sábado, 18 de abril de 2015

Lo que los caballos me susurraron al oído

El que de niña me gustaran los caballos como lo hacían, sin razón aparente y sin haber tenido contacto con ellos, sólo me lo explico si considero que por debajo de la línea del tiempo en la que vivimos existiera otra más compleja en la que todas las Lauras posibles, las pasadas, las presentes y las futuras convivieran simultáneamente en infinitos multiversos paralelos, como ocurre en la película Interestellar.
Aplicando los principios de esta película a mi propia experiencia, la Laura actual estaría comunicándose con la Laura de cinco o seis años contándole todo lo que aprendió hace unos días de los caballos. A su vez, fruto de esta comunicación aconsciente e interdimensional, la Laura de cinco o seis años desarrollaría entre otras cosas una simpatía y una empatía tal por estos animales que le haría imposible, casi como si de una profanación se tratara, el montar en los caballitos-pony de la feria debido quizá a que también la Laura de la actualidad le habría inculcado que los caballos no necesitan ser domesticados por el hombre y que ellos lo único que quieren es vivir en paz, comer, regurgitar, rumiar, orientarse hacia los lugares que les resultan más cómodos y en definitiva, ser y estar. Sin más pretensión.
Las Lauras que siguieron a aquella Laura de cinco o seis años conservaron esa afinidad por lo equino de una forma lo suficientemente intensa como para que la Laura de hace un mes se decidiera a pasar unos días en el campo, tras semanas de atosigante trabajo dentro y fuera del plano laboral, en compañía de caballos y de gente querida para tratar así de darle cuerpo y entidad a aquella simpatía infantil por estos animales, cerrando y dejando atrás con ello un ciclo de comunicación inter-Lauras que, a su vez, continúa girando de forma infinita hasta el fin de los días en alguna dimensión paralela de la cual espero salir pronto.
La rimbombancia de los párrafos que acabas de leer solo puede explicarse si nos atenemos a que gran parte de citoplasma de mis neuronas está plagado de corpúsculos de lo absurdo y a que no sé sintetizar ni simplificar cuando abordo ciertos asuntos muy personales y profundos. Pido disculpas por la petulancia y me dirijo a lo concreto.
Uno de los recuerdos más agradables y vívidos de ésta, mi reciente experiencia con caballos, está fundido en blanco: el blanco del pelo de una de las yeguas a la que observé tan de cerca que mis ojos parecían condenados a no fijarse más allá de su cuello. La teoría que nos fueron explicando acerca del comportamiento de estos animales se volvía insignificante ante la presencia de ese cuerpo tan enorme y pacífico: son animales de presa… defienden su espacio vital…viven en el presente pues deben estar alerta… en estado salvaje se mueven en manada y siguiendo al que más sabe…Y todo eso es verdad pero no deja de quedarse corto al lado de la presencia neutra del animal, que se prestaba tranquilo a cepillados, caricias y silencio.

Parte de la manada*
(y yo sigo sin saber cómo se ponen comentarios en las fotografías)

Fuimos a experimentar que los caballos nos sirven como espejos para observar la forma en que nos relacionamos. Parece rebuscado pero no lo es. Alguna vez ya he escrito por aquí que cuando uno está por aprender o buscar algo lo encuentra en casi cualquier cosa que observe: los posos del café, por ejemplo. Pero frente a los posos del café, el reflejo del caballo presenta el salto cualitativo que ofrece su cuerpo vivo perfectamente sustentado por el presente. Es como estar delante de ti mismo pero en tu versión más pura y sincera. Frente a ese espejo, tus pensamientos rebotan intactos hacia ti para que los escuches por una vía diferente a la que sueles hacerlo y así, el caballo se convierte en un maestro compasivo y paciente. Es la única forma en que puedo explicármelo, ahora que tras varios días a mi mente le ha dado tiempo a generar las palabras que pueden aproximarse a describir la experiencia. Mientras todo sucedía, sin embargo, me quedé muda. Algo más fuerte que yo sabía que cualquier cosa dicha solo serviría para mancillar el momento.
El espejo funciona. Ya sólo con aproximarte a la manada es posible que algún pensamiento jactancioso del tipo lo van a flipar estos caballos en cuanto llegue yo y sientan mi presencia comience a darte pistas de la basurilla que escondes debajo de tus alfombras. En la respuesta del caballo puedes experimentar algo que ya sabías como concepto: que no eres el centro del universo, con lo que sólo si quieres tener contacto, y siempre que ellos te permitan acceder a su espacio vital, serás tú el que humildemente tendrás que acercarte y aceptar el rechazo si es que este se produce. Aprenderás entonces, volviendo a sacarte del centro de la creación, que el que el animal se vaya significa que: el animal se va, sin más, quizá porque estará mejor a un metro de distancia de donde ahora se encuentra, por ejemplo. Y eso no tiene que ver contigo, de verdad.
Dejando a un lado los ejemplos personales expresados a modo de generalidad, los caballos me han demostrado cosas que ya conocía: del respeto por su espacio vital, me reafirmo en que es mejor no ser invasiva y darme cuenta de cuando lo estoy siendo, pero también en que es importante que me respete cada vez que quiera o no quiera hacer algo: expresarlo en el momento. De su forma de vivir en manada verifico el hermanamiento y otra vez el respeto, en este caso, por el que más sabe y dejarse llevar por él; de su estado de alerta, el estar presente…
Pero, como ellos, y quizá porque soy caballo según el horóscopo chino, también soy rumiante y el verdadero alimento de aquellos días ha venido después, tras haber regurgitado algo que observé en el comportamiento de uno de los caballos. Un gesto en principio inocuo. Habíamos dejado de lado los mimos y el cepillado y nos fuimos al paddock para caminar con él. Enganchados en una cuerda, teníamos que guiarlo y darnos un garbeo los dos juntos. Así nos entrenábamos en el concepto de liderazgo. Al principio no estaba muy interesada en la actividad, aún narcotizada por el sobo que le había dado a la yegua, pero un compañero me animó y, primero a desgana, accedí. Parecía fácil, sólo tenía que dirigirme sin dudar a un lugar, al que sea. El caballo, confiado, me seguiría puesto que me considera el líder; sólo hacía falta que yo le diera unos toquecitos a la cuerda que nos unía. Al principio, bien. Paseo hacia el otro lado del paddock. El caballo para cuando yo lo hago. Fácil. Toca dar la vuelta, me pongo frente a él, le doy los toquecitos y el caballo se queda inmóvil. Tiro un poco más fuerte y nada. Me doy cuenta que lo quiero forzar a mi voluntad y desisto. Entonces caigo en la cuenta de que no he marcado ningún rumbo, que sólo estoy frente a él queriendo que se venga conmigo, pero a ningún lugar en concreto. Vuelvo a centrarme, me pongo a su lado, miro al frente, otra vez le doy un suave toque a la cuerda y allí estamos los dos otra vez, caminando uno al lado del otro. Sin ninguna resistencia.

De nuevo iniciando el camino juntos*
Ahora que lo escribo, sin pretenderlo de antemano, me sale una nueva conclusión aplicable a la vida en pareja o a actitudes perniciosas que pueden aparecer cuando uno se enamora o se fija en alguien (ponle el nombre que quieras), con ganas de atrapar al otro sólo por… ¿orgullo? Cómo son los caballos, reflejando a tope aunque una no quiera.
En realidad lo que he estado rumiando estos días ha sido otra cosa y tiene que ver con la dirección, con el rumbo. En efecto, cuando consulté lo que me había pasado con el caballo, la respuesta fue que si él no tiene claro adónde quieres ir, mejor se queda quieto. Muy bien. Una vez en casa, entre otras imágenes, se me repite una y otra vez la de ese caballo quieto, mirándome y yo empeñada en traerlo hacia mí. El rumbo, mi rumbo… Y por primera vez veo que llevo muchos años orientando mi rumbo hacia objetivos de humo y que cuando he clamado por un sentido cuando me he sentido falta de él, en realidad todo mi ser me reclamaba para que sintiera en suelo bajo mis zapatos. Mis ojos se abren entonces atónitos al admitir que en muchos aspectos me he dedicado a alimentar fantasías que me han sacado del presente. Que, fruto de eso, he vivido más intensamente dentro que fuera de mi imaginación. Que he mirado muchas veces con desdén mi realidad y por tanto a quien en ella habitara, dándole más peso a esa otra vida que estaba por aparecer y que era tan cambiante como el interés que en cada momento tuviera. Un rumbo cambiante y efímero, eso es lo que me ha tenido revoloteando como una moscarda aturdida al final del invierno.
No trata, pues, tu compañero Anhelo de encontrar un rumbo, lo que seguiría suponiendo una huída hacia delante, me sigue diciendo mi maestro caballo desde su calma, sino de encontrarlo mirando a los ojos a lo que te acompaña; agradeciendo aquello a lo que te dedicas; sentir cómo crujen las hojas que pisas; amar a quien te rodea. Enraizarte en tu propia realidad y darle la solidez que tú misma le has quitado. Sentir que no hay que llegar a ningún lado. Era fácil pero cuántos niveles de comprensión hay en un mismo concepto. Esto mismo hoy lo saboreo con otro gusto.
Ese caballo inmóvil me sigue diciendo que sólo se puede saltar si el impulso lo tomas sobre un suelo firme por eso ahora aprendo a cuidar con mimo mis espacios, abrillantando las veces en que los consideré simples lugares de transición. Me dan ganas, entonces, de pedir perdón por las veces que me he ensimismado mientras hablaba contigo, contigo y también contigo; por las veces en que me he quejado por nada; por haberle dejado sitio a la frustración en el banco desde donde me siento de vez en cuando a contemplar la vida.
No es un lamento, todo esto que hoy cuento, en realidad estoy muy contenta. Es bueno el jugo que saqué de la experiencia y es que no todos los buenos jugos tienen que ser dulces.
Ya es hora de ir terminando mi escrito. Además es que siento que tengo que hacer un viaje. Desplazarme a otra dimensión y decirle a la Laura de cinco o seis años que no le pierda nunca el rastro a los caballos, que son seres hermosos, que son maestros. Es la única pista que de momento puedo decirle a esta pequeña Laura que está empezando a pensar, vete tú a saber por qué, que la fantasía es mucho más hermosa que la realidad.


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No me hacen falta los caballos para saber cuándo soy harto cansina por eso termino con esta canción de El Kanka, porque se os nota en la cara que estáis deseando que acabe para... para hincharos de... aplaudiiiir.


* Esta entrada ha sido editada porque después de publicar, me mandaron estas fotos.

8 comentarios:

  1. Hija me gusta mucho tu ESRITURA Lo que mas es que tu estes FELIZ Te quiero un beso.







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  2. Rumbo? Que dificil es a veces saber hacia donde dirigirnos! Menos mal que muchas veces el destino nos hace un guiño y nos orienta! Besos desde el Duero

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    1. Pues sí, menos mal. Y además nos tiene que pillar espabiladas porque igual está ahí el destino, el pobre, dejándose los párpados y nosotros empeñados en vete tú a saber qué.
      Besos Guadianiles.

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  3. Creo que los caballos nos lo inculcan de pequeños, luego unos mas, otros menos, siguen disfrutándolos. Los "rumbos" los tomamos nosotros, ni caballos, ni el perro del vecino, ni la chica que duerme al otro lado de la cama; aunque siempre está bien como excusa para echarle la culpa a alguien por las meteduras de pata.
    Lo de la canción... Bueno.

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    1. Me encanta tu comentario tan desapasionado... jajaja. Me veo en la necesidad de aclarar que espero que se entienda que soy responsable de mis rumbos, sólo faltaría. Pero a veces una imagen, vivencia, un libro, un amigo, un caballo, o un comentario te pueden hacer ver tus errores o tus cabezonerías. Eso quería decir.
      A mi la canción me gusta mucho. Pero las opiniones son como los culos: cada uno tiene el suyo.

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    2. Eso suele pasarnos cuanto nos encontramos ante los animales que vienen en una libertad más ommenos relativa: que, efectivamente, nos ponen en nuestro sitio. Ya vendrán, si quieren venir. Y hasta que comprendemos eso, nos quedamos un poco mustios.

      Por unas cosas y por otras, he vivido mucho tiempo con animales cerca. Y salvo los perros, que son de natural aficionados a los humanos, a los demás hay que ganárselos. Lo cual no siempre es fácil. Por suerte para ellos, tal vez: no somos precisamente una especie de fiar.

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    3. Así es. No sé ni como se siguen acercando a nosotros.
      Yo, por el contrario, nunca he tenido animales de más entidad que un pajarito quizá por eso me impresionan tanto ahora.
      Saludos!

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