jueves, 3 de agosto de 2017

Todo un arte

Vete tú a saber por qué aparecimos en la parte privilegiada del mundo, ésa que tiene el honor de cuestionarse su propia existencia, la que ostenta la osadía de poder hablar de felicidad, de prosperidad personal, de autocrecimiento, autonocimiento... A menos de una hora de avión o quizá a pocos metros de nuestra casa se libran batallas para que nosotros cada mañana miremos al horizonte con los ojos aguados y nos preguntemos qué hacemos aquí.
No vengo a sembrar sentimientos de culpa, intervine tan poco en la elección de mi destino como los que mueren escapando del suyo en las aguas en las que me baño cada verano. Pero igualados en inocencia, a nosotros, los ricos, nos toca hacernos responsables y conscientes de nuestros privilegios, aunque sólo sea por contribuir un poco a la justicia cósmica, si es que la hay.
Anhelar la felicidad es uno de esos privilegios que personas como tú y yo, abastecidas, alimentadas cada día, podemos permitirnos. Las luces o las sombras, estar tristes o alegres, es en nuestro caso una elección y decantarte por lo luminoso, si así quieres hacerlo, es cuestión de arte y de voluntad. Así de simple. Es cuestión de cada día, en cada instante, agradecer lo obvio sólo por el hecho de que hay millones de personas que no lo tienen. ¿Quieres ejemplos?
Sin salir de tu dormitorio, cada mañana, agradece el techo que te ha protegido de la noche para guardarte el sueño y el colchón viscoelástico sobre el que tendiste tus vértebras maltrechas. Agradece que si alargas tu brazo alcanzarás a tocar la piel de alguien que ha elegido estar a tu lado pase lo pase desde hace muchos años. Un ser humano, toda una compleja y misteriosa creación que ha decidido voluntariamente caminar contigo.
Incorpórate despacio y agradece que puedes ver para contemplar el escenario cambiante que te ofrece tu ventana. Camina unos pasos hacia el baño, abre el grifo y ¡AGUA! La sangre de la Tierra. El motivo de futuras guerras que a nosotros nos llega sólo accionando un mando. Agradece que nunca tienes sed, que puedes asearte tantas veces como quieras y lavar tu ropa todos los días de tu vida.
Aún con sueño, acércate a la despensa  llena de alimento. Agradece las manos que siembran las hortalizas que comes. Agradece que cuando se acaba, sólo tienes que bajar hasta la tienda o arrancar el coche que por suerte tenéis aparcado en el garaje para llevaros al supermercado. Agradece que puedes caminar y circular en paz porque el país en el que vives no está en guerra. Agradécete cómo gestionas tu dinero y cómo gracias a ello nunca, nunca te falta. Ni tirándolo.
Agradece que respiras, que ves, que oyes, que te puedes mover… porque hay gente que no puede hacerlo. Agradece que sabes leer y que gracias a ello husmeas en vidas ajenas, en historias del pasado, en viajes interminables.
Agradece tu posibilidad de dar vida, que diste vida. Y agradece que la vida se manifestó como quiso, con sorpresas, con situaciones inesperadas, algunas te gustan más y otras menos pero así es ella, no como quisiéramos sino como es.
Y después de agradecer observa qué ocurre con la retahíla de lamentos, con los disgustos que se parapetaron en tu pecho; si los sigues escuchando es que aún no has agradecido lo suficiente. Dime, si adquieres esta costumbre, si no vislumbras algo parecido a la alegría, a una paz sin alharacas pero eterna.
Da gracias porque tienes el privilegio de poder darlas. Da gracias y observa qué ocurre. Di gracias y que pase lo que tenga que pasar.

(Y si por un casual esto no funcionara, baila. Es insostenible la tristeza en un cuerpo danzante).


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