lunes, 27 de marzo de 2017

Apuntes

En la mañana
El silencio no es tal,
Es un rumor en mis oídos
Una fricción de células
Una caricia del aire
que suena.
No soy dueña del silencio
                                   (ni de nada)
Sólo vivo en él.
Y en él, el roce de mi pluma sobre el papel
Es estruendo.

Por la noche
Repaso mi día, ¿ha merecido la pena? ¿He bailado? Sí. ¿He amado? Un resorte a punto del no se topa con el recuerdo de los árboles de camino a casa.
Y ese silencio.
El cielo nublado. Hace frío. Me obligan a mirar hacia arriba y yo siento cómo mi espalda y mi cuello se estiran. Árboles que no esperan. Sólo son.
Dos cipreses tremendos ondean y yo sé que mi vida es como ellos.
Debe ser como ellos.
Ser sin esperar.
Me muevo con el aire, digna, y honro el suelo que me alimenta.
Amo, con todo su significado.
Estás a punto de vestirte, hermano

martes, 14 de marzo de 2017

Mi tía Dolores

- Qué lástima-. Con ese punto final cerraba el relato de todos sus recuerdos. Después se giraba hacia la ventana, los brazos cruzados sobre su pecho generoso y, olvidando que yo seguía junto a ella bajo las faldas del brasero, revivía sin drama escenas remotas con el aplomo de quien ya descubrió que el futuro luminoso sólo escondía presente simple.
Que en sus tiempos mi tía Dolores se atreviera a afrontar su vida sola le hizo rodearse de un halo de misterio entre los vecinos del pueblo, pero yo nunca la oí quejarse de su destino, todo lo contrario, ella se entregaba a sus días con la dedicación de un orfebre, preocupándose lo justo por el mañana y por los chismes que la tildaban de bruja. Quizá por eso su gesto siempre era amable, casi condescendiente. Y sin embargo, yo también me encontraba entre los que a veces dudaban de que esa calma no fuera impostada ni de que su corazón no guardara siquiera un resquicio de dolor por la temprana pérdida de Juan.
El único novio que se le conoció a mi tía murió trágicamente en la casa de mis abuelos el día en que anunciaban su casamiento. Mis primos y yo trasteábamos por la casona cuando escuchamos el golpe tremendo y después, los gritos de mi madre y sus hermanas, la carrera de mi padre y mis tíos con el cuerpo de Juan en volandas, la mirada impasible de mi tía Dolores… Desde entonces, un tupido silencio creció entre nosotros como un miembro más de la familia.
- Tía, nunca te lo he dicho, pero me acuerdo a menudo del día en que Juan se murió-. Fui la primera sorprendida al escuchar mis propias palabras abriéndose camino entre la espesura. Desvió su mirada desde la ventana hacia mis ojos. Ninguna señal que indicara sobresalto. –Teresita… Teresa, Juan no se murió. A Juan le dejé morir-. Sin recuperarme aún por haber perforado el veto silencioso, su respuesta estalló en mi cabeza decidida a llevarse consigo el misterio que rodeaba a mi tía Dolores. - Pero tía, ¿por qué dices eso? Todos estábamos allí. Mi padre vio a Juan subirse a la tapia del corral. Y en la tapia había grava y ladrillos rotos. ¿Cómo podías tú haber provocado su muerte?- Hija-, me interrumpió- ¿y tú sabes por qué se subió?- Negué con la cabeza. -Quizá te parezca una tontería, vistas las consecuencias, pero todo comenzó con un juego. Por nuestro compromiso, Juan me dijo que me quería tanto que se dejaría caer de espaldas desde lo que quedaba de la tapia confiando en que yo le sostendría. ¿Alguna vez jugaste a eso, Teresa?- Se me erizó la piel de todo el cuerpo. -Estaba muy enamorado. Y yo… yo me quedé inmóvil, mirando desde un lado sus ojos cerrados y su sonrisa mientras caía-.
El relato me transportó de nuevo hacia la casa de mis abuelos, a los gritos de las mujeres, a la mirada perdida de Dolores. - ¿Y por qué, tía?, ¿es que no lo querías?-  Ella continuó, su voz grave, sin acentos. - Me dio pena por él y su familia, eran buena gente, pero no lo sentí por mí ni por lo que no llegó a ser-. Sobrecogida, sin reconocer a la mujer que tenía frente a mí, trataba de acomodar su historia en el entramado de sentimientos que me unían a ella. - Teresa, quizá lo entiendas un poco mejor si te cuento que antes de Juan fue José, el único hombre en mi vida del que estuve enamorada-.
Nos conocimos de casualidad, en tiempos en que el abuelo rendía cuentas a la dictadura en la cárcel de Carabanchel. Aquel bendito día, el primero en que salí de la provincia, me tocó acompañar a la abuela en la visita pues mis hermanas andaban muy ocupadas preparando la boda de tu madre. José era el más joven de los funcionarios; un saludo y su mirada azul bastaron para enamorarme. Yo, casi una niña, creí que esa electricidad era la señal que estaba esperando y que tras esos ojos aguardaba el resto de mi vida. A la vuelta de Madrid comenzó un año de correspondencias, todos los días me escapaba a la oficina de correos con un ansia de noticias que me desgarraba. Las cartas de José eran los ladrillos con los que yo construía mi mundo.
Tiempo después volví a acompañar a la abuela, sería la última vez pues al abuelo ya sólo le quedaban dos meses de internamiento. Estaba nerviosa como no recuerdo haberlo estado jamás. José ya no era el que abría las puertas, ahora ocupaba la mesa de una pequeña oficina. Pedí permiso a mi madre para quedarme en la recepción y así encontrarnos. Cuando lo vi aparecer por el pasillo pensé que iba a desmayarme, aunque su imagen era algo diferente a la que yo conservaba: se había hecho más hombre, parecía más cansado y sus ojos esquivos ya no eran tan brillantes. Regresé al pueblo con el corazón golpeado por la duda; me hice daño empeñándome en mantener el hilo quebradizo que nos unía. Sufrí mucho, Teresa, mis ilusiones se desvanecían entre esperas y lágrimas.
Mientras tanto volvimos a ser una familia completa con el regreso del abuelo, y mis hermanas, las tías, se iban casando. Pasábamos tardes enteras hilvanando proyectos y vestidos de novia. Yo callaba y cosía, no fuera que descubrieran mi voz quebrada, y sonreía si alguien entonaba algún “Dolores, ¿y tú para cuándo?”. Al poco, la casa empezó a llenarse con vuestros nacimientos, la vida seguía su orden natural, repitiéndose de la misma manera en cada una de mis hermanas.
Cuando menos lo esperaba, apareció Juan y, porque ya tocaba, consentí ante su insistencia; porque era lo suyo, nos hicimos novios; porque correspondía, nos prometimos. Pero Teresa, yo ya sabía lo que eran las esperanzas rotas y también sabía, con todos sus recodos, cuál era el camino que me tocaría recorrer con él. En aquellas tardes lentas de costura, secos ya mis ojos por José, entumecidas mis manos por los bordados de cinco vestidos de novia, me pregunté si no habría otro destino para las mujeres y si perseguirlo ciegamente no sería una parte grande del dolor que sufríamos. Ese interrogante me acompañó en cada abrazo furtivo de Juan, en cada paso que dábamos juntos. Decidió subirse a la tapia para demostrarme su amor y ahí mis dudas se disiparon. La lucidez me dejó inmóvil justo cuando Juan se dejó caer… Qué lástima.
Me costó un rato darme cuenta que dos lágrimas me corrían por las mejillas delante de esa anciana que, con los brazos cruzados sobre su pecho, volvía de nuevo la vista hacia la ventana de la calle. En ese perfil arrugado creí vislumbrar a una joven Dolores dejando que naciera su nuevo futuro en aquella tapia de la casa de mis abuelos.
Dolores, un año después de la muerte de Juan

En el Laboratorio Clandestino de Un Cuarto Propio esta vez experimentamos con El Secreto.
Muchas gracias a mi amiga y artista María por la foto de su tía, musa sin pretenderlo.