miércoles, 25 de febrero de 2015

Alegría y muerte en Pashupatinath

Si soy sincera aquel día tampoco tenía yo muy claro dónde íbamos.
A pesar de contar con el programa desde el principio, llevé muy a gala durante el viaje, y en grado sumo, aquello de dejarme llevar y confiar. Por eso cada mañana la más común de las preguntas solía ser qué íbamos a hacer.
Estábamos en Katmandú y tocaba ir a Pashupatinath caminando en silencio, ejercicio que practicábamos casi a diario y que todos agradecíamos pues nos permitía tomar plena consciencia de los lugares que atravesábamos. A mí me llamaba la atención el trasiego de la vida en la ciudad, con ese germen de occidentalización tras los carteles rudimentarios de coca cola. Pero sobre todo me asaltaban los colores: los que vestían las mujeres, los de las especias expuestas en los tenderetes; los colores en los que se reflejaba el sol de invierno…
Pero aquella mañana íbamos a Pashupatinath y nuestra actitud se impregnó de un aire solemne.
Se trata del templo en el que los hindúes realizan sus ritos funerarios. Aquellos en los que, a la vista de quien quiera y al borde de un río para ellos sagrado, queman a los muertos.
Cuando ahora lo revivo tengo la sensación de que entre la pira ardiente y yo había un cristal. Asistía al hecho como el que mira un documental, y consultaba las dudas en voz baja. Sí, mira, esos que van de blanco son los hijos del muerto; aquí el blanco es el color del luto. Y, ¿ves? Los hijos también se rapan al cero. Ah sí, es verdad, están cortándole ahí el pelo a uno… Aquel niño metido en el río hasta las rodillas pertenece a una de las castas más bajas. Está cribando la arena buscando los objetos de valor que hayan podido caer de la hoguera… A-ha, a-ha... iba yo asintiendo y, una y otra vez, contrastando. En este caso confrontaba la normalidad, el no-drama con que allí se vivía el proceso de la muerte respecto a cómo se vive en nuestra cultura. En aquel espacio se mezclaban los dolientes con los visitantes sin desavenencia alguna. No sobraba nadie. Y los niños correteaban sorteando a los adultos y a ese final ahora tan ajeno.
Aquel día, irremediablemente, todos pensamos en la muerte. En la propia, en las que nos habían tocado de cerca. En las que nos tocarían en el futuro.
Pero, conviviendo con el de la muerte y fiel al juego de los continuos contrastes que me persiguieron en Nepal, hay otro recuerdo que guardo de nuestra visita a Pashupatinath.
Antes de llegar al río donde se practicaban las cremaciones, estuvimos paseando por el recinto. El ajetreo era notable. Varios guardias de seguridad controlaban los accesos e instaban a los hindúes a que se quitaran los zapatos para entrar a una zona sólo accesible para ellos. Nosotros resguardábamos con celo las mochilas y tratábamos de no despistarnos. Decidimos salir poco a poco de aquel tumulto, con paso lento, casi pesado, hasta que llegamos a un asilo de ancianos de las Misioneras de la Caridad: la orden de la Madre Teresa de Calcuta. Un remanso de paz en medio de todo el movimiento una vez que traspasabas su puerta. Era mediodía y el sol apretaba.
La entrada se abría a un gran patio interior de planta cuadrada donde hombres y mujeres charlaban formando corrillos o simplemente permanecían sentados con esa mirada lejana que comparten los abuelos de todas las latitudes cuando están callados. Con ojos de espera sin esperanza, me dio por pensar, parafraseando a Sabina.
Fuimos rodeando el patio en torno a un edificio central con escalinatas. Uno de los abuelos nos había salido al paso ofreciéndose de guía por unas cuantas rupias, por lo que ahora nuestro paseo se aderezaba de las historias que aquel hombre nos contaba sobre el templo, su historia y su simbología, sin que nuestros pasos perturbaran en lo más mínimo el reposo al sol de los habitantes del asilo.
La ropa ya empezaba a sobrar cuando subimos las escaleras que nos llevaban a lo alto del edificio de en medio. La sensación de sala de espera de lo que estaba sucediendo en el río era cada vez más palpable. Allí arriba también había gente reposando. Estando. Esperando.
Y de repente, algo rompió aquel tiempo suspendido.
Sumida en pensamientos y un poco adormecida por el calor, ni siquiera me di cuenta del momento en el que se fracturó la calma; sólo sé que unos metros a mi derecha Elena estaba bailando con uno de los abuelos, que sostenía una radio con un mp3 incrustado. Insólita escena en la antesala de la muerte. En el templo de los ritos funerarios.
Pero así era: a ritmo de bhangra se fueron acercando hasta donde estábamos, perplejos, el resto. Y yo, que tengo cierta querencia por mover el esqueleto, dejé que la música se apoderara de mis huesos y me uní a aquel exótico cuerpo de baile. Fue así como en aquella improvisada discoteca al sol, la alegría alentada por ese hombre que no quería que paráramos de bailar, también tuvo cabida en Pashupatinath.

Combo de fotos de Elena

Eso sí, no duró demasiado. Con la misma prisa con la que vino se despidió con paso sorprendentemente ágil, dejándonos ahí a medio bailar, con el volumen de la música disminuyendo medida que se alejaba de nosotros.
Resultó que alguien les llamaba con alguna señal a la que fuimos ajenos.
En cuestión de pocos minutos el patio quedó desierto.
La hora de comer. Eso era lo que los abuelos estaban esperando.




lunes, 16 de febrero de 2015

La niña del Templo de Changu Narayan

A estas alturas estoy tan sobrecargada de estímulos que no me queda otra que dejar caer mi cuerpo en este batiente frente al templo de Changu Narayan, el más antiguo de Nepal, que me contempla con bastantes más cagadas de paloma que años tiene.
Estímulos, por ponerle un nombre a la lección de generosidad recibida de una familia de campesinos que ha permitido que seis occidentales invadan su casa, dándonos de comer sin pedir nada a cambio, no consintiendo que les ayudáramos ni tan siquiera a fregar nuestro plato; pidiéndonos permiso para también ellos ponerse a comer una vez que nos habían servido. Estímulo como el de perturbar con nuestro caminar el momento del baño de unas muchachas en esa especie de bañera-piscina cavada en el suelo delante de sus casas, y cómo se han reído pudorosas. Cómo ese bebé que no tenía un año observaba tranquilo y quizá un poco asustado que dos extraños le hicieran una foto dentro de su capacho colgado en el porche.

De nuevo, una entrada editada. No me resisto a poner esa carita.

El contraste entre lo humilde de la forma de vida de esta gente y su alegría me tiene desconcertada y le da un manotazo a la idea de pobreza que guardaba en algún recoveco entre mis neuronas. Me pregunto ahora qué será eso de la pobreza. Si es que sólo tiene que ver con lo material o se trata de otra cosa. Termino por ofrecerle a mi mente la distinción entre miseria y pobreza, por si eso fuera el remedio para poder encajar lo que mis ojos y mi corazón se van encontrando.
Y así me encuentro ahora, cuestionándome qué bien le hará al mundo la actividad a la que le dedico más tiempo a la semana y mostrándole mi impotencia a este templo de vigas talladas. Apabullada por el grito silencioso del secreto que se esconde detrás de todos estos animales de cuerpo de madera y ojos redondos. Y sin ápice de voluntad para consultarlo y satisfacer esta curiosidad apagada.
Sólo puedo contemplar rendida y sentir que el mundo no me necesita.
Así que me abandono ante el vuelo súbito de estos cientos de palomas que, azuzadas por el ofrecimiento de un puñado de migas, invade mi espacio vital. Su alteración me abanica la cara. Me revuelve un poco el pelo.
Me dejo hacer por este perro de pelaje parcheado que acerca su hocico a mis pantalones de ropa técnica. Sólo le interesa el calor que emite mi piel. Ni siquiera me resisto y el ruido de las advertencias que desde mi interior tamborilean prudencia, bacterias y sarna suena tan lejano…
La pobreza. El cariño… Éso es de lo que realmente carecemos y lo que constantemente reclamamos. Humanos y animales. Sobre todo los primeros…
Y ahora vienes tú con tu amiga llamándome la atención. Y poco puedo hacer con mi cuerpo de plomo. Los grititos de tu risa y tus pies descalzos se suman a mi lista de contrastes a digerir. La luz de tus ojos grandes y negros eclipsa tu pelo sucio, tu ropa ajada y tus mocos. No sé cuántos años tienes porque con los niños de aquí no acierto. Todos parecéis más pequeños.
Perdona porque a estas alturas, como decía, tengo tantos estímulos descolocados que sólo se me ocurre jugar a echaros en las manos este líquido desinfectante con el que los visitantes pretendemos protegernos de vuestros virus, no vaya a ser que nos contagiemos con vuestra alegría.
Vuelvo a sentarme, un poco avergonzada por responder de esta forma tan tibia a tus juegos. Alargo cansada mi mano a la mochila buscando un pañuelo para interrumpir tu risa al limpiarte la nariz, como tratando así de hacerle una gracia a la existencia.
Me giro para cerrar la cremallera. Sólo son un par de segundos los que te pierdo de vista. Al mirarte de nuevo tus manitas están partiendo en dos el pañuelo para darle la mitad a tu amiga.
Y me rindo del todo. Son ya demasiados estímulos.



sábado, 7 de febrero de 2015

Yo, Senda de Agua

Sé muchas cosas sobre el agua, y no es vanidad.
Químicamente su molécula se describe como H2O. Dos átomos de hidrógeno enlazados con uno de oxígeno. Y sé que eso también lo sabes tú.
Entre sus moléculas existen otros enlaces más débiles que se llaman puentes de hidrógeno. Ellos tienen gran parte de la culpa de que el agua sea como es. No sé si eso lo sabías.
A diario me toca trabajar con ella, por eso sé cómo encontrarle pequeñas cantidades de metales que lleva disueltos.
También sé que si le añado un ácido como el clorhídrico o el sulfúrico la mezcla se calienta.
Sé que es el disolvente universal. No hay otro líquido sobre la Tierra que disuelva más sustancias, por eso no es bueno que te la bebas demasiado pura: te dejaría sin sales, cuidado.
Sé que cuando se convierte en hielo es menos densa que cuando es líquida y que precisamente eso permite la vida bajo los lagos congelados.
…Pero es que además, sé otras cosas.
Sé que es la protagonista de uno de los cinco reinos con los que la tradición china se explica el mundo.
Que en el reino del agua se encuentran el frío, el riñón, la vejiga, los huesos, el invierno, el norte, el color negro, el sabor salado, el miedo… Sí, suena a chino.
Sé que para la misma tradición, el agua se representa por tres rayitas. Dos de ellas están partidas.


Que de alguna forma tienen que ver con el número seis, con un hijo mediano, con un ojo cerrado, con el dolor, algo oscuro, ir al fondo de las cosas. Con el mundo onírico… Chino, ya te lo he dicho.
Siempre tiende a ocupar los lugares más bajos y profundos. Por esto mismo Lao Tse le dedica el octavo poema del Tao Te King*.
Sé que su impulso natural es el movimiento y que en movimiento el agua expresa toda su virtud: permitir la vida.
Pero también sé que cuando se para por un tiempo y no se renueva, la vida en ella se estanca, colapsa. Enferma. Y los lagos se vuelven ciénagas.
Sé que cuando se mueve no necesita más motor que el de la pendiente del terreno que horada y que así va construyendo la senda que la guía desde su nacimiento como arroyo hasta su destino: el mar.
Sé que el ochenta por ciento de mi cuerpo es agua.
Que hay agua entre mis células, en mi sangre, en mi boca… Agua en mis pulmones, en mi espina dorsal y en mi cerebro. Agua en todos mis humores.  El agua de mi orina y la de mi saliva. El agua de mis lágrimas. El agua de mis flujos. El agua en la que floté mientras mi madre me gestaba.
Comprendo entonces que al ser agua también debo ser acuífero y que mi agua más profunda y pura, la de mi pozo, será la que expresen los manantiales de mis sentidos. Que mi agua expresada encontrará su senda saltando en arroyos que surquen mi pecho, para después derramarse como ríos tranquilos dibujando meandros alrededor del centro de mi ombligo. Y finalmente descansar en el hueco de mi vientre: el mar.
Si soy agua mi impulso debe ser el movimiento.
Que entonces mi naturaleza es nómada y si me estanco, enfermo. Que mi ciénaga es la tristeza, la obsesión, la envidia. El miedo.
Pero cuando eso ocurra recordaré otra vez que soy agua y que mi corazón y mis piernas obedecen a la idea de transcurso. Que mi consigna es caminar para empaparme de vida y fluir por los terrenos que me son propicios: los que mantienen mi agua limpia, los que me provocan la risa fácil.
Los que permiten que mis Aguas se extiendan sin otro límite que el de su propia Senda.

Entrada editada para incluir esta maravilla


Parte de este texto se basa en los conocimientos adquiridos en Tian, Escuela Neijing.


(*) VIII
La suprema bondad es como el agua.
El agua todo lo favorece y a nada combate.
Se mantiene en los lugares
Que más desprecia el hombre
Y así, está muy cerca del TAO.
Por eso, la suprema bondad es tal que,
Su lugar es adecuado.
Su corazón es profundo.
Su espíritu es generoso.
Su palabra es veraz.
Su gobierno es justo.
Su trabajo es perfecto.
Su acción es oportuna.
Y no combatiendo con nadie,
Nada se le reprocha.

 ^^^^^^^^
No es la primera vez que saco el tema del agua.
En este caso se trata de un homenaje y acaso una colaboración, con las dos personas que tuvieron la idea de hacernos transcurrir en manada por el lejano Nepal. Sus puntales son el movimiento, la sinceridad, la comunicación, la escucha, el aquí, el ahora… El corazón.
Fruto de esa idea nació un hermoso proyecto. Su nombre es Senda del Agua.