ha traído la feria a este lugar al que apenas llega la luz por obra y gracia del gigantismo de las montañas que lo circundan.
Yo observo desde la lejanía que me permite el zoom prodigioso de mi cámara. Amortiguados por la estridencia de las aguas del Gungur Khola me llegan los gritos y las risas de los chavales que, a pesar de la distancia, me han pillado y quieren mostrarse ante el objetivo. Saltan y miran. Se agarran del cartelón y miran. Se empujan y miran… Yo también soy para ellos un especimen digno de observar.

Me recuerdan a mí y a la pandilla de mi calle. Creo que me he visto en esa misma tesitura alguna vez, saltando como loca sobre algún colchón abandonado. Aprovechando como si fueran de oro los instantes previos a la segura reprimenda de algún adulto. En mi barrio también había pequeños vertederos incontrolados, pero eso ya pasó. Es cosa de otro tiempo. El estado de bienestar barrió casi todo vestigio de suciedad, al menos la de la superficie. Dónde se ha visto eso de mostrar las vergüenzas a estas alturas…
No se cansan, míralos. Yo tampoco: dispararía todo el rato hasta que pudiera captar como quiero este festival. Quiero atraparlos en pleno vuelo pero aún no me manejo con los ajustes y todas las fotos o están movidas o parecen estáticas. No muestran la velocidad ni altura reales de los saltos. Tampoco mi impulso de gritarles algo parecido a: ¡Niño, que te vas a hacer daño!, o ¡mira que con esas sandalias desgastadas te vas a enganchar bien con los alambres!, o ¡ten cuidado con la niña y cógela de la mano! ¿Es que no ves que es más pequeña que tú?… Pero quién soy para inocularles el miedo, esa cosa tan occidental.
Prefiero mantenerme semiescondida tras esta cámara que apenas sé usar, contemplando algo sutil que también burla mis fotos. Eso tan reconocible que tienen en común los niños de todo tiempo. Esa osadía, esas ganas de probarse y explorar. Esa obediencia al instinto de diversión. Esa libertad del que aún es ajeno a la definición que el mundo le tiene preparada.



lunes, 16 de noviembre de 2015

El parto

Me retuerzo entre mis cuatro paredes con dolores de parturienta. En ningún sitio encuentro el consuelo que busco.
Refreno una y otra vez las ganas de estirar el brazo y alcanzar un analgésico. Me quiero quedar así. Tantas veces he huido... Y ahora mira, otra vez en este lugar tan familiar. ¿De qué ha servido correr? Con ganas de que todo cambie, aprovecharé que he vuelto para utilizar otras estrategias. Así que decido que no me voy a mover. Já.
Pero duele, vaya si lo hace. ¿Qué saldrá de todo esto?
Un nuevo calambre. Las lágrimas vuelven a brotar. Estos días casi todos mis actos están aderezados con la sal de mis ojos. Y no sabe mal el bizcocho salado. Ni tampoco es tan arduo fregar platos con sal, hacer camas con sal, ir a trabajar con sal… A veces cuesta ver bien tras este velo mojado pero, me digo, es temporal. Sólo hasta que se produzca la eclosión.
Como buen parto, requiere su tiempo. ¿Por qué acelerarlo? Me he vuelto muy poco intervencionista en mis procesos naturales y dejo que ocurra solo. Me hago asistir bien, eso sí, y ellos, como buenos matronos, me dicen que lo estoy haciendo muy bien. Luego me dejan con mi silencio.
Otra contracción. Me entran ganas de asirme a una nueva fantasía, como una niña que halla la calma abrazada a su oso de mentira. Clamo en silencio hacia mi trozo de cielo por un buen aguijonazo de epidural pero cuando la divina jeringa amenaza mi espalda desisto y entro presurosa al abrigo de la soledad. Me he vuelto muy bestia, ya digo: no quiero dejar de sentir cualquiera de mis asuntos. Quiero, aplicando el método científico, conocer el umbral de mi dolor.
Pero a veces me da miedo, no creas. ¿Y si este estado fuera perpetuo? ¿Y si abajo no hay colchonetas que me ayuden a subir? ¿No sería conveniente resistirme un poco más…? Ay, río maquiavélicamente, soy tan adorable cuando me imploro… QUE NO. Esta vez, NO.
Así que me pongo mis gafas de intelectual y me siento frente a la tele apagada. Palpo la zona afectada y me digo que ya casi está. Es entonces cuando miro incrédula a la cara de mi parte miedosa. - ¿Cómo no te puede gustar esto?- Le abronco. ¿Es que no sientes la curiosidad que yo siento? Aunque te entiendo, claro. De un parto normal nace un niño. Pero así, sin esfínter de salida, ninguna de las dos sabemos cómo ni qué nace cuando duele tanto un corazón.

  
Imagen tomada de psicologiaparamamas.com

domingo, 25 de octubre de 2015

Rechazo y Abandono


Fue hermoso ver cómo surgió el cuadro.
Lo digo sin vanidad pues, aunque detrás está escrito mi nombre al lado de una fecha que remite a otro septiembre, te aseguro que sólo fui una espectadora del baile que mis manos, ataviadas de pinturas pastel, representaron sobre aquel papel en blanco.
No estaba sola, había una voz suave que me guiaba y una melodía que acompañaba la danza. Primero fueron los carboncillos. Cuatro en cada mano, entre los dedos. - Agárralos todos y déjate llevar por la música- me dijo la voz, y la cartulina fue virando al negro porque mis manos se encapricharon de rellenarla con garabatos. Yo, respetando el ritmo, anhelaba que se cubriera entera pero no pudo ser pues fuimos invitadas a tiempo, mis manos y yo, a apartarnos de la pared y contemplar la maraña. Me encontraba exhausta, como habiendo salido de un trance.
Nunca había utilizado las pinturas pastel aunque todos los veranos de mi infancia me moría de envidia cuando observaba a los dibujantes de la playa retratando con esas barritas al turista de turno que se sentaba enfrente. Pero no era el motivo de mi envidia el saber dibujar: era el placer de tener entre mis dedos esa tiza y sentir cómo se agotaba sobre el papel rugoso. Un placer pequeño, tipo Amélie. Yo, con este cuadro, me estaba dando el gusto de experimentarlo.
La voz continuaba, -ahora vas a volver al papel, ¿qué puedes hacer con lo que has dibujado?- Miré incrédula mi amasijo de curvas y me quedé parada unos instantes sin saber por dónde empezar. Menos mal que mis manos enseguida tomaron la iniciativa: primero se dedicaron a repasar las líneas del contorno, y después, más resueltas, se atrevieron con el interior. Con esa misma técnica, repasando líneas al azar, me iba dando cuenta que me descubrían imágenes escondidas. Así, vi surgir al patito desvalido; después al otro, más gordo, separándose desdeñoso. A su lado, algo parecido a una bellota. Lo siguiente fue la extraña flor con su pétalo caído en forma de corazón. Los últimos, el astronauta y el río… Al final ya estaba cansada y aunque la voz me animaba a seguir difuminando y coloreando, sólo pude repasar en verde las ramas enredadas sobre las que camina el pato orgulloso.
Satisfecha y curiosa, pues seguro que el cuadro escondía más imágenes, me fui a casa con el papel enrollado bajo el brazo y con la sensación de haber vuelto de una ensoñación. De hecho, siempre me pareció que el dibujo tenía tintes oníricos. ¿Sería éste, como los sueños, un cuadro revelador? En cualquier caso, me gustó cómo había quedado la combinación de colores así que lo clavé en la pared para que me acompañara durante mis comidas y mis cenas.
Hace unos días me topé con él, justo en el lugar donde siempre se encuentra. Distraída, recogía la mesa y al levantar la mirada lo vi. No era la primera vez que el cuadro me hablaba: siempre, de una forma extraña, me he sentido identifica con el pequeño pato desvalido. Cuando me lo encontré esta vez, nos vi a ti y a mi con nuestras patitas flotando sobre ese río que mana del astronauta; con la amargura de sentirnos rechazados y abandonados por ese otro pato más grande y poderoso que se lleva nuestra alegría en forma de bellota; arrastrando tras de sí un corazón, el nuestro, que se desprende lánguido de una flor rara.
Pero, ¿sabes? No era eso lo que el cuatro quería decirme esta vez. Esta vez me dijo que tú y yo pisamos sobre agua y que el agua representa las emociones, pero también la vida. Yo me acordé de los dos, con los pies sumergidos en el agua fresca de una cascada auspiciosa. Sobre nuestras cabezas, millones de abejas salvajes transformaban el néctar en miel. ¿Representarían mis garabatos su revoloteo? Si hoy miro la flor extraña puedo ver ahí panales muy raros de encontrar.
El cuadro me sigue contando que mis desdichas, y acaso también las tuyas, tienen la poca solidez de los sueños. ¿O no ves que el pato grande, el que abandona, el que rechaza… no es real? Sólo tienes que fijarte en que su ala no es un ala: está al revés. Si eso no te vale, observa que frente a la fuente de vida que a ti y a mí nos sustenta, él pisa un suelo muy poco consistente. Ni siquiera es suelo: sus patas se enredan en la maraña de un matorral estéril. En la trayectoria invisible que pintan millones de abejas en el aire…
Todo eso es lo que esta vez, tras un par de años, muchas experiencias y crecimiento, me ha revelado mi cuadro. Aún no me lo ha contado todo, estoy segura. Sé que harán falta más años, más crecimiento, más experiencias…, dar quizá una nueva vuelta en mi samsara para poder llegar a entender qué pinta un astronauta en todo esto.

domingo, 11 de octubre de 2015

Al lado de Itaca

Si vas a emprender el viaje hacia Itaca
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencia, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones ni a Cíclopes,
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.
...
Ten siempre a Itaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Itaca te enriquezca.
Itaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Itaca.
Rico en saber y vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Itacas.

(Constantino Kavafis, 1863-1933, Poesías completas, XXXII)


Poco después de haber organizado el periplo del que hace unos días aterricé, alguien querido me hizo llegar este fragmento del poema que, aunque conocido, supuso para mí algo parecido a una oración en aquellos momentos en los que Lestrigones, Cíclopes y el fiero Poseidón se apoderaban de mis pensamientos.
Y sí, sé que haber ido tras de ella me ha traído un viaje hermoso. He atravesado caminos que por mi misma no hubiera transitado jamás; he llegado rica en experiencias nunca antes vividas; mis ojos se han llenado de paisajes inabarcables, de contrastes insostenibles, de belleza inaudita… Pero cuando llego aquí y camino por la calle sin alardes en la que se encuentra mi casa, descubro, porque no lo había hecho hasta ahora, que vivo al lado de Itaca.




lunes, 21 de septiembre de 2015

Infidelidad bloguera

Querido blog, 

Te estoy siendo infiel desde hace varios días. Es más, mi infidelidad es reiterada: escribo en otro como tú con mucha más intensidad que en tí. Incluso me fuerzo a hacerlo: infidelidad con premeditación y alevosía.

Pero será temporal, creo. No te me enfades mucho.

Con amor.

Laura

PD.: Ah, y para que veas que no me escondo te cuento por dónde bailotean mis letras estos días. Justo, justo, aquí.



jueves, 3 de septiembre de 2015

Caminando por la Senda del TAO

Si algo he hecho este verano ha sido caminar por la Senda del TAO, y no es una metáfora:
 
 Ahí en el cartel de la la izquierda, pone TAO 
(no hacer caso a la letra pequeña: Taller de Arquitectura y Obras)

Me dio la risa cuando, enfrascada como estaba en la lectura de textos taoístas, caí en la cuenta de la presencia del cartelón en el camino que casi a diario he tomado para escapar, en las horas oportunas, del calor plomizo que ha caído sobre esta tierra.
En seguida me vino a la cabeza un esqueleto de relato en el que hablaría en parábola sobre el camino físico pero refiriéndome a las enseñanzas que yo, ilusa, he tratado de desgranar en todo este tiempo… Pero cómo es esta filosofía que cada vez que he empezado a escribirlo mis manos se volvían cemento y ninguna de las líneas que me mostraba la pantalla me convencían: todas me parecían pretenciosas. Sin perder mi atrevido afán de interpretar mis realidades podría decir que es que, para el TAO, o eres de verdad o no eres. O utilizas la sinceridad o invocas el castigo, que no es más que el malestar que provoca la apariencia; el desgaste que se aviene cuando uno se empeña en disfrazarse de lo que no es, aunque sea en hechos tan irrelevantes como éste.
Por eso permito hoy que mis manos se deslicen sobre el teclado sin más pretensión que la de contar que efectivamente ese camino, la Senda del TAO, ha sido un consuelo este verano. Está muy cerca de mi casa pero no la conocía. Dejé un día que mis pies caminaran solos y me llevaron primero a lugares familiares para enseguida aventurarse a esa otra senda paralela que comenzaba a pocos metros de allí. Un camino más abierto, prácticamente recto, con árboles equidistantes que lo custodian en un vano intento de provocar algo de sombra. Un camino de tierra prensada, que es la que delimita el trayecto y alrededor, una ilusión de campo donde, sin embargo, la naturaleza se evidencia por más que la mano del hombre haya querido domesticarla arañándole unos surcos.
Es larga la Senda del TAO. Yo no me he atrevido a recorrerla entera pues es demasiado, no para mis piernas sino para mi tiempo y para mi miedo a caminar bajo las sombras de la noche. Pero encontré el límite que a mi me servía y cada vez que lo alcanzaba me daba la vuelta y volvía a casa. A veces canturreando, a veces pensativa, a veces preocupada, a veces tratando de vaciar con respiración pausada emociones encajadas en la boca del estómago, pues si hay algo allí que he observado ha sido mi naturaleza cambiante y nada como esta rutina para hacerla evidente. No me sorprende, pues la naturaleza también lo es y no era difícil darse cuenta que cada día también la Senda del TAO era diferente.
No era yo la única que la recorría, claro; en mis caminatas a veces me dedicaba a preguntarme qué relación tendrían los otros caminantes con la Senda. Los había que la recorrían deprisa, corriendo y midiendo sus tiempos y pulsos, compitiendo con quienes habían sido el día anterior y con quienes serían al siguiente día. Otros iban en bici, quizá atravesando la Senda sólo como puente hacia otros caminos seguramente más atractivos; algunos iban acompañados y en animada conversación; otros solos, quizá también como yo, despejándose y estirando el músculo. Lo más raro que vi fue a una señora mayor caminando de espaldas, me pareció muy valiente y así se lo dije cuando llegó a mi altura. Resultó que nos conocíamos y eso le dio pie para decirme que por qué iba a ser valiente por éso. Lo hacía, según me dijo sin perder el paso, para no acostumbrar al cerebro a actuar siempre de la misma manera. Nos separamos y yo aquel día terminé de recorrer la Senda con una sonrisa, constatando lo cuerda que es la locura. Y también, que cada uno es libre de transcurrir como quiera.
No siempre he transitado la Senda sola, qué va. Mujeres con las que voy creciendo me han acompañado. Mujeres, amigas, con las que comparto reflexiones, risas, anécdotas, intimidades… Mujeres que quieren serlo, siendo serlo el ser consecuentes con sus sentires. Mujeres que afrontan sus retos con dudas, con miedo, con valentía, con aprendizaje. Mujeres que transitan su propio camino y con el que el mío, por suerte, confluyen.
La Senda del TAO ha sido la excusa para ponerme en movimiento en un verano aparentemente quieto en el que quise parar. Un verano en el que, con este afán mío de interpretar mi realidad, más de una vez me he preguntado si no estaría tomando fuerzas para aventurarme con otras realidades. Quién sabe si para pisar, transitar... recorrer otros caminos.


viernes, 28 de agosto de 2015

El zig-zag de LO CREATIVO

Así, sin paños calientes ni introducción, propongo echar una ojeada al funcionamiento del mundo. He aquí unos básicos ejemplos en diferentes escalas1:
Escala celular: Este nivel me gusta aunque debería estudiar un poco antes de seguir aventurándome con él. En lugar de eso voy a tirar de memoria para decir que existen un montón de procesos químicos interrelacionados dentro de una célula: lo que se genera en un proceso se aprovecha en otro y así sucesivamente. Se trata de reacciones químicas encadenadas que permiten que la célula sea lo que es. Es decir, que dentro de la célula, como en casa de mis padres, no se tira nada. Todo se aprovecha.
Escala orgánico-funcional humana: Para que nuestro aparato digestivo funcione como debe tenemos dentro del intestino una miríada2 de bacterias que nos ayudan a digerir algunos alimentos. También en este nivel observamos que existe interrelación, en este caso, entre dos especies: las bacterias transforman lo que no podemos asimilar en algo asimilable por nuestro organismo y ellas a su vez se nutren. Todos colaboramos, todos nos beneficiamos.
Escala animal/natural: Hay un montón de ejemplos en esta escala pero me quedo con el de la polinización: las flores producen néctar que atrae a las abejas a las que se les pega el polen en las patitas y así fecundan a otra flor que dará lugar a una semilla que dará lugar a otra planta... El néctar le sirve a la abeja como alimento y para después producir jalea real y otras sustancias con las que también fabrica la colmena. A los humanos y a otros seres como el oso Yogui cuando no comía emparedados, nos encanta la miel y nos podemos beneficiar de sus múltiples propiedades curativas y gustativas… Así pues en unas pocas líneas ha quedado resumido un proceso complejo en el que se ven involucradas directamente varias especies y, de nuevo, todo aprovechado, todo entrelazado y todos contentos.
Ya basta de ejemplos, pues queda claro que la naturaleza se compone de este tipo de procesos entrelazados en los que todas las partes se ven beneficiadas. Lo curioso es que en ninguno de los casos se observa que haya algo o alguien que se encargue de organizarlo todo: ningún jefe o, más actual, ningún emprendedor que dirija la orquesta. Más bien pareciera que todas las partes saben lo que tienen que hacer, como si albergaran dentro la información de cómo han de comportarse y cuál es su cometido dentro del entramado del que forman parte. Volviendo a la escala celular ¿acaso tienes que ir tú como dueño de tu cuerpo, célula a célula avisándoles de cuándo tienen que sintetizar las proteínas?… ¿No es más razonable considerar que quizá sea esa información, ese chip implantado en cada ser, el algo que activa y comanda todos los procesos?
A ese algo mis libros chinos lo llaman LO CREATIVO o TAO y además dicen que su movimiento es zigzagueante. Traducido significa que para ejecutar cualquier acción que tenga lugar en la naturaleza necesita involucrar o sincronizar a múltiples especies, sistemas, organismos, orgánulos, reacciones químicas... Así podríamos afirmar que todo lo que existe, para LO CREATIVO, es como el gorrino para el carnívoro: todo lo aprovecha.
¿Y el hombre? ¿También LO CREATIVO lo tendrá en cuenta para perpetrar sus sincronías? Obvio que sí, como seres de la naturaleza que somos. Lo que ocurre es que el hombre tiene otro algo, un algo en minúsculas que no tiene ninguna especie de este vasto juego: su mente y lo que su mente ha generado: una autoimagen o ego. El ego entorpece la acción de LO CREATIVO porque inocula al hombre una falsa creencia de individualidad. El ego nos pone una venda en los ojos que impide que nos demos cuenta y seamos consecuentes con el hecho de que en realidad somos los elementos de una red creativa más grande y que, también en nuestro comportamiento, estamos sometidos a sus continuos y misteriosos zig-zags.
No seré yo la que se ponga a menospreciar ni a la mente ni al ego pues es lo que nos caracteriza. La mente es una herramienta poderosísima capaz de codificar, interpretar, ingeniar, de crear cosas nuevas… Sí: la mente es como LO CREATIVO pero en minúsculas. Es un LO CREATIVO comprado en un Todo a Cien y el defectillo que trae de serie es la creencia de que nuestras acciones sólo dependen de nosotros mismos y que todo podemos moverlo a voluntad de una forma lineal (acción y reacción). Por eso cuando el hombre, comandado por su mente, tiene que acometer una acción, al contrario que en el zig-zag de LO CREATIVO, lo hace de una forma directa. Un ejemplo basicote que a todos nos ha pasado (o a algún/a amigo/a): me mola fulanito/a; voy a tramar el plan X para que caiga rendido/a a mis pies. Cuando te pones a tramar el dichoso plan X lo más probable es que te lleves un batacazo y que no salga como quieres.
Y si el plan en el que te empeñas no sale, sufres. Cuando tratas de arreglarlo por tus propios medios ingeniando de nuevo con tu mente, con tu Lo Creativo Lineal del Todo a Cien, es casi seguro que vuelva a salir todo regular tirando a mal… y así sucesivamente entrando en bucles o samsaras de los que los humanos nos quejamos amargamente con discursos que ponen de manifiesto nuestra dudosa madurez: yo es que siempre doy con tíos de talocualforma; yo es que siempre doy más de lo que se me devuelve; a mi es que los amigos siempre me dan de lado; las tías son todas iguales… y otras tantas lindezas.
Mis libros chinos insisten hasta la extenuación en que controlemos esas ganas de hacer algo y de empeñarse que tienen nuestra mente y nuestro ego, por una razón muy comprensible: porque utilizan una estrategia lineal de acción que sólo pretende beneficiar a uno mismo caiga quien caiga, mientras que en la naturaleza de la que formamos parte todo funciona de una forma zigzagueante y generosa que tiene muchísimas más cosas en cuenta que la satisfacción directa de nuestros deseos individuales. Sí, en las acciones humanas, como en la polinización, se necesitan muchos individuos y sucesos para que algo o todo ocurra.
¿Cuántos zig-zags habrán tenido que darse en diferentes escalas para que nazca este niño?


Por eso mis libros chinos hablan de humildad: para reconocer que hay algo poderoso instalado en nosotros que comanda con mucha más eficacia y sentido todos nuestros actos. Por eso lo de la perseverancia: porque en lugar de planear estrategias de cara al futuro orientadas a satisfacer nuestros deseos individuales, realmente sólo podemos dedicarnos a hacer aquello que tenemos delante con intención de mejorarnos y pulirnos. Por eso lo de la paciencia: para esperar el momento en que LO CREATIVO necesite echar mano de nosotros, si es que no lo está haciendo ya para asuntos que no comprendemos. Por eso lo de tratar nuestros “problemas” de forma indirecta, de soslayo: porque hacerlo directamente supone de nuevo sucumbir a la consecución lineal de nuestros deseos, violando con nuestra voluntad la ley zigzagueante del movimiento que todo lo comanda.
Y por eso, en definitiva, lo del Wu Wei: el no empeñarnos, el no-hacer. Porque, como dice la canción, “no soy yo el que navega, el que me lleva es el mar”.



1: Que el lector quede advertido del sesgo de los ejemplos, elegidos y acotados para lo que después tratará de explicarse. La naturaleza es más vasta, más compleja, más ingobernable y menos comprensible por la mente humana que lo que los ejemplos reflejan.
2: Año y pico de blog esperando poner esta palabra. El post es sólo la excusa.


sábado, 22 de agosto de 2015

Surfistas Taoístas

Cuando una mete en su maleta un bikini al lado de una chaqueta, unas sandalias al lado de calzado cerrado y el protector solar junto a un pañuelo para el cuello, sabe que se encamina hacia un mar de cielo caprichoso y que, por tanto, ha de incluir también una buena dosis de resignación o de aceptación, en su acepción más positiva.
Pero bendito sea el frío para estas carnes que han sudado este verano lo que su memoria no recuerda. Y bendita sea mi suerte y la alternativa al baño playero si consiste en disfrutar de este balcón desde donde, cual halcón, se precian mis ojos de recibir estampas como esta:
La estampa, el balancín en el que me siento, el movimiento de las olas, el estómago satisfecho, el viento que amaina, mis pensamientos en suspenso, mis ojos que se cierran y el ruido del mar distorsionando las escenas que me trae el sueño… Me encantan las siestas ligeras porque estás pero no; sabes que duermes pero te abandonas conscientemente a la inconsciencia. Eres espectadora de tus sueños pero, aún así, los vives con intensidad fugaz…
Despierto un rato después con pena por haber abandonado mis paisajes oníricos. El ruido y la presencia del mar persisten, para mi regocijo. Sin haberse activado aún todas mis funciones vitales me quedo observando a los surfistas desde mi atalaya. ¿Cuánto tiempo llevarán sobre la tabla? El vaivén de mi balancín se acopla con el vaivén de las olas. Todo a mi alrededor encaja en perfecta comunión. También mis pensamientos comulgan y se entretejen en estos momentos de almíbar y así concluyo que esa gente debe saber de taoísmo cosa mala. Sigo enganchada a la no-lectura de mis fieles libros chinos1 de este verano que tanto me están enseñando, por eso su sapiencia actúa sobre mi realidad como el filtro de unas gafas con cristales coloreados.
En mis libros se dice que la perseverancia y la paciencia son dos de las cualidades virtuosas que caracterizan al noble. Bajo esa definición, no puedo más que calificar ahora mismo de perseverantes y pacientes a estos nobles personajes de neopreno que tengo delante.
La perseverancia requiere la presencia de un objetivo: La Ola. Pero recuerde el lector que no debe incumplir la ley del soslayo de hace algunos posts: no nos imaginaremos a un surfista yendo como loco a la captura de una ola, obcecado con su objetivo, no; deberá permanecer en su sitio, esperando, preparándose y sabiendo disfrutar y aprovechar todos los pasos que componen el proceso: la espera, el entrenamiento sobre la arena, las tentativas fallidas sobre las olas que no eran las adecuadas, compartir la experiencia con el resto… Ésa es la perseverancia. Si no es así, si desdeñamos los momentos que no son aquellos en los que estamos en la cresta de la ola, dejamos la puerta abierta a la frustración, al desaliento y al desgaste.
¿Y la paciencia? ¿Te imaginas a un surfista subiéndose a la tabla antes de que llegue la ola y arreando a ésta como si su voluntad fuera suficiente para acelerar el movimiento de todo un océano? La paciencia implica la humildad de asumir que cualquier asunto, por más que te prepares, requiere su justo momento.
Pero yo estoy en una latitud distinta a la mía y la presión atmosférica sobre mi cabeza es mayor de lo normal; mi balancín no se ha dejado de mover y los ojos vuelven a pesarme. Antes de perder la consciencia de nuevo me asalta otra cualidad que debe adornar al noble surfista: la retirada. Y es que bueno es prepararse y esperar el momento adecuado para alcanzar el objetivo pero también es importante echarle un ojo al entorno y reconocer si las condiciones van a ser propicias para ello. Así, un mar demasiado calmo o demasiado bravo puede hacerle perder a un surfista una tarde preciosa que podría invertir en cualquier otra cosa. Acaso en darse cuenta que el surf no es lo suyo, quien sabe. La retirada también implica la humildad de reconocer que hay cosas que no te corresponden.
Me lo debería aplicar porque ¿qué hago yo aquí divagando sobre surf y taoísmo si no tengo ni idea ni de lo uno ni de lo otro? Me retiro, por tanto, pensando que ojalá y todas las retiradas fueran tan dulces como la que perpetro. Que abandonar una idea que te obsesiona y que no te corresponde fuera igual de fácil como abandonarse a los brazos de Morfeo sobre este balancín y ante este escenario al que tengo la suerte de acudir cada año.

1.: Publicaré la bibliografía próximamente por si a alguien que por aquí pase le interesa.


lunes, 17 de agosto de 2015

De lo que pasó cuando me topé con aquel libro de Ortografía Hebrea

Ocurrió en una Feria de Libro Viejo de una distinguida ciudad del norte.
Yo merodeaba entre las casetas por una cuestión de mero postureo; también porque iba acompañando a mi madre y porque, qué demonios, aún mantengo la esperanza de que llegue el día en que los libros vuelvan a abalanzarse sobre mí. Me entremezclo entre ellos como el que persigue el nirvana… pero nada: los libros pasan tanto de mí como yo de ellos. Quizá se deba a que el llanto silencioso de mis libros comprados y no leídos pesa sobre mi conciencia cual menhir sobre la espalda de Obélix1,2. Quizá entre la información aún no desvelada de nuestro ADN exista, al igual que ocurre con el color de los ojos, un cupo de libros por leer y yo ya haya sobrepasado el mío. Quizá todo esto no sean más que excusas para justificar mi involución lectora.
Pero, decía, echaba yo el ojo a los puestos de la feria y ante ésa mi frustrante actual vida lectora, me imaginaba a mi misma en el mismo escenario, olisqueando curiosa como perro sabueso entre millones de páginas mohosas la presencia de libros sobre… Ortografía Hebrea, por ejemplo, que fue el título con el que se toparon mis ojos. ¡Santo cielo, sí! Ser una friki de Ortografía Hebrea, morir por encontrar un texto nuevo, soltar grititos de satisfacción cuando encontrara algún ejemplar de algún autor sólo conocido por mí… Sin embargo allí estábamos mi parsimonia, mi cuasi-indiferencia y yo esquivando la mirada de todos y cada uno de los libreros, adoptando una pose de interés cuando por dentro bostezaba con todo lo que me abarcaban las fauces, y canturreando alguna canción simplona que, básicamente, es a lo que se dedica mi mente cuando está distraída.
Bien poco me duró el lamento por mi falta de entusiasmo ante ningún tema; bastante menos que escribir la anterior parrafada, pues un impulso interno que lleva un tiempo cobrando enorme fuerza propinó tremendo puñetazo sobre la mesa de mi control mental exclamando que hombreyá, pero qué es esto, pero que si siempre vamos a estar así, queriendo ser otra cosa distinta de la que somos.

Talmente como en la película Del Revés, lo que pasa que los de Pixar se quedaron cortos de personajillos internos.

No le hizo falta insistir demasiado al tal impulso, la verdad, pues la pretensión de ser otra cosa, acaso una Laura 2.0 más dinámica, dicharachera, más a la moda, más deportista, más friki de temas poco populares en librerías de viejo…, es una tendencia que va quedando obsoleta en mi interior, pero claro, se ve que quiere morir matando.
Un día antes, precisamente, hablaba con mi hermano de lo que admiro a la gente que aplica la coherencia entre sus pensamientos y sus actos; aquella a la que no le distorsiona en lo más mínimo el hecho de que sus gustos e ideas vayan en un sentido diferente al de su entorno. Mucha gente lo verá fácil, yo no, quizá porque la presencia en mi vida de esa pretensión de ser otra cosa diferente a la que era ha hecho que siguiera mis impulsos a regañadientes. La coherencia con uno mismo es la puerta hacia la verdadera felicidad: una felicidad sin fuegos artificiales, una felicidad pachorrona que se contenta con lo que le rodea y que si no le gusta lo que le rodea, cambia el rumbo con esa misma parsimonia y sin dramas.
Y pienso que ésa es la Laura 2.0 a la que verdaderamente quisiera encaminarme si es que no me estoy encaminando ya. Una Laura 2.0 que, como reclamó ante las casetas mi impulso interno, se reivindique a sí misma; que cada vez que vea un libro de Ortografía Hebrea o sucedáneos, cada vez que se coréen las últimas tendencias en moda, cada vez que se descuide y se deje llevar por aquello que se supone que hay que hacer…, recuerde que nada de eso es comparable a las mieles que ha de saborear cuando, al alcanzar la coherencia, experimente una buena dosis de felicidad pachorra3.



1: Es que lo de “pesar como una losa” está muy visto.
2: Aunque, ahora que lo pienso a Obélix no le pesaba nada el menhir… quizá a mi me pase lo mismo, no sé.
3: Se trata de una adaptación personal de lo que mis libros chinos distinguen como felicidad amarilla: sosegada, sin grandes alardes, ligada al alma, duradera y real frente a la felicidad blanca: la entusiasta, ligada a las emociones y a la satisfacción del ego; explosiva pero puntual y efímera.



martes, 4 de agosto de 2015

La humildad me la enseñas tú

De nuevo ocupo el asiento de copiloto en este trayecto que tan bien conocemos. Mi coche pasará unos días en el taller y, cómo no, te has ofrecido a llevarme. Así me entretengo un rato, me has dicho. Yo me he dejado querer.
No sé ni cómo iniciamos una conversación que te lleva a hacerme una pregunta que nunca antes te has atrevido a formular, de tan discreto. Ni ésta ni cualquiera que cuestione la forma en la que vivo. ¿Y tú, con lo de tener hijos, qué piensas?
Te contesto descuidada, con un discurso que no es la primera vez que utilizo, que me encantan los niños desde siempre, bien lo sabes. Incluso cuando yo era niña ya me gustaban. Me sentí afortunada por tener una hermana a tanta distancia y poder ocuparme de ella como lo hice en la parte que me tocaba, pero ahora... Si alguna vez me veo en la situación real de tenerlos imagino que me lo plantearía de verdad, continúo,  sin embargo, en mi situación, desde luego que no los tendría. Además, añado, a veces me da por pensar que se tienen los hijos de una forma muy inconsciente, como el que tiene un coche o se compra una casa: sólo porque ya va tocando… Cuando digo esto siento un clic interno como si me avisaran de haber violado con mis palabras algo muy puro. Como si hubiera franqueado un portón en el que pone Prohibido el Paso.
Y eso es sólo porque te lo estoy diciendo a ti, que ya andas respondiendo que sí, que es verdad,  que así también vosotros teníais antes los hijos: en cuanto os casabais y porque era lo que tocaba hacer. Con esa humildad, sin haberme llevado tampoco en esto la contraria, llega tu respuesta al desangelado recibidor que había tras esa puerta que me he atrevido a cruzar. Ahí me encuentro: estática, sin argumentos, avergonzada… porque cuando hablas de hijos estás hablando, entre otros, de mí.
Y porque hago un repaso somero y ya he contado mil ocasiones en las que siempre has estado cada vez que cualquiera de tus hijos te lo ha pedido. Esos mismos hijos que, según tú, tuviste de una forma tan inconsciente. Nunca ha sido ni es inconsciente tu papel ni tu responsabilidad. No lo es. Con toda esa inconsciencia no recuerdo ni un solo momento en que te hubieras puesto el primero en tu lista de prioridades. Tus prioridades siempre han sido las nuestras.
Por eso me callo. Porque mis palabras iban rematadas de la soberbia del que ve siempre los toros desde la barrera, y mi pose se perfumaba con la arrogancia del que cree que sabe. No tengo ni idea de lo que hablo y tú, encima, vas y me das la razón.
Dicen mis libros chinos que la máxima virtud es la humildad. Cuando aquel que no es humilde lee estas palabras, suele relamerse de gusto vislumbrando que en próximas ediciones ilustrarán ese párrafo con su foto. También dicen que no hay que irse muy lejos nunca para aprender lo que es la humildad porque cada día la vida te regala situaciones de sobra en las que te podrás topar con ella. Pero hay que estar alerta porque es tan pura que se te escurre de las manos con facilidad.
Sólo puedo darles la razón a mis libros chinos. Estos días casualmente ha surgido más de una ocasión para hablar de humildad propia o ajena y yo en todos los casos me he acordado de ti, que me das el ejemplo en cada momento que compartimos.

A mi padre


La suprema bondad es como el agua.
El agua todo lo favorece y a nada combate.
Se mantiene en los lugares
Que más desprecia el hombre
Y así, está muy cerca del TAO.
Por eso, la suprema bondad es tal que,
Su lugar es adecuado.
Su corazón es profundo.
Su espíritu es generoso.
Su palabra es veraz.
Su gobierno es justo.
Su trabajo es perfecto.
Su acción es oportuna.
Y no combatiendo con nadie,
Nada se le reprocha.
(Poema VIII del Tao Te King. Lo pondré en este blog tantas veces como haga falta)


Y esto es por tu gusto por el flamenco

miércoles, 22 de julio de 2015

¡¡ASÍ NO, DE SOSLAYO!!

Mi padre siempre cuenta que, en lo que a ir de aceituna se refiere, le sentaba fatal que mi abuelo le gritara la frase que titula el post.
Pongámonos en la situación de mi padre: ir de aceituna significaba que no le quedaba más remedio que levantarse muy temprano los fines de semana de enero para ir a recolectar el susodicho fruto de los olivos de mi abuelo, su suegro. En ese entorno hostil, el yerno ha de ser sumiso y acatar lo que el más longevo y experimentado de los dos tenga a bien indicarle, máxime si es el padre de su joven y flamante mujer. Máxime si es el dueño de los olivos.
Obsérvese a ese padre mío, antes de que yo fuera, tratando de agradar al suegro yendo, vara en mano, a atacar al primer olivo. Atiza el primer golpe, supongo que consciente de la mirada en su cogote de mi abuelo y, lejos de obtener aplauso, escucha desde dos direcciones, la trasera y la del eco que le devuelve la sierra, la sentencia antedicha:
¡¡¡¡ASI NO, DE SOSLAYO!!!!
Por más que la víscera me empuje a defender a mi padre que entonces no era, no tengo más remedio que darle la razón a mi abuelo.
Se entiende fácilmente: mi padre iba directo al olivo, empuñando la vara y soltándola en lo que podría definirse, una trayectoria perpendicular a la copa. Los más experimentados, como mi abuelo, bien sabían de la poca eficacia recolectora de la tal maniobra que además conllevaba un efecto dañino sobre el árbol. Por otro lado, impactando de soslayo, en una trayectoria que podría definirse como tangencial a la copa del olivo, el rendimiento en aceituna se aproximaba al cien por cien repercutiendo mínimamente en la integridad del frutal.
Sé que no hacía falta explicarlo pero me he visto obligada, pues no es la pretensión de este texto el instruir a la próxima cuadrilla de aceituneros, altivos o no, en la colecta de olivas sino la de explicarme un concepto taoísta que asocio a esta vieja y pequeña historia familiar*.
Al contrario de lo contado dos post antes acerca del Wu Wei o el arte de la no-acción, en este caso el concepto se refiere al modo correcto en que debe producirse la acción: nunca de forma directa.
Pero hay que matizar: si el asunto que nos ocupa es el de ir a por el pan, la acción ha de ser directa, es decir, voy a la panadería a comprar el pan y punto-pelota; no me voy indirectamente a la frutería de al lado porque por más que me empeñe, el chorizo lo quiero metido entre panes y no entre las dos mitades de un boniato. Cuando los textos orientales hablan de la forma indirecta en que hay que ocuparse de los asuntos, no se refieren a asuntos así de tangibles y cotidianos, sino a aquellos en los que al sujeto se le presentan deseos, anhelos, miedos y otras cuestiones más internas, universales e intangibles.
Imagina entonces ese asunto que hace que se despierten todos tus miedos y anhelos; ese asunto en el que siempre te atrancas; ese asunto que te vuelve torpe y asustadizo; ese asunto que no eres capaz de resolver.
Pongamos por caso que ese asunto es una relación tormentosa con un miembro de tu familia. Esta relación pone a prueba tu ego, te hace sentir ira, frustración, te lleva la contraria… Seguramente habrás intentado resolverlo muchas veces, esperando un resultado y obteniendo otro bien diferente; es probable que después de estos intentos el asunto se haya enrevesado aún más. ¿Cuál es la razón? Pues según el taoísmo, lo que te ha movido al atacar el asunto directamente y si eres sincero, ha sido la satisfacción que imaginabas al pretender que tu movimiento iba a obtener el resultado que querías. Seguramente tu deseo oculto era que tu familiar te diera la razón, traértelo a tu terreno… así el asunto estaría resuelto para ti de una forma directa. Acción y reacción.
Mis libros chinos, sin embargo, instan una y otra vez a la paciencia y no hablan de soluciones rápidas y directas. Invitan a que tengas en cuenta que en este tablero hay muchos más jugadores y a que ese asunto es la excusa que ha de servirte para que aprendas cuáles son tus carencias: todas ellas, dicho sea de paso, relacionadas con el mantenimiento de la autoimagen y con la satisfacción de nuestro ansioso e impaciente ego. Las resoluciones que propone el taoísmo indican que hay que avanzar con sutileza pero sin perder de vista tu objetivo, haciéndole comprender al ego que el único que sufre es él. Implican la corrección y el pulido de uno mismo lo que, indirectamente, repercutirá en el bien de todos los implicados y, por ende, en la resolución indirecta de ese asunto.
En resumen, que el asunto es la excusa para desarrollar la paciencia, el desapego, para ablandar los efectos del ego…y tu atención tiene que centrarse más en esa excusa que en el asunto en sí. Dicho de otro modo: lo que hay que hacer es abordar ese asunto de soslayo.
Volviendo a mis ancestros, mi padre pasó de varear los olivos de mala gana y de frente sólo por contentar a la familia política, cosa  que sólo provocaba daños en el árbol y en sí mismo -véase la bronca mi abuelo-, a abordar al olivo de forma indirecta, a darse cuenta que quizá tenía que modificar la forma en que agarraba la vara, a observar que su atención comenzaba a dirigirse al cuidado del árbol, a aprender a golpear de forma más eficaz, no brusca y sin importarle lo que dijera el suegro que, dicho sea de paso, comenzó a respetar de esta forma el trabajo de mi padre.
Y es así que, unas décadas más tarde, comprendo que mi abuelo, sin ser chino, nos dio a mi padre y a mí una buena lección de taoísmo aplicado.

Con un matiz: nosotros somos manchegos

En recuerdo de mi abuelo Heliodoro.

 *Es lo que ocurre si no tienes vacaciones y te pasas las siestas de este inhóspito verano leyendo las enseñanzas de la sabiduría oriental.

lunes, 20 de julio de 2015

Esa sensación a verano

Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?
Seguro que sí y mucho más si dejas que las imágenes de lo que para ti es el verano se coloquen en la primera fila de tus recuerdos.
En los míos, podría decirte que esa sensación que quiero describir nació en las noches de verano de mi niñez. En la tregua que en los días de calor seco y siestas eternas, el sol nos otorga a los que habitamos en el interior. Surgió a mi lado, sentada conmigo en la acera aún caliente, quemándome las piernas por debajo de mi falda azul; mirando las estrellas bajo el run-run de la conversación de las vecinas del corrillo; en el sonido de los saltamontes al chocar contra las paredes donde las farolas nos daban luz y mosquitos: qué miedo me daban… En esas horas tardías que, por aquel entonces y sólo porque era verano, mis padres me dejaban estrenar.
Ahora sí que sabes de lo que te hablo aunque quizá tú lo asocies con una playa o un río, o con las risas de tu pandilla, o con las fiestas del pueblo, o con algún amor de verano… con cosas así. Y también sabrás que esa sensación te asalta de forma súbita en otros momentos de otros veranos aunque no estés en la playa o ya no te quemes las piernas por debajo de ninguna falda; de repente la notas, con su toque de inocencia, de frescura, de parsimonia, de no hacer, de disfrutar porque sí…
La otra noche me pasó y ni siquiera estaba en la calle respirando el único aire fresco de todo el día. Estaba dentro de una tetería en una ciudad sin alardes: la mía. Habíamos llegado sin saber muy bien qué íbamos a ver, sólo que Mariana, nuestra amiga, recitaba poemas entre las canciones de Luis, amigo suyo. Un concierto interrumpido, según ella. En el local había muy poca gente pero me doy cuenta que a la mayoría los conozco. Este tipo de detalles son los que, de un tiempo a esta parte, me van susurrando despacito que soy de aquí, a mí que, sin haber salido de la provincia, no me identifico con ninguno de los lugares en los que duermo.

Comenzó el concierto y la voz argentina de Mariana se columpiaba entre las notas de la guitarra de la que Fabián, amigo de Luis, arrancaba suavemente estándares de jazz. Sin darme cuenta fui recostándome en la silla; al cabo de un rato descubrí que sonreía mientras escuchaba… Entonces, en medio de esa parsimonia, la reconocí: era esa sensación, otra vez, asaltándome en esa noche de verano.
Los poemas de Mariana, el jazz de Fabián, la voz ondulante de Luis saltando entre graves y agudos, yendo y viniendo como olas del mar, trayendo a mi orilla los recuerdos de los que antes te hablaba: el camión de mi vecino aparcado en la puerta, los juegos de los niños del barrio hasta altas horas de la noche; el golpeteo de los saltamontes en las paredes, el sonido de los grillos, el tomate con sal que alguna de mis vecinas cenaba en el corrillo. .. Silvia, sentada a mi lado, me saca de mi pasado y me cuenta que se siente la protagonista de un anuncio de KAS* de los noventa, ¿te acuerdas?, me pregunta. Sí, parece que a ella también le envuelve esa sensación a la que no puedo ponerle nombre.
Terminaron el concierto, los poemas y los estándares de jazz pero seguía oliendo a verano y no nos entraban ganas de volver a casa por más que apremiara el madrugón que nos esperaba en unas pocas horas. Pedimos otra ronda a ritmo de rumba y ya no estábamos en la tetería sino en la verbena de las fiestas de mi pueblo. Así no había manera de despegarse el verano de la piel…
Pero la alarma de la responsabilidad nos empujó a regañadientes a casa, recordándonos que el sueño de esa noche no pasaría de una siesta larga.
El camino de vuelta lo hice acompañada de los artistas, que pararon a tomar la última en un local cerca de mi casa. Yo seguí mi camino aún envuelta en esa sensación a verano a pesar de no ser ya esa niña que se asustaba con los saltamontes o que el mar rompiera a muchos kilómetros de la calle por la que caminaba, y es que debe haber algo de imperecedero en esa sensación que me contenía, algo así como la certeza de nuevos comienzos…
En fin, sigo sin poder definirlo pero ya da igual porque sé que sabes de lo que hablo. Y además, en este caso, las palabras son lo de menos: me quedo con la frescura indescriptible que la otra noche me trajo esta ciudad sin alardes que cada vez es más mía. En esta misma ciudad que, dándole a Silvia la razón, me sentí por un rato la protagonista de un anuncio de KAS de los noventa.

* Ya me gustaría que esta entrada estuviese patrocinada, pero no.
** Foto y vídeo, de Cristina.

lunes, 13 de julio de 2015

La enseñanza que escondía mi pirindola

Pirindola es una palabra viejuna, tan viejuna como el objeto al que representa. Sencilla hasta la vergüencita si la comparamos con las tablets con las que se entretienen los niños hoy en día.

La mía era roja y blanca pero no aparece en google

De muy pequeña yo tenía una pirindola. Creo que aún no sabía ni leer. Era roja y blanca con dibujos en negro por todo el canto. Me acuerdo de su tacto, me encantaban sus bordes redondeados y suaves y aparte de la alegría por hacerla bailar, me gustaba precisamente pasar las horas muertas explorando sus contornos.
Pero mi pirindola era un poco traviesa y se me perdía con mucha facilidad. Recuerdo de forma muy viva una imagen de mi misma, arrodillada delante del cajón donde solía guardarla, poniendo patas arriba el metro de costurera de mi madre, el papel blanco y fino con el que recortaba los patrones, las tijeras, una regla grande de madera donde a mis hermanos y a mí nos gustaba dibujar… pero la pirindola caprichosa, cuando estaba por esconderse, no había manera de encontrarla. Ante mi impaciencia mi madre me propuso que dijera “ya saldrá” cada vez que se perdiera y ese ya saldrá se convirtió así en mi particular manera de invocar a la pirindola ausente.
Pronto descubrí que esas palabras eran mágicas pues funcionaban de dos maneras diferentes: si decía ya saldrá y me olvidaba de verdad de la pirindola poniéndome a jugar a otra cosa, de repente aparecía en el lugar más insospechado y cuando menos lo esperaba. La sorpresa y alegría eran mayúsculas en ese caso. Si por el contrario pronunciaba el ya saldrá con fervor, con pasión, con angustia ante la posibilidad de que no apareciera, mi pirindola, efectivamente, no aparecía. Ya saldrá me repetía revolviendo una y otra vez en el cajón; ya saldrá; mirando debajo del mueble de la salita; ya saldrá, si seguía buscando en la mesilla de mi habitación… Pero nada. Cuando en este caso volvía a recuperar la pirindola no me hacía tanta ilusión como en la situación primera, por el contrario surgía el miedo ante una nueva pérdida y la codicia me impedía prestársela a mis hermanos.
Esa historia y ese ya saldrá, ha sido una de esas anécdotas vitales que siempre he recordado con cariño e indulgencia de parte de la adulta que soy ahora a la niña que entonces era.
Pero hete aquí que últimamente leo mucho en chino y cada vez estoy más convencida de que los antiguos sabios orientales eran conocedores del arte de vivir. El Wu Wei del Taoísmo es el arte de la no acción, entendido no como quedarte tipo ameba a verlas venir, sino como el ahorro del empeño, el prescindir de la obcecación por la búsqueda de la consecución de los deseos; la práctica de la aceptación de cada acontecimiento que llega a tu vida; la humildad al reconocer que todo lo que nos pasa es necesario para el desarrollo de nuestro potencial. No caer en la tentación de recorrer el camino directo y de rápida resolución hacia el que siempre nos quiere llevar nuestra mente y permitir, como dicen mis libros en chino, que tenga lugar el movimiento zigzagueante del que Lo Creativo se sirve para resolver cada cosa que sucede. Desapegarse de esa resolución que queremos que ocurra y confiar en que lo que venga por sí mismo será lo mejor para nosotros. Todo un arte. Nada fácil para seres cuyo ego es fundamental, por definición, para la vida.
Leyendo esos pasajes yo me acuerdo de mi pirindola y de las dos posibilidades de afrontar su pérdida. La primera de ellas, confiada, desprendida, humilde… aceptando sinceramente los hechos sin permitir que el resto de mis actos y juegos estuviesen condicionados por la pérdida y el afán de búsqueda. Puro Wu Wei.
La otra posibilidad, cargada del anhelo por encontrarla, me llevaba al sufrimiento y al llanto, a revolver por revolver en los cajones, desesperada por hacer algo para que apareciera. En definitiva, a no desprenderme de su ausencia, a no disfrutar de otros juegos mientras tanto. Actitud anti Wu Wei.
Es ésta una enseñanza que me ronda desde hace un tiempo y me doy cuenta que algunas de las últimas entradas de este blog están relacionadas con ella. Debe ser que es algo que tengo que aprender ahora pero que necesito abordarlo desde múltiples perspectivas para que lo asimile cada una de mis células. Quién sabe.
Mientras la enseñanza me cala de verdad o no, yo intento jugar con lo que tengo delante y saborear las situaciones que me llegan. Y si algún anhelo entra en mi mente, si me invade el ansia por llegar pronto a una meta inexistente, respiro, confío, llamo a la paciencia y muy bajito me digo: ya saldrá.

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