jueves, 30 de junio de 2016

Vivir (y III)

El más elevado de mis pensamientos no deja de parecerse a un águila que de repente entra en el campo de visión, sugiere algo inmenso y emocionante al que la contempla, pero nunca se acerca realmente, vuela en círculo a lo lejos, haciéndose al rato su figura más tenue, hasta perderse finalmente tras un acantilado o una nube”. Henry David Thoreau.

Escena 1

-Qué bien-. Inés sigue entonando su mantra mientras se incorpora a la mesa donde el resto desayunamos. Desde ayer un no me quiero ir perturba de vez en cuando su canturreo. El silencio y el suave tintineo de las campanitas colocadas en cada rincón de la casa se rompen cuando, serena, nos susurra qué bonita es la vida.
A su lado Felipe levanta la mirada del cuenco de cereales, se gira hacia ella y asiente. La vida es hermosa. A mí me encanta vivir… Con este principio inédito, iniciamos una conversación en la que Felipe cuenta que vivió varios meses en un monasterio budista y que los monjes meditaban cada mañana para desarrollar la conciencia de que cualquier día podía ser el día de su muerte. Decían los monjes que el sentido de la vida no consiste en conseguir grandes objetivos sino en poner amor y dedicación en las pequeñas obras que desempeñamos en cada momento. De esta forma si en medio de cualquier actividad llegara la muerte, el alma regresaría en paz al lugar de donde había venido y le sería más cómoda la siguiente encarnación.
Sea verdad o no, qué hermosa forma de tomarse la vida: poner el mismo énfasis en fregar los platos que en exponer la tesis doctoral.
En medio de los dos, qué puedo aportar. Les escucho en silencio, agradecida por asistir a este cruce de verdades tan difíciles de encontrar; por recordarme que la alegría de vivir es pequeña y que por eso mismo cabe en cada resquicio de nuestro tiempo.

Escena 2

Con los pies metidos en aguas escandalosamente azules observo mi sombra ondulante proyectada en el fondo. La mezcla de la brisa con el vaivén de las olas es el antídoto perfecto para barrer pensamientos que acuden cada día a mi mente como si tuvieran que fichar.
Sin motivo aparente me asalta el recuerdo de una pequeña fábula que leí hace tiempo. Contaba que Dios, en ausencia de espejo, se dividió en millones de pedazos para poder entrar en el cuerpo de los hombres a contemplar su creación y, por ende, a sí mismo. La moraleja de aquella historia era que Dios habitaba dentro de cada uno de nosotros y ahí habría que buscarlo.
Dejando a un lado mis creencias o mi propio concepto de Dios, me maravilla la idea de que nuestro único objetivo en la vida fuera observar y recabar experiencias. Ser un pequeño almacén de vivencias que a la hora de descarnar expulsara al cosmos todo lo aprendido. ¿Cuál sería mi legado para el universo? ¿Qué puntos incluiría en mi informe final? Estimado Todo: en mi etapa dentro del mundo material he observado que eres el amor, la belleza, el deseo; eres la inquietud, la bondad, la frustración; eres desternillante, también oscuro y retorcido; eres la paz, la tristeza. Eres el silencio.
¿No sería un alivio vivir con la certeza de que sólo hay que experimentar lo bueno y lo malo con ojos de científico? Dejar que las emociones nos atraviesen sin resistencia, ¿dónde quedarían en ese caso el sufrimiento o el miedo?
Las respuestas a mis silenciosas preguntas se muestran insinuantes pero son tan escurridizas como mi sombra, que ondula en el fondo de estas aguas turquesas. Por si acaso, yo concentro toda mi atención en la temperatura del agua, en la humedad del bikini, en el calor del sol.

Escena 3

Mi promoción, como íntimamente les llamaba, ya se ha marchado y tengo toda la tarde para mí. No sé ni me importa demasiado dónde iré pero siento que quiero moverme. En el mapa de la isla, un camino que no conozco me tienta. Después decidiré si continúo pedaleando o descanso en alguna playa.
La bici alquilada se parece tanto a la mía que apenas me ha costado acoplarme a ella. Avanzo despacio, confirmando de vez en cuando que el sendero que he escogido es la versión tridimensional del que está pintado en el plano. A mitad del trayecto caigo en la cuenta de que ya había pasado por aquí dos años atrás.
Llego a la playa y el viento sopla muy fuerte así que avanzo un poco más hasta otra cala más recogida. A pesar de su fama, no es mi favorita. Está llena de turistas y tiene mucha roca pero me siento tan privilegiada por estar aquí que me tumbo en la arena a descansar satisfecha como si hubiese arribado a Ítaca.
Me doy un baño y me seco contemplando desde la arena el faro que gobierna el otro lado de la isla. A unos pocos metros un bebé me observa sonriente desde su carrito… Me hace gracia pensar que si hoy mi objetivo hubiera sido encontrar grandes aventuras esta tarde sería un fracaso, pero yo sólo quería moverme así que no me he perdido, ni he perdido, nada.
A la vuelta me deslizo sin esfuerzo por el mismo camino. Todo está seco y polvoriento, la lluvia es esquiva con la isla. Atravieso escenas cotidianas: dos obreros reparan un murete, en un pequeño bar unos niños están celebrando una fiesta de cumpleaños… el bullicio del turismo queda unos kilómetros más allá. De repente una certeza me sobrepasa, la vida es esto: es transcurrir, moverse sin objetivos... La comprensión plena de lo tantas veces leído y recitado circula por delante de mis ruedas sin dejarse atrapar pero su estela me va haciendo cosquillas en el corazón mientras me digo: qué bonita es la vida.

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