jueves, 19 de junio de 2014

Reflexiones con las uñas pintadas

Soy espectadora perpetua de su trajín, pero hoy más que nunca, decoradas como están con ese rojo oscuro que arrastran desde la boda del sábado, mis ojos van hacia ellas como los mosquitos a la piel descubierta del verano. Ñam.
Así, a una distancia de un brazo no se aprecian las irregularidades del color ni las huellas del barrido de la brocha cuando el esmalte se iba secando. Otra cosa ocurre si me las acerco a los ojos: ahora sí se nota el efecto de los guantes de látex y el fregoteo de los platos de dos desayunos, dos comidas y una cena.
Y es que me encanta mirarlas así porque parece que sus movimientos son más definidos. Como si los dedos fueran dejando una estela cuando saltan de tecla en tecla.
Pero decía que, hoy más que nunca me fijo en ellas porque no parecen mías. Me siento… más mujer, qué tontería. Aunque, ahora que lo pienso, quizá es más correcto decir que así me siento más cerca de la imagen de mujer que yo tenía cuando era una niña. Quizá de la imagen de la mujer que yo creía que sería.
Que por otro lado, qué cosas, de niños nos hacemos una idea de cómo es la vida que a veces sospecho que se convierte en el patrón de vida que de adultos nos va atando en corto. Con lo bonito que sería ir día a día modificando ese patrón según nuestra experiencia o simplemente, reírnos de nuestra inocencia de entonces y sentirnos sorprendidos de lo que la vida nos va desvelando, tan rara ella.
De adultos observo que podrían tomarse dos caminos, en este estudio sin fundamento ni documentación que me atrevo a publicar porque, en este espacio, mi palabra es la Ley.
Pues eso, que según lo vivido en carnes propias y al respecto del patrón de vida que de niños marcamos que es la vida, se podrían adoptar dos comportamientos al respecto del susodicho patrón: 1) O luchas muchísimo contra él, te rebelas, lo maldices, maldices tu suerte y todo el rato intentas oponerte a él, lo cual es lo mismo que vivir el patrón mismo, o 2) tratas todo el rato de acercarte a ese patrón, lamentándote en mayor o menor medida de lo que la vida te depara en tanto que te aproximes menos o más a lo que fijaste de niño y que ni te paras a cuestionar.
Sigo con la reflexión y me lleva a que si seguimos el canon impuesto por nuestro niño-yo, me imagino la vida un tanto vertiginosa. No rápida: vertiginosa, de vértigo. Porque vamos pasando indefectiblemente por esos estadios de estudios, trabajo, pareja, matrimonio, hijo, otro hijo, ¿acaso otro hijo?...y esa linealidad nos lleva a un fin que, si eres como yo, de niño habrás pensado mucho en que el final de esa línea es la eternidad y la eternidad es tan inabarcable que eso sí que representa el verdadero vértigo. Pero también es vértigo lo que se siente cuando sabes que tu vida no va a tener sorpresas.
En caso que te alejes del hilo conductor que marcaste como ley en tu tierna infancia, es posible que sientas desamparo porque no hay hilo al que agarrarse, no hay patrón que te sustente, o al menos, a la sociedad en la que vives (o a tu niño-juez) no le dio por inventarse diferentes vidas… con lo que no encajas muy bien en aquello que pensante. La vida no es lineal en este caso y más allá de dos pasos por delante no se ve nada…y el miedo llega.
Y ¿por qué no en este caso dos y también en el uno, volverse creativo?.
Y es que, ya sea en el caso uno o en el dos, la vida al final te sorprende por igual. Y dan ganas de preguntarle a Algo, "¿así que, esto es la vida?". Y probablemente te levantes un día y te sorprenda muchísimo que ese bebé que hay en la cuna sea tuyo, o que esa persona que por un instante ni reconoces ha mecanizado el gesto de pasarte la mano por la cintura. O que abras los ojos por la mañana y esa cama de matrimonio sea sólo para ti…
Y nada es definitivo en el patrón de la vida que se desvela. Qué bueno sería ser niño cada día y reírse del patrón que dibujamos ayer, porque ves que la vida se empeña en jugar con los planes: hace añicos ese patrón que iba a ser un pantalón y te monta una falda con los trozos. Y no hay manera de anticiparse a la sorpresa, porque, qué tontería, no habría tal sorpresa con anticipación.
Pero sí podríamos abrir los ojos mucho cada día y saber que todo eso que el día nos ofrece es la vida y acogerlo tanto si es bueno o malo, que esos adjetivos los ponemos nosotros.
...Y ponernos a bailar con esa falda que nosotros creímos que iba a ser un pantalón...
Ahora que hablo de sorpresas, también me sorprende la transición de este post a perorata. Que no sabía yo que me iba a poner a reflexionar tanto...

...Que yo sólo quería deleitarme un rato con el movimiento de estas manos de mujer que, con las uñas pintadas, están saltando sobre el teclado de mi ordenador.

¡¡Hay una señora invadiendo mi teclado!!

domingo, 1 de junio de 2014

Tres gatos

Gato 1

Se trata de una gata. 

Imagino que seguirá viviendo en la casa de campo donde la ví por primera y única vez. Era atigrada, anaranjada. Adolescente. Le faltaba media pata trasera. La derecha, si no me falla la memoria.

Su recuerdo viene acompañado del olor a la humedad de ese otoño y de mis zapatos hundiéndose un poco en el barro de aquella casa donde iba a comenzar uno de tantos cursos insólitos que, ahora veo, me han ido sacando el disfraz del personaje que creía que era.

Venía corriendo cuesta abajo hacia el lugar donde nos estábamos presentando, levantando de más su parte trasera debido al saltito que su minusvalía le veía obligada a dar. Carrera con ritmo asimétrico. -¿Qué le pasó?-, pregunté. - No lo sé-, contestó Ignacio, el monitor del curso y dueño de la casa, sin ápice de emoción. - No sé si nació así o si se la encontró herida alguno de mis hermanos y la trajo aquí parar curarse-. La observo jugando con los que allí estábamos, ajena a ese futuro que según me sigue contando Ignacio estará protagonizado por dolores en su gatuna columna.

El curso iba de caballos y tuve que superar el miedo a estar muy cerca de un animal tan grande. Montamos, monté. Y tanto la experiencia en sí como el atrevimiento a realizarla fueron suficientes como para que la jornada mereciera la pena.

Pero además, me llevé de regalo la enseñanza de aquella gata que aprovechaba nuestros descansos alrededor de la chimenea para, con la única finalidad de atesorar afectos, ir pasando de mano en mano, de cuerpo en cuerpo, de calor en calor, reclamando caricias sin pudor, sin criterio, sin miedo. Era conmovedor ver cómo buscaba la estrategia para, a pesar de la cuarta pata, saltar del sofá al sillón, de ahí a la silla de madera y al otro sillón, respondiendo a cualquier reclamo que le tentara. 

- Mírala-, dijo entonces Ignacio, - ésta lo tiene claro: pasa tanto tiempo sóla que en cuanto ve a alguien no duda en pedir su ración de cariño-.

Gato 2

Es el verdadero amo y señor de la casa de colores desde la que mira con desdén a la gente que la invade temporalmente. Es atigrado y oscuro. Tranquilo. Muy mayor ya, según me cuentan.

Eran muchas las emociones que tenía encima la primera vez que lo ví como para reparar demasiado en él, que además era uno de los tres o cuatro gatos que allí vivían. Por eso, cuando fui a tocarlo distraída mientras esperaba a ser atendida y alojada, me di de bruces con su oreja rota y su ojo ciego. Ambos izquierdos, si mal no recuerdo. Debe estar ya acostumbrado a ese cierto rechazo, y a la caricia por compasión que le corresponde después de que hayas tragado saliva.

Es un gato que surge. No lo ves llegar, pero cuando llega lo hace para que te des cuenta que el protagonista de cada escena es él. De cada escena y de cada cena, en la que se cuela sin ser llamado a tu lado, vigilante. Si te puede la debilidad y vas a darle algo de tu plato, la mayoría de las veces lo rechaza. No es que sea sibarita, es que no se había acercado para eso.

Tampoco reclama cariño porque sabe que lo tiene, por eso, a medida que pasan los días, te observas cayendo en su trampa y así, eres tú quien le reclama atenciones y es él quien te deja claro su fastidio si has interrumpido su siesta, su meditación o su contemplación. Porque su fino instinto es capaz de detectar si vas a acariciarlo porque sí o si te lo quieres ganar a base de falsas caricias. En el primer caso, se tumba boca arriba mostrándote la panza, con lo que te sientes ungido, casi como tocado por su gracia; en el segundo, da un respingo y se aleja o te enseña los colmillos para que te lo pienses dos veces la próxima vez que vayas a perturbarle con migajas de amor cutre.

Es el gato favorito de los que moran por allí. Quizá por viejo, o por su media ceguera. 

O quizá por ese fino olfato para detectar lo verdadero de lo falso.

Gato 3

Es un gato libre, sin casa propia aunque últimamente vive en verano y en lugares de paso de gente ávida de novedades. Es algo más oscuro que los que suelen verse por aquí. Menudo, delgado…manejable. Taciturno, pensativo, melancólico. 

Tiene una cicatriz que le corta la cara a la altura del mentón y otras menos visibles en el corazón. Me quedé con ganas de saber qué fue lo que le cortó la cara.

Lo encontré en un lugar al que fui llevada en volandas por la casualidad y mi, hasta hacía poco, recién descubierto instinto de aventura. Cuando lo ví pensé que era feo. Él seguramente dejaba pasar los minutos previos a la hora de la comida y simplemente levantó la vista y me miró con ojos acostumbrados a lo efímero.

Llegado el momento, compartimos tiempo de comida con mi vista expectante puesta en todo lo que había de llegar, considerando aquel momento quizá como atrezzo de emociones mayores. Lavé los platos mientras que él, distante, creía yo, seguía lamiendo el cuenco del que comía. Y así, en su reservada pero curiosa compañía, comencé a moverme por allí sin darme cuenta hasta mucho después que aquella fue unas de las primeras veces en que fui tal cual soy.

Después del primer reconocimiento del espacio y de sentir de nuevo el miedo de horas de vacío por delante, decidí no planear y dejar que ese vacío se llenara con lo que el viento trajera. Y el viento, que yo esperaba introspectivo, sesudo y filosófico, me trajo risas, atrevimiento y osadía por mi parte y, por supuesto, la presencia siempre de aquel gato con el que me mostraba cada vez más confiada. Con sus actos me enseñó que en nuestros haceres más insignificantes se puede leer quiénes somos en realidad, me hizo saber que era ama-ble tal cual era y que no había que hacer ningún esfuerzo para conseguir cosas. Sólo había que dejar que los espacios vacíos se llenaran.

Pero él enseñaba sin pizarra. Se limitaba a, como la primera gata del relato, vivir sin atesorar, a reconocer las situaciones que podrían traerle el cariño necesario para seguir viviendo. A derrochar su propio cariño en esas mismas situaciones y, con eso, contribuir con una gota de verdad a la verdad global que hace falta.

Es un gato libre. Creo que una vez quiso atesorar y sufrió. Y si lo quieres atesorar, se te escapa de las manos. Pero si comprendes su libertad, reconocerás también la tuya.